Desde mi adolescencia el festival de cinemateca era cita obligada. Sin embargo con el transcurrir del tiempo y el nacimiento de mi hijo, cumplir con él a rajatabla se me hacía cada vez más complicado. El año de esta historia resultó ser especialmente intrincado para el desarrollo del acontecimiento. Los espectadores, programa en mano, llegaban al cine e, indefectiblemente, por los parlantes se anunciaba una disculpa por un retraso en la llegada del material, un cambio de escenario o algún impedimento técnico para la exhibición del film. Los acólitos consultaban rápidamente el programa y, resignados, se encaminaban hacia otra sala con la ilusión de que allí sí podrían ver el título anunciado.
Algunos días después del inicio del festival y con varias cancelaciones en la espalda, decidí darle una última oportunidad a la celebración de ese año y, niñera mediante, convencí a mi esposa, Gabriela, para que me acompañara a ver una película de denuncia sobre el accionar de una ONG en África.
Llegamos a la Sala 18 media hora antes e hicimos la cola ritual deseando encontrar algún conocido con quien amenizar la espera. Virginia, colega de la Facultad, no faltó a la cita y decidimos ver la película juntos. La media hora por algún motivo ignorado se transformó en una hora larga. Pero con espíritu cinematequero, los tres decidimos resistir incólumes. Con bastante retraso respecto al programa accedimos a la sala y nos ubicamos en las butacas que consideramos adecuadas para mejor apreciar la película.
En ese momento un hombre con fuerte acento extranjero proclamó que todos los presentes parecíamos italianos del siglo XIX. Una señora, al mismo tiempo, protestaba en voz alta por el exceso de excrementos caninos en la ciudad y entonaba una suerte de cántico con un estribillo que repetía “caca caca ca…” A todo esto, un joven obeso que parecía ebrio vociferaba imitando algo parecido al ruso. Una muchacha lo secundaba con una danza silenciosa. No pasó mucho tiempo para que el público discutiera acaloradamente con el semblantista, coincidiera con la señora de los excrementos y aplaudiera la performance de la muda bailarina. La cosa fue increscendo: se intercambiaron insultos al grito de “racista!!!” mientras la cuidadora de la higiene pública nos ofrecía su canción completa: “Piso caca acá, la llevo para allá, la dejo acuyá y allá, allá y allá, caca, caca, caca, cá….” La bailarina pareció aprovechar el cántico para acompasar el ritmo de sus movimientos y el gordo ruso lo festejó con sonoras palabras sinsentido. A causa del enorme barullo un funcionario asomó su rostro atónito por las escaleras y su cara fue tal que mis acompañantes y yo soltamos la carcajada.
Entonces se apagaron las luces y empezó la función.