La tercera es la vencida, dicen. Lo que no dicen es que la frase encierra, tal vez, una advertencia: si a la tercera no lo lograste, quizás mejor no lo intentes una cuarta. En mi caso, yo había desoído esa advertencia. Estaba haciendo la fila para ver Solaris, de Tarkovski, una de las escasas películas en haber alcanzado el pináculo de las cinco estrellas en el catálogo de la Cinemateca Uruguaya, con la esperanza de, por fin, luego de tres fracasos, poder llegar hasta los créditos finales.
En la primera ocasión, un lunes de junio gris y oscuro, pudo más el cansancio, o quizás fuera el efecto hipnótico de esas larguísimas tomas donde nada en la pantalla parecía capaz de moverse o emitir sonido alguno. Había ido con un compañero de facultad, que tuvo la gentileza de despertarme en la mitad de la película y llevarme a tomar un café al Expreso Pocitos a la vuelta de la esquina. En la segunda, en el momento en el que Hari y Kelvin se duermen abrazados, sonó mi celular. Estábamos a fines de los noventa, cuando quizás solo una de cada diez personas usaba esos aparatos de grandes botones y minúsculas pantallas. Eran onerosos también, y yo tenía uno porque el contrato lo pagaba mi abuela, para poder tenerme a mano en caso de necesidad. El nombre “Abu” apareció en la pantallita, y eso significaba que debía atender. Sintiendo las miradas de reproche posándose en mí, abandoné la sala en penumbras, y en el vestíbulo me enteré de que las piedritas que había comprado para el sanitario de Jonesy, el gato de Abu, no eran de su agrado, y que por favor consiguiera otras cuanto antes.
En la tercera oportunidad, fui a una función vespertina en la Sala Dos de la calle Lorenzo Carnelli, donde las butacas, pequeños ataúdes con posabrazos, me impedirían sucumbir al sueño. Venía resistiendo y, aunque el dolor de espalda prometía ser fenomenal, empecé a vislumbrar luz al final del túnel. Pero entonces, a mitad del diálogo donde Sartorius le explica a Hari que su yo original había cometido suicidio diez años atrás, la pantalla quedó en negro. El sonido seguía saliendo de alguna parte y, mientras las voces en ruso continuaban sus parlamentos en la oscuridad, me levanté resignado y me volví caminando por Soriano hasta casa.
Esta vez, la cuarta, tuve un buen presentimiento. Era viernes de noche, y en la Linterna Mágica había un clima de expectativa, o eso me pareció. Una muchacha y un muchacho charlaban animadamente, a la espera de que se abrieran las puertas de la sala. Parecía una primera cita y, después de la película, imaginé que irían a comer algo, tal vez al Lobizón, donde, entre gramajos y cervezas, alguna propuesta lanzada al aire quizás encontrase un oído cómplice. A mi lado, un señor canoso leía Brecha, y me hizo acordar a un amigo, que en los eneros en Punta del Diablo salía desesperado los viernes de mañana a recorrer el pueblo, temeroso de que fuera demasiado tarde y la última copia del semanario ya se hubiese vendido.
Entramos a la sala, me instalé en mi butaca y pronto apareció en la pantalla la imagen de Kelvin en un pantano neblinoso. Una hora más tarde, vino la escena siguiente, o tal vez solo hubiera transcurrido un minuto. Después de todo, esta era una película sobre viajes interestelares, cuyos efectos sobre la relatividad del tiempo son bien conocidos. La neblina del principio parecía haberse quedado, porque escenas que recordaba con nitidez de las veces anteriores ahora se veían más borrosas. Incluso la secuencia del cumpleaños de Snaut, donde se pronuncia la frase “la humanidad ha perdido el don del sueño” (que, incidentalmente, no es aplicable a la pequeña porción de la humanidad que ha visto Solaris), emergía desde un vaho por momentos impenetrable.
Creí comprender que estaba atravesando una experiencia transformadora. No se trataba de ver Solaris, cosa ya imposible. Había que sentirla, dejar que entrara por la nariz y la boca, que atravesara mi garganta, provocando un agradable cosquilleo, y llenara mis pulmones. Solaris, el nombre del planeta consciente pero inasible para los seres humanos, solo develaba sus secretos a quienes renunciaran a entenderlos. El cosquilleo en la garganta se transformó en tos, y la tos en sofoco. Seguramente estaba aproximándome al estado de gracia final. Yo sería otra isla de Solaris, igual que Hari, Kelvin, Snaut y Sartorius. Algo rojo cubrió mi campo visual. Sentí que me ayudaban a levantarme y me llevaban fuera de la sala. Quise protestar. No creía que Solaris hubiera concluido aún. Tenía que quedarme hasta que terminara. Intenté decirlo, pero no logré pronunciar palabra. Un sonido agudo perforó mis tímpanos. Una sirena. La neblina se despejó, y vi que estaba en la calle. Algo rojo se inclinaba de nuevo sobre mí, pero esta vez capté que era el casco de un bombero. A mi lado, la muchacha y el muchacho que había visto a la entrada me miraban con preocupación.
-Perdoná -dijo ella -, no nos dimos cuenta de que estabas adentro. Cuando empezó a llenarse de humo la sala, todo el mundo salió, y pensamos que no había quedado nadie. Por suerte los bomberos entraron a revisar.
Asentí. Si tan solo hubieran demorado unos minutos más, podría haber terminado de ver Solaris en una sala de Cinemateca. Hoy en día, se puede encontrar subtitulada en Internet, pero no es lo mismo. Prefiero dejarla inconclusa, y quedarme solo con los recuerdos de todas las veces que intenté verla. Son buenos recuerdos.