Qué cantidad de hojas se amontonaban en la vereda junto a la escalera de La Linterna Mágica. Las esquivaba por un costado, saltaba un escaloncito y con ese impulso me zambullía en el hall y entraba justo a tiempo para la primera función. No importaba si empezaba a las 17:15, 17:30 o 17:40: siempre me las ingeniaba para llegar en el último minuto, agradecer muy brevemente al muchacho que me devolvía el carnet de socio con una marquita nueva y desplegar mi silla con una estridencia que interrumpía a Martínez Carril en su enumeración de beneficios para quienes, si se asociaban con un amigo, pagarían cincuenta pesos al mes.
Pero esa tarde había algo diferente: una fila. En esa época era necesario ver eso que llamaban “Nuevo Cine Argentino”, entonces no era tan imprevisible que existiera una pequeña aglomeración para entrar a ver Los Guantes Mágicos de Martín Rejtman. Me ubiqué detrás de dos señoras y miré hacia donde iba entrando la gente.
Pum.
Esa mirada azulada, esa piel tan blanca, esa bufanda rojísima a tono con los labios, ese tapado turquesa. Una paleta de colores que envidiaría Wes Anderson. Antes de entrar a la sala, sus ojos distraídos pasaron por los míos. No sé si fue un segundo o dos o cien, pero fue el tiempo suficiente para provocar una conmoción en el pecho, un congelamiento en las manos, una interrupción en el sentido de la vida.
Luego de que mis nervios y mi torpeza saludaran a la chica que marcó mi carnet, entré y elegí un asiento en el costado izquierdo que me permitiera girar el torso con comodidad y tener una visión general de la platea. La pantalla no importaba tanto. Escruté la sala con mucha atención y poco disimulo. Apareció. El golpeteo del pulso cardíaco interrumpió cualquier pensamiento. Estaba sentada bien atrás, cerca de la puerta. Con toda seguridad ese era el mismísimo asiento desde el que presencié la estampida del público azorado por la escena de la violación en Irreversible de Gaspar Noé. Ahí estaba otra vez esa butaca, condenada a ser parte de mi historia. En el segundo previo a que las luces se apagaran, logré fijar en mi mirada su nariz puntiaguda y en la oscuridad me estremecí al imaginar cómo se sentiría el roce de esa nariz contra la mía, contra mis labios, contra mi cuello.
Qué electricidad pasmosa me generó cada plano, qué risa histérica disparé ante cada gesto absurdo, qué sencillez tan asombrosa percibí en la actuación de Vicentico. Nunca más quise volver a ver Los Guantes Mágicos por miedo a encontrarme con una película ordinaria, sin el brillo mágico que implicó verla ese día, en esa sala, con esa excitación inabarcable. Ni bien se encendió la luz, giré el cuello y apunté a la única butaca que importaba en toda la sala. Y la vi vacía. Me paré de un salto, esquivé como pude a un señor que parecía ensayar con una insoportable y parsimoniosa meticulosidad cada paso antes de darlo y volví a mirar hacia ese asiento vacío, tal vez para despedirme del lugar donde la vi por última vez. Noté que algo brillaba en el piso. Me acerqué. Una luz puntual, teatral, que quién sabe de dónde vendría, iluminaba ese objeto con la persistencia necesaria para que mi vista no lo pasara por alto. Un cuadrado pequeño, verde como el mar, brillante. Un carnet de socio. Lo levanté. Lo abrí. Leí el nombre en el reverso de la tapa. Irina. Seguro que es ella. ¿Quién más, si no? ¿Quién conoce a una Irina que no sea hermosa y de ojos claros? ¿Por qué habría yo de encontrar este carnet si no es el suyo, si no estoy fatalmente destinado a devolvérselo? Levanté la mirada. No se pudo haber ido tan lejos. Salí al hall e inspeccioné con ojos de cazador: nada. Del otro lado de la puerta de vidrio, algo que parecía ser una tela de un escarlata furioso aleteó fugaz y desapareció. Corrí sin pensar hacia allí, creo que empujé a alguien y con inusitada torpeza forcejeé la puerta hasta lograr que se abriera. Salí. Ya era de noche. Nada rojo. Todo el gris y todo el negro de la calle Soriano golpearon mis ojos.
Correteé sin descanso por el centro. Inspeccioné cada bar abierto, cada parada de ómnibus, cada vereda. Después de varios minutos me detuve en 18 y Yaguarón. Con los brazos en jarras, levanté la cabeza y resoplé con toda la fuerza de la frustración. Mi vista se detuvo en unas columnas de mármol azul que adornan los balcones de un edificio. En ese momento entendí que ese azul y que cualquier azul que viera de ahora en más serían tristes y pálidos, que no volvería a ver algo tan inmensamente azul hasta el día en que aparezcan otra vez esos ojos.
Durante las semanas siguientes no quise soltar el carnet. Lo olfateé inútilmente como un perro sabueso, leí su nombre y su número de cédula hasta cansarme, intenté descifrar de mil modos a qué películas correspondían los números que tenía tachados en su hojita del mes (el 34 era Los Guantes Mágicos, porque en mi carnet también estaba marcado con un trazo que parecía ser de una Bic negra, pero el 12 y el 49 siguieron siendo un misterio), puse su carnet junto al mío, en un intento de activar eso que llaman psicomagia, y me prometí no salir nunca sin él, porque en Montevideo nunca se sabe qué día ni a la vuelta de qué esquina podría repetirse el sobresalto.
La busqué sin éxito ni remedio en todos los lugares que pisé: en los ómnibus, en los estrenos de Cinemateca 18, en la Ciudad Vieja a la hora del almuerzo oficinista, en algún ciclo de John Ford en Sala 2, de esos que nunca tenían más de cinco espectadores y ninguno de ellos menor de setenta años, en los teatros, en la rambla los domingos de tarde, en la rambla los sábados de mañana, en la rambla los viernes de madrugada. Al mes siguiente, luego de hojear la programación mensual, me convencí: la iba a encontrar el jueves 28. Ese día pasaban In The Mood For Love, y qué mejor ocasión para que ocurriera eso que fatalmente tenía que ocurrir. Sería un inmenso triunfo de la poesía, tan inmenso que aquel día mis costumbres sufrieron dos traiciones: además de ponerme perfume, no fui a la primera función sino a la segunda. La imposibilidad de pensar en otra cosa me empujó hasta la sala de Carnelli un buen rato antes de que terminara la primera función. Me ubiqué junto a la cartelera de la entrada y no paré de caminar en círculos hasta que empezó a salir la gente. Sin resultados. Observé la llegada de todo el público de la segunda y, cuando supe que ya nadie más entraría, me metí en la sala. Mis ojos buscaron hasta que se apagó la luz, conscientes de que era inútil. Nadie parecía tener ni un trazo de ese identikit que solo estaba dibujado en mi mente y que tanto esfuerzo hacía por evitar que se borrara o se modificara. Vi la película distraído, tironeado entre la decepción y la esperanza. A la salida, me senté en el muro de enfrente para ver si aparecía para la tercera función. El viento helado de esa noche no me golpeó tanto como la desazón.
Pasaron los meses y los años, pasaron parejas, historias, muertes, nacimientos y bautismos, pero lo único que siguió inamovible fue un carnet de Cinemateca vencido que no era mío, empotrado en un lugar inhóspito de mi billetera, detrás de una tarjeta que jamás usé, que tenía el único y noble fin de proteger a ese carnet. Pasaron años sin que lo abriera ni lo viera, pero caminaba con la certeza de que estaba allí y que su dueña también andaría por algún sitio.
Un sábado, al bajar del ómnibus, sentí un olor denso, húmedo y salado que transformaba a Montevideo en una embajada del mar en tierra firme. El sonido de los autos evocaba a las olas. Busqué el azul marino en mis ojos y lo volví a encontrar en las columnas de ese edificio de 18 y Yaguarón. Bajé la vista, di veinte pasos y entré a Cinemateca para ver Pepperminta, un bellísimo delirio lisérgico en el que la protagonista aplica el don de sanar y liberar los miedos de las personas con la ayuda de unos plastificados traslúcidos de varios colores que, cuando la situación lo requería, los sacaba de un bolsillo, los superponía y generaba una especie de hipnosis en quien tuviera ese tornasol frente a sus ojos.
Era una de esas noches en las que salía de la sala con la convicción de ser una persona mejor que la que entró un par de horas antes. Recuerdo mi sonrisa mientras meaba y apreciaba lo vívido del color de las baldosas de la pared del baño. La explosión cromática había sido tan intensa que no se agotaba al final de la película. Salí del baño.
Pum.
Ojos azul verdoso violeta aguamarina brillantes. El momento había llegado. Abrí la billetera y por los nervios casi rompo el carnet que se resistía a salir de su refugio. Vi que enfilaba para la escalera de la derecha. Con pasos largos logré bajar un escalón y ponerme justo debajo de ella. Me invadió una seguridad insólita, de esas que aparecen cuando la vida depende de una acción certera y la mente, sabiéndose incapaz de ayudar, se aparta por un momento y deja que se ejecute sin dudas ni distracciones. Sin escatimar en gestos teatrales, en un intento por imitar las proezas de Pepperminta, puse su carnet frente a sus ojos. Se rió sin ocultar su sorpresa.
Esto es tuyo, le dije.
Lo tomó. Lo abrió. Frunció el ceño.
No. No es mío.
Me lo devolvió con desdén y siguió bajando la escalera, cruzó la puerta de vidrio y se la tragó el mar de 18 de Julio, un mar inmenso que para mí acabó siendo un cuadradito verde agua desteñido entre las manos.