“Haber tenido lugar es tener un lugar.”
Gerard Wajczman
Abril tenía el pelo color fuego y la mirada de alguien que vivió sus diecisiete años cuando tenía trece. Naturalmente, supe que no tenía ninguna chance de salir ilesa cuando la profesora llamó nuestros apellidos juntos y ella asintió como si la presentación de historia fuera ahora una misión secreta para las dos.
Nunca entendí el cine, pero Abril nombraba a tipos franceses y polacos como quien nombra viejos amigos, así que cuando propuso hablar de Cinemateca para un oral sobre los años setenta en el país, me pareció lo más lógico que había escuchado en la vida. O al menos, eso le dije mientras escribía disimuladamente las películas que nombraba en la cuadernola para buscarlas más tarde.
Nos encontramos esa misma noche en 18 de Julio. Abril ya no llevaba el uniforme y tenía un broche con flores en el pelo, por lo tanto me perdí la mitad de la explicación sobre las figuras en el mural de la fachada. De todas formas, escuché suficiente para llegar a casa directo a encerrarme a mirar La Ciénaga, y a preguntarle a mi abuela si alguna vez había escuchado de un tal Buñuel.
Lo recorrimos todo a pie: comenzamos la mañana siguiente en Pocitos, donde terminé de alguna forma pagando para asociarme a un videoclub en el año 2017. Abril, por supuesto, ya era socia y juraba que valía la pena. Yo, por supuesto, le creí. Caminamos hasta Carnelli y Soriano sin decir nada, compartiendo el último cigarro. Pasamos por Ciudad Vieja y nos despedimos en el centro después de dejar pasar tres ómnibus.
En las tardes, el uniforme nos protegía: no éramos más que dos compañeras de azul caminando por el pasillo con las manos un poco más cerca de lo normal. Las noches, eso sí, eran nuestras. La segunda, llegué con demasiado lápiz de labios y piernas temblorosas a la puerta de Cinemateca. Abril me esperaba en la escalera sosteniendo su libreta y cámara al pecho como un escudo, el único detalle recordándome que estábamos en una misión. Yo había olvidado el mío, así que le propuse sentarnos allí mientras la película comenzaba y las puertas se vaciaban. Increíblemente, se cruzó de piernas riendo y bajó sus armas.
El ritual duró un año entero. Nunca vimos una película. Ni siquiera vimos el lugar desde adentro. Había un acuerdo tácito entre las dos, un peligro demasiado grande en encontrarnos a oscuras compartiendo espacio en su refugio. Caminar en la línea borrosa entre adentro y afuera se convirtió en nuestra especialidad. Jamás volví a sentirme tan real ni tan irreal como en ese instante en el que las conversaciones se apagaban y la gente lentamente se retiraba para dejarnos en un silencio que transformaba el barrio.
El cine se mudó al mismo tiempo que Abril, porque el mundo a veces tiene un sentido del humor muy peculiar. Si no fuese por el buen promedio en Historia y las mil cartas que nunca me animé a escribir, apostaría que la imaginé. Mentiría si dijera que no me volví a parar en la puerta de Cinemateca con respeto reverencial, siempre en la línea que imaginamos juntas pero nunca con el valor suficiente para cruzarla. Después de todo, una no puede simplemente invitarse a la casa de otra.
Muchos meses después, un viernes de verano como cualquier otro, me armé de valor. Usé todos los labiales rojos y llevé todas las libretas que tenía, pero no había armadura suficiente en el mundo para evitar el temblor al pararme frente a las puertas de vidrio. Dí un paso adelante y crucé la línea. Luego retrocedí. Y repetí la secuencia diez veces más hasta convencerme de que no estaba haciendo nada tan importante. Al fin, una señora se percató de mi indecisión y empujó la puerta con una sonrisa cómplice. Lo tomé como un permiso divino y entré. Lo primero que confirmé fue algo que ya sospechaba: que unas cuadras y un edificio nuevo no habían cambiado lo esencial; me había animado a entrar a la casa de Abril. Lo segundo que noté fue una sonrisa tranquila y pelo color fuego mirándome desde la fila, como diciendo al fin.