Salíamos de la Sala, descendiendo la escalera, nuestro hijo, mi mujer y yo. Acabábamos de ver 25 watts.
Fue un breve momento, allá lejos y hace tiempo. El silencio aprobatorio, – porque los/nos conocía – ese que uno comparte cuando se queda barruntando la impresión frente a un evento determinado-, nos acompañaba. Regresamos caminando hacia nuestro domicilio.
Mi hijo adolescente “qué buena” afirmó. Nosotros aprobamos sus dichos. Y compartimos la impresión.
Nos había conmovido cómo con una anécdota simple pero llena de realismo “uruguayo” se podía realizar lo que nos pareció una obra de arte. El grupo de jóvenes eran de los nuestros, en épocas en que la inmediatez no estaba a la orden del día y la calma, la abulia, unía a los jóvenes en sus cotidianidades.
Por otra parte, había un mensaje de paz, de tranquilidad, de bonhomía de nuestra juventud que excedía los ámbitos de la película, casi llamando a mantener dichas costumbres, cosa luego difícil.
Nuestro hijo nos invitó a sentarnos en un boliche de pasada, cosa que hicimos. Repasamos los detalles, las situaciones risibles de la cinta, los gestos, los personajes de un barrio cualquiera, de nuestro barrio.
Permanecimos un largo rato.
Regresamos con la satisfacción de haber participado de un evento plenamente entrañable y resonante en su modestia.
El cine, Cinemateca, nos había permitido conjuntarnos breve e intensamente, y fue en ese momento, no sé bien por qué, que percibí que mi hijo crecía, que no era el niño de ayer.
Ese episodio edificante, breve e intenso, – aunque no lo dije-, quedó para siempre en mi recuerdo, como encuentro, intimidad, intensos e inolvidables hasta ahora. Dos por tres, aún hoy, lo recordamos, todos.
Solo eso.