Fue una noche de invierno a principio de los noventa, caminábamos por Libertador hacia la Plaza del Entrevero y él intentaba explicarse, no logramos aclarar el malentendido y llegando a Dieciocho decidí seguir sola. En ese instante comenzó a llover, pensé cobijarme en un bar pero no tenía plata, busqué y rebusqué en los bolsillos de la campera, entre la boletera de estudiante y la caja de cigarros estaba mi tarjeta de Cinemateca. Estoy salvada -me dije- y apuré el paso, la Linterna Mágica estaba a pocas cuadras y el cobijo de su sala aparecía como un horizonte cercano, cada vez llovía más.
Llegué finalmente al cine, presenté la tarjeta y entré sin preguntar qué película daban, había pocas personas dispersas por la sala.
Me instalé en el fondo y sentí que alguien me observaba, al levantar la vista, butaca por medio descubrí a Cora Martínez, su sonrisa inmensa iluminada por la luz de la pantalla se cruzó con la mía. Ella también estaba sola. Daban una película polaca y se me había pasado el frío.
A la salida me invitó a pasar por su casa, ya no llovía.
Cora es de la edad de mis padres, o tal vez de la de mi abuela aunque parece no tener edad. Tomamos café y me prestó un buzo seco, recuerdo con claridad esa noche en que su casa y Cinemateca fueron refugio.