Miro el reloj y compruebo que faltan quince minutos para el inicio de la función más extraña de todas. Más allá de algunas caras nuevas, conozco a la mayor parte de los asistentes, incluidos los dos o tres periodistas incondicionales de siempre y algún otro que cubre el evento con algo de indiferencia. Los nervios hacen que muchos fumen como chimeneas y que todos nuestros tics entren en escena convirtiéndonos en una parodia de nosotros mismos: Lorenzo se toca los lentes una y otra vez, Parodi sube y baja los hombros, Leticia se come las uñas, o hasta altura los dedos, y yo no dejo de pestañear como si quisiera transmitir un mensaje cifrado en código morse.
Me alejo unos metros para tener un plano general de la escena y encuadro la pequeña multitud con mis manos. La mayor parte de los asistentes están de cara larga y muchos miran la nada meditabundos. En ese momento Leonardo, que parece vestido y peinado como si quisiera parecerse a Marlon Brandon en su mejor época, se pone a saludar a los presentes con gesto serio y luego habla con los periodistas. Sandra se emociona y varias personas se acercan a consolarla y abrazarla como si quisieran darle su pésame. Si juzgo lo que veo, esta escena se parece más a lo que se puede encontrar en la vereda de Martinelli que a la de Cinemateca.
Cuando faltan diez minutos entramos al hall en silencio. El olor de la sala nos dice que estamos en casa, o, mejor dicho, en una versión superior de nuestra casa, en la que la realidad de cada uno se da un baño de humildad y cede su lugar a otras realidades que, tarde o temprano, se fundirán con la nuestra. El hall está alumbrado con velas y me gusta que la sala tenga esa mezcla de lugar solemne y sacrílego a la vez.
Lentamente los espectadores pasamos por la boletería como extras interpretando su papel, la mayoría mostramos nuestro carné, pero hay unos cuantos asistentes que pagan su entrada como una contribución extra. En la sala nos alumbran las luces de emergencia y la linterna de Luciana, actuando de acomodadora improvisada, que se divierte en su rol protagónico sin antecedentes y me hace acordar a la versión femenina del cuento de Felisberto Hernández.
Somos unos cuantos los que tenemos butacas predilectas y las respetamos no por cábala, en ese caso no estaría dando resultado, sino simplemente como el punto óptimo para ejercer nuestro rol de espectador. Me estiro como suricata y veo a Parodi en la otra punta levantando el brazo, Leticia reivindicando su derecho a comer pop en cualquiera sala y película, y Leonardo caminando nervioso de un lugar a otro, esperando el momento mágico de que comience esa especie de avant première de su ópera prima.
Unos segundos después, se escucha distorsionado en el megáfono el anuncio de que la función está por comenzar, junto a las clásicas disposiciones municipales que escuchamos religiosamente y que, sin embargo, no puedo repetir de memoria. Como los perros de Pavlov, cada célula de mi cuerpo se predispone a mirar la pantalla y acceder al mundo que tiene para ofrecernos, aunque tenga claro que la de hoy es una función más que particular.
Luciana se para frente a la pantalla y despliega una pancarta que dice “Producción Cinemateca presenta: Una hora de cine sin cine. Director: Leonardo Fernández” iluminada por dos personas sosteniendo sus linternas desde primera fila. Luego desaparece y quedamos mirando la pantalla apagada de forma absurda, algunos con una sonrisa dibujada en el rostro, otros buscando la complicidad de los que están alrededor, pero todos creando un majestuoso silencio compartido.
En el tiempo que dura la “película” cada uno ve lo que quiere ver en la pantalla inerte. Algunos quizás piensen en películas de antaño, otros en próximos estrenos y otros quizás mediten como ascetas cinematográficos. Yo por mi parte, repaso los momentos vividos con muchos de los presentes, con recuerdos que tienen que ver con el cine, pero sobre todo con las personas detrás de todo esto.
Primero tengo presente a Parodi, y proyecto en la pantalla apagada aquellas escenas de tragicomedia en que su ex venía a los estrenos con el único objetivo de amenazarlo con contarle el final de la película. También veo en la pantalla nuestras idas con Leticia al Trocadero para hablar “casualmente” de la programación de turno y tratar de convencer a la gente de que viniera a la Sala como si fuéramos dos Testigos de Jehová.
Veo a la distancia a Lorenzo y recuerdo las reseñas que nos daba para leer con su aspiración de convertirse en crítico de cine. Mientras veo fragmentos de aquellas películas, recuerdo algunas frases inolvidables que ahora son muletillas para descostillarnos de la risa en cualquier conversación. “¿Acaso toda película merece ser filmada?”, “Un partido entre Basáñez y Salus tiene más trama que esta película. Más allá de eso, hermosa fotografía” o “Una obra maestra que debería proyectarse en la Plaza Independencia y todos los cuarteles del país”. Al recordarlo me sonrío solo y me tiento a lanzar una carcajada, por lo que tengo que obligarme a pasar a otro recuerdo.
A lo lejos veo a Martínez, con su gabardina todo terreno y su memoria de elefante. Lo proyecto participando en aquel programa de preguntas y respuestas en la televisión, en la que ganó respondiendo mil preguntas sobre cine. Si hay una catástrofe mundial, él viejo podría conservar el parlamento de las grandes películas en su cabeza. Pensar que vino a Cinemateca porque una novia le había confeccionado un “plan de acción” (así le decía ella) para hacerlo más empático y consciente con la sociedad, no sé si lo logró, pero seguro que el tipo encontró un amor que le pone menos condiciones.
El tiempo pasa a una velocidad distinta a la que estamos acostumbrados en la sala y siento que todo es antinatural, como si estuviéramos esperando un amanecer que se ha traspapelado en el universo. Trato de ver la cara de los presentes, y salvo algún espectador que tiene los ojos cerrados, la mayoría miran absortos la pantalla apagada, dándome la extraña sensación de que todos son capaces de proyectar algo.
Cuando la espera se me hace interminable, Luciana se levanta y muestra una pancarta frente a la pantalla que dice “Fin”. Leonardo, el ideólogo de todo esto, se levanta emocionado y se para en silencio desde la primera fila para ver nuestras caras apenas perceptibles en la penumbra.
Para nuestro aspirante a director de cine, el destino quiso que su ópera prima haya sido esta “película” imposible, muda y sin imagen. El director” se para frente a la pantalla, y junto a Lorenzo, extiende otra pancarta que dice “¿Se imaginan lo que podríamos haber visto hoy? Cinemateca merece vivir y para eso precisa apoyo” iluminada por varias linternas en primera fila. Todos los presentes aplaudimos maravillados.
A continuación, cada uno de los asistentes pasa al frente, toma el megáfono y dice unas pocas palabras. “Cinemateca es resistencia”. “Cinemateca es libertad”, “Cinemateca es vida”. Yo me imagino cada una de las consignas y me río porque algunas podrían ser banderas para un cuadro de fútbol, quizás de esa forma podríamos hacernos más populares. Yo soy uno de los últimos en hablar y digo un tímido, pero sincero “Cinemateca es mi aeropuerto” volviendo rápido a mi asiento.
Es una injusticia tener que hablar, el mejor homenaje sería poder usar el lenguaje por excelencia de esta sala y poder proyectar en la pantalla un “corto” de lo que pasa en nuestra cabeza cada vez que pensamos en Cinemateca. Ahí vendrían las anécdotas y los recuerdos contados a la perfección por nuestro director consciente o subconsciente.
Luego es el turno de Leonardo, que de forma solemne dice un discurso más elaborado. “Para mí Cinemateca es un acto de humildad y generosidad, no solo con los creadores, y en esa categoría pongo a todos los que participan en la elaboración y difusión de una película, sino también con todos lo que, por uno u otro motivo, no pudieron crear”. Todos volvemos a aplaudir emocionados.
El último en hablar es Parodi, que se levanta adusto, toma el megáfono y da su discurso pragmático que contrasta con el de Leonardo. “Cinemateca somos todos los que estamos acá, los que fueron y los que vamos a ser. Por favor tengan cuidado al salir y espero que les haya gustado la película. Si alguno quiere ser socio me encuentra en el hall y por favor…no traten de ir al baño…sin luz sería un desastre que nadie va a querer limpiar…” ante el aplauso y las risas de los presentes.
Prendo la tele y miro cada segundo del informativo como si estuviera viendo una de Fellini, aunque en realidad estoy contaminando cada célula de mi sistema nervioso y mi inconsciente con las intenciones ocultas y omisiones de turno. Por fin veo una nota de dos minutos sobre nuestra disparatada función, donde no queda clara nuestras reivindicaciones y solo aparece la imagen de Leonardo sin voz, porque los conductores dan su opinión sobre una supuesta “crisis del sector” que afecta a todo el mundo.
Parodi me llama por teléfono preocupado, mejor debería decir ocupado como siempre, y me confirma que en los diarios tuvimos poca o nula repercusión. “Hay que seguir adelante, no queda otra opción. Pero para eso primero hay que pagar la luz… ¿Cuánto podés poner?” me dice haciendo números como todos los meses. Al terminar la conversación apago la televisión y me quedo mirando mi reflejo deformado en la pantalla con impotencia, pensando en lo distinta que se veía aquella otra pantalla, la de nuestra sala casi mágica, capaz de sugerir un mundo de infinitas posibilidades.