La sala de Cinemateca Pocitos estaba casi colmada. Resultaba extraña la alta concurrencia de público esa noche fría de principios de junio. Un invierno precoz asomaba su inclemente rostro, como queriendo ser invitado a esta última función del día miércoles. La calefacción encendida lograba que la gente se sintiera más a gusto. Muchas personas habían colocado sus abrigos en las butacas contiguas. Algunas de ellas, permanecían levantadas como si estuvieran reservadas para un familiar o un amigo. El cuchicheo inicial de la sala aumentaba con el transcurrir de los minutos. Pronto se transformó en un runrún que recorría todos los rincones del recinto.
Solo quedaban vacías las dos primeras filas, como si la distancia entre ellas y la pantalla fuera el espacio donde se iniciaría ese futuro juego entre espectadores y personajes. Una vez apagadas las luces, esa línea divisoria se trasladaría hasta el fondo de la sala, permitiendo que la puerta giratoria en que la pantalla se convierte al iluminarse, proyecte con su vaivén, los puentes necesarios para conjuntar ficción con realidad y viceversa.
El film a exhibirse constituía un clásico del cine policial norteamericano de los años cincuenta. Se trataba de “La ventana Indiscreta” de Alfred Hitchcock. Nunca me despojaré de aquel niño que coleccionaba figuritas de cine en sus ratos de ocio. Recuerdo que una de ellas representaba al personaje central de este film, cuyo rostro aparecía semioculto tras unos prismáticos. Siempre me preguntaba qué quería mirar ese señor con aquel objeto tan peculiar de otros ojos más grandes que los suyos. Mi sueño era tener un par similar para descubrir la magia secreta que guardaban. Pegada en el álbum, junto a otras de la misma temática, todas las estampitas conformaban un atractivo muestrario del cine policial de esa época. La curiosidad infantil hizo que esa imagen perdurara en el tiempo y propiciara la visión de la película cuando la cinefilia se apropió de mi juventud.
Ahora en la madurez, en esta segunda visión del film, era otra la finalidad que perseguía. Debía encontrar nuevas ideas que fueran útiles para escribir un ensayo sobre las cuestiones filosóficas encubiertas en el cine de Hitchcock. Es decir, descubrir ese algo extraño que convive con la aparente sencillez de sus realizaciones. Había leído mucha bibliografía sobre el tema. Estaba exhausto. El tedio me había invadido. Debía escapar de él. Era necesario buscar otra clase de motivación. Sentía apetito por lo nuevo. Un hambre diferente me incitaba a cambiar de rumbo. Sin embargo, resultaba difícil levantar la persiana cuando está trabada, y más aún abrir la ventana correspondiente, para dejar filtrar por lo menos un haz de luz que iluminara mi intelecto escayolado.
Munido de una pequeña linterna y de un bloc de notas, el bolígrafo estaba pronto para entrar en acción cuando las luces se apagaran El estar allí, sentado en la butaca central de la última fila de la planta baja, esperando ver la película, acaso fuera la solución.
.Mucha gente rechazaba esta ubicación por la lejanía de la pantalla. A mí, no me importaba en lo más mínimo. A veces, la soledad tiende su mano amiga a la creatividad.
Desde el asiento de cuerina rojiza, algo desgastada, comencé a pergeñar ese nuevo sentimiento, al principio tenue, luego más intenso. Apoyado con firmeza en los posabrazos de color negro y reclinada mi espalda en el respaldo de la butaca, experimenté la sensación de encontrarme dentro de mi propia habitación, desde la cual podía asomarme a la ventana y observar el auditorio del cual formaba parte.
Las luces demoraban en apagarse. Mi mirada vagabundeó por todo el recinto, buscando un sabor diferente en todo lo visible. Esto me posibilitó observar a algunas personas que habían asistido a la exhibición.
Me llamó la atención una mujer madura que a cada rato miraba hacia atrás como si estuviera esperando a alguien. Conservaba el celular pegado a su oreja. En su rostro, un signo de preocupación. Los ojos denotaban tristeza. En una oportunidad, se paró. Volvió a mirar hacia atrás y fue ahí que nuestros ojos se encontraron. Momento fugaz que resultó incómodo. Bajé la vista, y al alzarla, aprecié que su cuerpo estaba hundido en la butaca. Como abatida. Algo le había sucedido. Ese alguien no había aparecido. Supuse que la conversación mantenida en el celular era la responsable de esa tristeza ¿Un nuevo corazón solitario como el mío? Si fuera así, la entendía perfectamente.
Por el contrario, la joven que se había sentado varias filas delante expresaba alegría. Se había despojado de su abrigo y mostraba con orgullo el cuerpo bien delineado. Recordaba haberla visto a la entrada del cine. Se movía con mucho brío al bajar los escalones desde la calle Chucarro. Pasos bien medidos hacia adelante, pausados, manejando con soltura el peso del cuerpo. Parecía una bailarina.
En otra fila, una señora entrada en años aparentaba discutir con el que supongo era su esposo. Aferrada a su bastón parecía increparlo. Este hacía como que la escuchaba, pero sus ojos los mantenía fijos en un punto de la pantalla. ¿Qué estaría pensando? Algunos retazos de palabras llegaron a mis oídos. Algo referido a los viajes que realizaba el hombre.
Ladeé la cabeza, y mis ojos se concentraron en una pareja joven que se abrazaba y besaba. Me reconfortó la escena repleta de auténtica pasión sin necesidad de cortinas que la ocultasen.
De improviso, las luces se apagaron. El tiempo que emplearon las voces para rendirse ante el silencio fue más largo de lo previsto. Creí sentir algún chistido. Los colores que matizaban la sala se esfumaron de inmediato. Lo mismo que la visión de los espectadores que tenía adelante. Ahora sus cuerpos se habían trasformado en sombras escasamente delineadas sobre un fondo luminoso.
Acodado sobre el alféizar de la ventana, mi ojo hambriento se introdujo en la película como si fuera la cámara. Esta se movió desde dentro de la habitación del protagonista hacia afuera, a través de la ventana. Luego volvió a entrar en su apartamento. Estos movimientos de cámara fueron acompañados durante toda la función por centenares de ojos que salían de diferentes habitaciones. Recordé el emblema de Cinemateca colocado en la fachada del edificio, con ese gran ojo en posición ecuatorial, dentro del círculo pintado de rojo que representa el mundo..
Al encenderse las luces nuevamente, me percaté que lai libreta de apuntes rebosaba de anotaciones. Había empezado a salir de la crisálida. Metamorfosis que se completaría viendo en su totalidad el ciclo dedicado al Maestro del Suspenso.