Nuestros años veinte, allá por los noventa, eran tiempos de maratón de festival. Programa en mano y a armar el cronograma para optimizar los tiempos y no dejar ningún título sin ver. La apaisada revista en papel de diario quedaba bien escurrida.
Pelos al viento, recorríamos el circuito de salas coleccionando momentos de buen cine sin olor a pop. A veces se nos solapaban las películas o llegábamos a la cola que daba vuelta a la esquina y ya sabíamos que no podríamos entrar.
Ese día, de viento tibio de abril, la cola en la Linterna llegaba a la esquina, doblaba y avanzaba media cuadra más, pero eran tantas las ganas de ver Fresa y Chocolate, porque además, estaba el mismísimo Vladimir Cruz por la vuelta, que ideamos una estratagema para poder ingresar.
Fue así que una a una, por debajo de la escalera, fuimos entrando al baño y allí nos atrincheramos, esperando que abrieran la sala, para poder, como al descuido, amontonarnos con la muchedumbre.
La emoción, expresada en risas nerviosas, nos jugó una mala pasada. Y, seguramente, la señora que salía de uno de los cubículos mirando de reojo y arreglándose el chal, alertó al boletero, quien nos invitó educadamente a abandonar el recinto. Y así nos marchamos, con la frente marchita, bajo la mirada de la densa cola de espectadores y la de Vladimir.