Se refugió en la cinemateca de ciudad vieja, intentando bloquear la idea de volarse la cabeza con la nueve milímetros que tenía guardada en una caja de zapatos Nike, debajo de su cama. Se hundió en los asientos, esperando para ver una de Rohmer, parte de un ciclo que conmemoraba algo que no advirtió. Admiraba el silencio previo al comienzo de la función. La respiración de un viejo, el brillo de un celular lejano que actuaba como farol inquietante, rompiendo la oscuridad. Se concentró en las personas, en sus reacciones. Miraba las manos de los que estaban en la fila de adelante, a través de las rendijas que separaban un asiento del otro. Manos surcadas, cargando con arrugas. Otras jóvenes, con anillos en los dedos.
Salió de la sala abotargado, indeciso. Se dejó llevar, intentando confundir a sus ideas. Necesitaba el aire que ofrecía la rambla, por lo que fumó un cigarrillo afuera del recinto, cerca de la gente que se encontraba sentada en las mesas, tomando café, para molestarlos con el humo, para que sucediera algo.
Caminó por la calle Andes sin rumbo, hasta llegar a 18. Volvió y tomó una cerveza en La Ronda, compró dos discos de Tindersticks en una disquería del centro, Logró respirar de forma habitual, recordó caras del pasado que lo atormentaban especialmente ese día.
Había llegado a Montevideo a la mañana. Pasó los últimos dos días en el departamento de San José, en el funeral de su hermano. La muerte estaba allí, rozándole la piel, susurrándole un canto claro para que él lo entendiese. Sobre la calle Florida tomó un taxi para dirigirse a ningún lado. Tenía frío. La cara arrugada del conductor lo calmaba. Pidió amablemente a este señor si le permitía fumar dentro de su auto. Le otorgó el permiso y le alcanzó un encendedor por una abertura en la mampara, que se usa para pasar dinero. Vio por la ventana los edificios aplastados contra la acera, la gente caminando, miradas fijas, estrellas inertes, suciedad. Comenzó a experimentar flashes, de la película que había visto. Escenas ajenas, sueltas. Recordó la calidez, el ambiente en la sala, y se largó a llorar.
Guió al taxista, con la voz entre cortada, a una calle contramano y luego huyó sin pagar. Corrió por 18 de julio rumbo a tres cruces. Frenó en el obelisco, y tras percatarse de que había perdido de vista al señor de cara arrugada, encendió otro cigarrillo con el mechero que le había robado. Miró hacia bulevar artigas y se quedó estático por unos minutos.
Disfruta las mañanas solitarias y nauseabundas, tibias y cerradas. Cuando puede leer sus libros preferidos de poesía, desnudo, como lo trajeron al mundo. Enciende un cigarro tras otro, lee a Vallejo, lo intercala con algún poema suelto de Delmira Agustini, se enoja con Quevedo y llora con Inverso.
Camina por el bulevar y llega a su casa a la altura de Charrúa. Busca las llaves en su bolsillo, cruza la puerta, toma el ascensor a pesar de vivir en el primer piso. En su hogar se encuentra con su perro de nombre «Luis» y lo saluda desinteresadamente. Se quita los zapatos negros, deja su abrigo sobre una silla de madera, se sirve un vaso de Coca cola sin efervescencia. Camina con el vaso en la mano hacia su cuarto, busca debajo de su cama, y saca su caja de zapatos Nike. La observa, se queda callado. Una moto interrumpe su religioso silencio. Mira por la ventana y da otro trago al vaso de coca cola.