Aquella noche daban Mistery train, de Jim Jarmusch. Llegué temprano a la Cinemateca, compré una cerveza y me senté a beberla en la terraza que da a Bartolomé Mitre. Por esa época me movía entre los escombros de una relación de años que se había desmoronado en cuestión de meses. Las discusiones, el sexo como única forma de diálogo posible, tal vez como una sublimación de tanta violencia contenida, habían dado paso al más hondo de los silencios, a la indiferencia. Aun así, podía reconocer en mí restos de aquella relación enferma, del que había sido a lo largo de mucho tiempo. Seguía temiendo ver a Clara en cualquier lugar que hubiera tenido que ver con los dos, imaginaba que eran suyos los mensajes que llegaban a mi teléfono, que era ella que se escondía detrás de cualquier llamada de número desconocido que recibía. Pero a Clara parecían habérsela tragado el asfalto montevideano o las aguas marrones del Río de la Plata. En medio de aquella desolación, de aquel mundo devastado, la oscuridad de las salas de la Cinemateca era un universo posible, habitable.
Reparé en aquella muchacha flaca, extremadamente flaca, pasando a mi lado primero, subiendo las escaleras blancas después, rumbo a las salas de proyección. Su pelo a la altura de los hombros, con un tinte azul en las puntas, el rostro delicado, los ojos casi traslúcidos de tan claros, las ropas blancas salpicadas de colores. “Una muchacha Rohmer”, pensé. Siempre tan obvio, tan amparado en palabras o imágenes de otros.
Terminé la cerveza. Recogí de la mesa Estrella distante de Bolaño. Siempre he llevado algún libro conmigo, siempre me han ayudado a afirmarme, a definirme. Escudo y espada. En la última conversación con Clara mis manos sostenían Almas grises, de Philippe Claudel, abrían sus páginas al azar mientras escuchaba sus reproches finales, aquellos con los cuales me arrojaba a la soledad de mis días futuros, con los que debería lidiar frente a la próxima relación, la próxima mujer. Esa fue mi última oportunidad de tocar a Clara y mis dedos parecían fundidos en el papel.
“Sala Dos, última fila, asiento diez”, hache diez, porque el hache once, el asiento que ocupo siempre, ya estaba vendido cuando compré mi entrada.
El hache once estaba ocupado por la muchacha que había visto entrar minutos antes. “El azar me sonríe”, pensé. Mascullé un “permiso” y me senté luego de mirarla de reojo. Pareció no percatarse de que alguien se sentaba a su lado. Las luces se apagaron, pasaron los avances, comenzó la película. Unos treinta minutos antes del final, la muchacha se levantó y salió de la sala. Pensé que volvería en algunos minutos, pero el hache once quedó vacío por el resto de la proyección.
Fui el último en irme. El asiento vacío a mi lado me hizo pensar, una vez más, en Clara. Aún con la sala vacía, ese hueco que había crecido a mi costado me hizo recordarla. Empezaba a transitar el peligroso camino que se abisma entre el olvido selectivo y la idealización.
La segunda vez que vi a la muchacha daban La virgen de agosto. Otra vez, la vi bajar las escaleras en penumbras y atravesar la puerta antes del final de la película. La tercera vez la película era Hierro 3, de Kim Ki-duk. Otra vez dejé la sala cuando ya no quedaba nadie. Y, una vez más, la muchacha se había ido antes del final. Me di cuenta de que esa muchacha flaca y el misterio que la rodeaba eran lo único distinto a Clara en que había pensado en ese tiempo.
Encontré a la muchacha en una de las mesas de la cafetería. Escribía en una libreta de tapas duras. No pude evitar acercarme y preguntarle si podía ocupar la silla frente a ella, como si fuera el protagonista de Una sonrisa exactamente así de Sacheri. Podés, me dijo, pero no me cuentes el final de la película. Sólo quiero preguntarte algo, respondí, y prometo que luego me voy. Salvo que me pidas que me quede, agregué.
Soy del interior, de la ciudad de Rocha. La menor de tres hermanos. Mis hermanos varones y yo crecimos en una típica casona del interior, llena de habitaciones y con un patio inmenso al fondo. Mis padres nos criaron en un clima de mucho estímulo intelectual, rodeados de música, de libros, de amistades. Con las abolladuras de toda vida, claro, pero podría decirte que crecimos felices. Con los años, uno a uno nos vinimos a estudiar a Montevideo primero, nos desparramamos por el mundo después. Al menos mis hermanos. Uno es corrector de estilo y vive en Buenos Aires. El otro es músico, y se gana la vida en un hotel de la Riviera Maya. Yo vine a estudiar Letras en Humanidades, pero hace un par de años trabajo en una librería en el Parque Rodó, así que mis estudios avanzan más lento de lo esperado. Lo sé, esto no responde a tu pregunta de por qué me voy antes del final de las películas. Ya llegaré a eso. No sé si fue el síndrome del nido vacío, el peso de los años, pero un mal día mis padres nos comunicaron que se separaban. Creo que nunca dejaron de quererse, pero la relación se terminó. Vendieron la vieja casa, mi padre compró una más pequeña en la ciudad, mi madre se fue a vivir a Valizas. ¿Y sabés qué? Aunque ya no sea una niña, no he podido superar la separación de mis padres. Aún hoy, cuando viajo a Rocha, creo que me espera la vieja casona de mi infancia. De aquel tiempo, me dijo entrecerrando sus ojos casi traslúcidos y haciéndome pensar que se parecía a una muchacha de las películas de Kim Ki-duk, hay un recuerdo que se eleva por encima de los demás. Pedí otra cerveza, la historia y la muchacha me interesaban cada vez más.
En la sala de estar había una vieja máquina de escribir que había sido de mi abuelo materno. En ella mis padres ponían una hoja en blanco y escribían algo: una línea, una palabra, un párrafo. Y a lo largo de la semana cada uno de nosotros iba agregando líneas debajo del texto original. No importaba si continuaba lo escrito anteriormente o no. Los domingos, a la hora del almuerzo, mis padres nos leían las cosas que se habían escrito a lo largo de la semana. En esas hojas reconciliamos peleas fraternas, anunciamos noviazgos, desamores, filosofamos sobre las cosas más diversas. Un cadáver exquisito, agregué, y ella respondió que sí, que era parecido a aquel juego inventado por los surrealistas, pero en versión familiar y rochense. Y esa vieja máquina de escribir y aquellas hojas en blanco al comienzo de cada semana resumieron todo ese mundo que había perdido. Ahora sí puedo responder tu pregunta: algunas tardes, algunas noches, me meto en las salas de la Cinemateca, y antes de que termine la película me voy, busco alguna mesa de bar y me largo a escribir mi final de la historia, como si retomara algo escrito por mis padres y mis hermanos. El cine, lo sabrás, es un arte colaborativo, cada película es una polifonía, o como se llame a la suma de manos, ojos, voces, pensamientos, necesarios para realizarla. Mi familia, ahora, es de lo más diversa: hay gentes de todas las nacionalidades. De todas, menos uruguaya: mi familia de origen no cambia. La miré asombrado, y dije: así que ahora, cuando te encontré en esta mesa… Escribía el final de la historia de Tae-suk y Sun-hwa, dijo completando mi frase, y por eso no podés contarme cómo terminó la película.
¿Sabés algo?, dije, mi vida se volvió un desorden desde hace meses, o quizá lo haya sido siempre. Y así como Tae-suk se introduce en casas temporalmente vacías para vivir vidas ajenas, yo me sumerjo en la oscuridad de las salas de cine en busca de algo parecido. Ese es mi secreto. Miré a las mesas de alrededor y la muchacha siguió mi mirada. ¿Cuántos secretos distintos a los nuestros esconderán todas estas personas?, pregunté sin esperar una respuesta.
Hice el ademán de pararme, de abandonar la mesa, la conversación, y dije: llegó mi momento de irme, y debo dar paso al tuyo de pedirme o no que me quede.
Volvió a sonreír, y sus ojos verde agua se hicieron dos líneas alargadas, pequeñas, y ahora sí era una de las mujeres de las películas de Kim Ki-duk. Quedate, me dijo. Me senté, le extendí la mano abierta y dije: Pablo. Estrechó mi mano sin dejar de sonreír, y respondió: Anaís.
Al amanecer del día siguiente nos despedimos como Jesse y Celine en la primera película de la trilogía de Linklater, sin intercambiar teléfonos ni direcciones. Solo dijo, antes de perderse en la grisura montevideana: Ahora que alguien conoce mi secreto, no sé si podré volver a las salas de la Cinemateca y continuar el juego con el que intenté rescatar la historia familiar perdida. Sonrió, besó mis labios casi sin tocarlos y pareció desvanecerse entre los autos, los ómnibus y las gentes que atravesaban la ciudad.
Anaís cumplió su palabra. No volví a verla pese a ir cada vez que pude a la Cinemateca, de cambiar los horarios en que iba, de acumular horas en la cafetería, antes o después de las películas.
Una tarde me llamó Clara. No sé cuántos meses habían pasado desde nuestra ruptura. Había dejado de contar mi tiempo sin ella. Nos vimos en un bar de la calle Ciudadela. Fue contundente, como siempre. Me propuso volver, retomar la relación. Le dije que iba a pensarlo. Que todo había sido muy difícil, que no podía darle una respuesta en ese momento. Prometí llamarla.
Al despedirnos corrí para llegar a la Cinemateca. Se proyectaba una de mis películas más amadas, Cinema Paradiso. Llegué con la película empezada, debí entrar a oscuras en una sala llena. Con la película de Tornatore lloro de principio a fin, lloro apenas comienza a sonar la música de Morricone. La conversación con Clara, correr hasta la Cinemateca, la película, todo me pareció demasiado para un solo día.
Cuando terminó Cinema Paradiso permanecí de ojos cerrados, llorosos, escuchando la música. Al abrirlos, la sala estaba casi vacía. A través del velo de las lágrimas vi que había una muchacha sentada varias filas adelante. Se paró para irse, giró la cabeza, me miró y pensé “es una muchacha de una película de Rohmer”. En la pantalla terminaron de pasar los créditos, la música de Morricone se desvanecía en el aire de la sala.