– ¿Abuelo, querés un coquito con chocolate, de esos que tanto te gustan? le preguntó la nieta mayor a su abuelo Gustavo.
– ¿La conozco? dijo muy serio, el hombre de 77 años, de mirada perdida.
– ¿Otra vez te olvidaste de mí? preguntó tristemente su nieta.
La escena se repetía demasiado seguido y ya pasaba a ser un feo momento familiar.
El abuelo no era el mismo. Casi que de un día a otro empezó a costarle caminar y reconocer a sus seres queridos. De lo primero se daba cuenta, de lo otro no; pasaba a ser un gran problema para su familia. Lloraban a escondidas.
Gustavo había sido un gran periodista, militante de luchas sociales, activista de la libertad, fanático de los caballos, amante de todo lo que hizo Pedro Almodóvar.
A mediados de la década del setenta era habitual verlo en Cinemateca. La excusa era ir a ver una película, pero muchas otras veces era la oportunidad perfecta para juntarse con amigos y hablar sobre lo oscuro y feo que estaba nuestro país.
Un día descubrió a Almodóvar. “Un viaje de ida”, repetía. “Si el mundo tuviera cien Almodóvar tendríamos un planeta distinto y mucho más interesante”, era su frase de cabecera.
El abuelo, por momentos, no reconocía a sus nietas, esposa e hija. Pero jamás dejaba de contar anécdotas de sus días de trabajo, sus amigos en la juventud y sus idas a Cinemateca. Le brillaban los ojos cuando lo hacía. Y esa mirada era la de siempre. Sus ojitos se mostraban tan claros como su alma.
Jamás se olvidó cuando vio Mujeres al borde de un ataque de nervios en la vieja Cinemateca de 18 de Julio. Lo único que no tenía tan claro era si había ocurrido a fines de los ochenta o a principios de los noventa.
Esa noche, se “enamoró” del gazpacho y de Julieta Serrano. Aprendió a hacer esa sopa fría y cada vez que la degustaba, se acordaba de la película.
Él no entendía por qué. Pero cada vez que estaba feliz, pedía un poco de esa sopa fría. Era automático. Como una especie de reacción cual perro de Pávlov. Digamos que inconscientemente, cada vez que tenía una alegría inmensa, su corazón le pedía un vaso de gazpacho bien frío.
Ese amor por la actriz española fue tan grande que no dudó en ponerle el mismo nombre a su nieta más grande. Julieta, de 20 años, sabía que se llamaba así por una actriz española que había deslumbrado a su abuelo. Y eso la ponía orgullosa.
Los domingos, era casi una ceremonia llevar al abuelo a tomar un helado a la plaza más cercana de su casa. Silla de ruedas de por medio, el viaje familiar era todo un desafío. Cuando Gustavo se acordaba, disfrutaban y se reían, cuando Gustavo no la reconocía, pasaba a ocupar el rol de una asistente y el mismo evento se padecía; entristecía.
Un jueves por la tarde, Julieta se enteró por Twitter que Cinemateca iba a pasar Mujeres al borde de un ataque de nervios como arranque del Ciclo Almodóvar.
Fue a la casa de sus abuelos e invitó al abuelo a ir al cine. Éste, con su mirada perdida, distante y fría, optó por no salir de su casa, al no reconocer a quien lo estaba invitando.
Julieta se encerró en el baño. Lloró. Insultó al mundo. Masticó bronca e injusticia y se decidió.
– Soy su asistente y su doctor recomienda que salga un poco. Le ofrezco ir al cine y volvemos a su casa, dijo hasta con voz de mujer desconocida.
Gustavo, incrédulo pero entendiendo que no perdía nada, accedió.
Ahí salieron, abuelo y nieta rumbo al cine. Para el mundo, una escena normal. Para ella, el mejor plan del mundo. Para él, un trámite.
Pasar por el Teatro Solís hizo que el abuelo abriera los ojos bien grandes. Llegaron a Cinemateca. Gustavo no podía creer lo que estaba viendo. Era un niño en una juguetería. Pasaron por boletería y se aseguraron los dos boletos. Cafetería mediante, un par de rolls de canela para la previa. Faltaban quince minutos para que comience la película.
Llegar a la sala mediante el ascensor fue todo un evento a disfrutar. Para ambos.
Ya acomodados, las luces se apagaron y la película empezó. Era la primera vez que la nieta mayor de Gustavo iba a ver esa película.
Todo se vivió en silencio. Julieta miraba por los ojos de su abuelo. Disfrutaba verlo disfrutar. La mirada iba cambiando. Otra vez empezaban a aparecer los ojitos dulces y brillantes de un padre sensacional, un esposo ejemplar y un abuelo maravilloso.
La nieta miraba a su abuelo. Se emocionaba porque lo veía feliz.
Cuando apareció el gazpacho, en la película, se le cayó la primera lágrima a Julieta. Cuando su abuelo se reía a carcajadas por la torpeza de un par de policías dormidos, no aguantó y empezó a llorar de felicidad. Su blusa se llenó de lágrimas de emoción.
La película estaba llegando a su fin (se notaba) y la nieta le pedía a Almodóvar que la siguiera, que no terminara. Ella sabía que su abuelo estaba feliz, disfrutando. Quería estirar ese momento. Y si fuera posible, congelarlo para siempre.
Llegó el fin.
Se encendieron las luces.
El abuelo le agarró la mano izquierda a su nieta, la miró lleno de amor y le dijo: -Juli, ¿te gustó la película? Fue una simple pregunta. Básica. Normal. Pero a Julieta le explotó el corazón. No encontraba palabras para resumir ese momento.
Siguieron hablando un rato más en la vacía sala. Estaban solos. Pero tenían la mejor compañía posible. Se escuchaban las risas. El abuelo le explicaba todo. Hasta el contexto del mundo, cuando rodaron la película. A él le encantaba contar, a ella le fascinaba aprender del abuelo.
Ya fuera del cine, de camino a su casa, Gustavo miró a su nieta y le dijo: – mi amor, al abuelo le gustaría un poco de gazpacho.
Julieta se rió. Y en ese momento, el mundo fue un lugar un poco más justo y más dulce que otras veces.