Selección

No soy Hitchcock

Raquel Cauduro

Mario normalmente se distraía escuchando alguna banda medio pelo cuando venía con su abuela a Cinemateca, y es que esto era común para él. Siempre llevaba sus auriculares puestos, por lo general uno estaba levemente mal colocado así si la doña tenía algo que objetar él podía responderle a mitad de la canción. Pero ese día se los había olvidado, sus padres lo habían apurado para que saliera a buscarla. La vieja era asombrosamente puntual, porque aparte de ser viuda, llamarse Mirtha, y tener una ferviente pasión por tejer, se aburría con facilidad, atormentando así a la madre de Mario, o sea, su hija.

Mario subió enfurecido a su Chevroletrojo y supo que no había vuelta atrás. Ese día sería especial. Manejó por el centro de Montevideo y tocó bocina como si fuera la música que le faltaba en sus oídos. Una vez frente a la casa de su abuela tocó el timbre cerca de siete u ocho veces. En aquel rato que pudo disfrutar de las veredas maltrechas de Tristán Narvaja y Uruguay, vio una cantidad descomunal de palomas. Una simpática reunión de palomas. Como si se hablaran entre ellas en un código palomense que él -obviamente- no entendía. Pensó que le faltaba alguna banda tipo Los Smiths(que su padre siempre tildaba de medio pelo pa’bajo).

Y allí salió la doña máxima, Mirthita. Emperifollada con sus mejores ropajes para ir por tercera vez en la semana a Cinemateca. Llevaba un collar de perlas que era de la madre muerta de su mejor amiga (muerta también), un conjunto azul marino de brocato y unos tacos que eran un peligro para la cadera, rota ya dos veces.

– Mijo, ta’ lleno de palomas, ¿no te parece? – Mencionó, con tono de quien no quiere la cosa – ¿Le harías el favor a tu abuela de sacarlas de acá?Que después me cagan todo el toldo y ya la cadera no me da para andar limpiando- Terminó y sonrió con aquella sonrisa que Mario bien conocía, esa que usaba su abuela siempre que le pedía cosas raras pero no tan raras, esas que andan en el límite de la normalidad.

Mario miró los tacones de su abuela, luego a las palomas, que a esa altura rondaban las veinte, y amagó a patearlas. – Listo, Mirtha, nos vamos – Dijo, mientras ya tenía casi un pie adentro del auto.

El trayecto fue corto, por suerte. Su abuela siempre hablaba de telenovelas y galanes. Y a él no le importaban los galanes y mucho menos las telenovelas.

Afuera de Cinemateca había relativamente poca gente. Unas cinco personas. Pero había, en comparación, una cantidad excesiva de palomas. Mario se dispuso a armarse un tabaco, y su abuela entró a sacar las entradas.

Mientras colocaba el tabaco en la hojilla, afinó el oído, escuchó a un par de personas al costado hablar de que su perra estaba en celo. A otros sobre un libro buenísimo y re barato sobre cómo preparar pan de masa madre… Y de pronto, muy, muy, muy bajito, escuchó algo de “hay que tomarlos desprevenidos”, “la programación tiene que ser nuestra”, “el pan duro tiene que venderse a granel”, pero no había mucha más gente. Debía estar escuchando voces… Prendió un tabaco muy feo y lo fumó todavía más preocupado; su abuela estaba luchando con la de la boletería, siempre pedía descuentos extraños sobre las cosas.

Vieron la película, y dejó a su abuela, quien no paraba de parlotear sobre lo maravillosa que había estado. Mario, mientras, quería juntarse con sus amigos. Era un jueves de noche, todos estaban en la casa de Pablo tomando chelas, probablemente jugando al Play Station 2. A sus amigos les gustaba hacer esas cosas. Se habían quedado un poco en los quince.

El martes el padre llamó a Mario, en medio de un partido de fútbol 5.

– Bo, Mario, decile a tu abuela que se deje de joder con ir al cine- Gritó Diego, desde el lateral de la cancha. El partido siguió sin Mario, que se duchó, tomó sus cosas, y se puso los auriculares. Salió sin más, su auto parecía cagado por un pterodáctilo. Quiso romperlo a patadas, rajarle la pintura roja a puñetazos, y que quedará desguazado. Odiaba a las palomas, profundamente.

Desde el club de barrio en Malvín, en el que sus amigos se juntaban a jugar, a la casa de su abuela, había un buen recorrido. Que solo sirvió para darse cuenta de que las palomas sobrevolaban cada vez más cerca su coche, incluso parecía que alguna se iba a pegar contra el parabrisas. Hasta se paraban, campantes, en la calle. Era una demencia, dominaban la ciudad. “La Paloma” debió empezar a llamarse así en circunstancias similares, pensó.

Esta vez en la casa de su abuela procuró no pararse abajo del plátano que había enfrente de la puerta, donde se podría presenciar un accidente similar al de su auto. Y es que tal cual, Mario tenía razón, el árbol estaba lleno de aquellas aves. Un par de canciones y diez timbrazos hicieron que su abuela saliera de su hogar.

Mirtha hoy se había esmerado más que de costumbre. Su maquillaje, quizás pesadillesco, denotaba esfuerzo. Los labios color carmín, la sombra celeste, con abundante máscara de pestañas, y un collar dorado y grueso eran rematados por un vestido de gasa celeste y un abrigo de piel marrón, que señalaba la llegada del otoño.

Marito, ¿cómo le va a usted?, estos palomones no se van más-. Mario pensó que eso fue lo más tierno que su abuela le había dicho en mucho tiempo, y que ella también notaba la extraña presencia de estas dichosas aves. Él sonrió, – Pase, señorita- Y le abrió la puerta del auto primero a ella.

El camino se hizo corto, Mario llevaba puestos sus auriculares ofreciéndole a su abuela pequeñas acotaciones sobre los temas que traía a colación.

Estacionó sobre Bartolomé Mitrey se bajaron, su abuela trotó apuradísima a sacar las entradas mientras él esperaba afuera, como siempre. Y allí fue cuando las vio. Había siete palomas, andando como en una brigada, adentro de Cinemateca. Armó su tabaco y lo prendió, Los Strokessonaban y Mario tenía más preguntas que respuestas sobre las palomas en ese momento. Su abuela hizo sus andanzas pero a él no le importó mucho, había un asunto sucediendo frente a sus narices, y él no estaba pudiendo saber qué era o cómo detenerlo.

La vuelta en auto fue silenciosa, ojalá no lo hubiera sido. Las palomas eran el único pensamiento de Mario. Y era de interpretarse que a su abuela no le había gustado mucho la película, o que también pensaba mucho en algo.

Esa misma noche, cuando Mario llegó a su casa, se dispuso a reunir información, como los detectives en las pizarras de corcho para encontrar al asesino serial, en este caso, probablemente una paloma. Tantas coincidencias juntas eran una imposibilidad, o él estaba quedando loco.

Buscando en Internet encontró que las palomas están en todos lados, y empezaron así desde el cretácico. Que pertenecen a la orden de aves columbiformes. Que una paloma nunca mató a un perro, o a una persona. Que pueden reconocer cuadros de Monety Picasso. Que pueden aprender ortografía. Y que son ligeramente más inteligentes que nosotros en algunas cosas. – Claro que lo son-, se dijo para sí mismo Mario. Apagó la computadora y se fue a dormir.

Ese Jueves ya de por sí olía raro.

Lilián, la vecina de la familia, se dedicó toda la tarde, de forma incansable, a limpiar la vereda con un producto con aroma a pino fresco. Le mencionó algo a su madre de que había muchas palomas cerca, que iba a tener que llamar a control antiplagas. Mario charlando con su madre se enteró de esto, y le dijo que a las siete de hoy tenía que “arrimar” a su abuela a Cinemateca, y por arrimar se refería a llevarla, acompañarla, y aguantar la perorata sobre Hitchcock en su auto con olor a porro.

El tiempo pasó lento, como suele pasar cuando esperas algo ansiosamente. Y es que Mario quería saber qué planes tenían las palomas para hoy. Salió como alma que lleva el diablo de su casa, a las cinco y media. Se estacionó lejos de cualquier árbol, de cualquier animal, pero rezó por encontrarse con un gato que lo protegiera…

Y tocó el timbre de su abuela, ni siquiera poniéndose los auriculares, quería escuchar todo lo que pasaba, anhelaba saber que efectivamente no estaba loco. Tocó y tocó, tocó y tocó, tocó y tocó. Su abuela salió, parecía la mismísima Debbie Reynolds en una première, ¿acaso se necesitan más detalles?

Ambos se subieron sin dirigirse ni una palabra al auto.

Mario, algún día vas a poner música que me guste en este auto sucio tuyo-, ella se quejó. – Aparte de que tiene olor a flores medicinales y está lleno de caca. Después te doy unos pesos para que le pongas nafta y lo mandes al lavadero-. Su abuela estaba especialmente habladora. Es cierto que su auto no estaba en las mejores condiciones, pero tampoco era motivo para tanta queja. Cuando Mirtha llegara a sus ochenta y uno, le regalaría un libro de quejas-y-otros-apuntes.

Estacionó sin problemas el auto por Reconquista. Su abuela bajó trotando a sacar los boletos, y él la siguió de atrás. No ver palomas en ningún lugar en todo el trayecto le había preocupado en exceso. Entraron, por primera vez en años, juntos a sacar los boletos, es decir, desde que el cine estaba en Pocitos.

Y fue en ese momento, en que la máquina estaba imprimiendo los tickets blancos de frágil papel, que pasó.

Una jauría de cien, doscientas, quinientas, incontables, y salvajes palomas entraron. Volando, haciendo ruido, destrozando todo a su paso, despeinando a las mujeres, posándose en las calvas de los tipos, rompiendo gorros de lana. Las alas de las aves ocupaban todo el lugar extendidas, y una vez que se pararon en el suelo, desgarbadas como son, tomaron un mini-megáfono y dijeron, en voz que aparentaba alta: “Esto es un asalto, planificado y cuidadoso, no hay posibilidad de que salga mal. Los llevamos espiando hace años, sabemos cada uno de sus secretos. Quizás no seamos muy listas pero somos muchas, así que… ¡A portarse bien!”

Mientras la gente cubría sus cabezas intentando resguardarse de la avalancha de plumas, Mirtha reía, como nunca antes. Mario suspiró, y una paloma clavó un tenebroso ojo en él.

Efectivamente un poco loco estaba, todos lo estamos.