La sala está llena y cada plano dura más de lo impensado, pienso. Y en cada plano pienso, porque tengo tiempo pienso: tiempos muertos de la acción. ¿Acaso existe el tiempo muerto de la acción? Si el cine es realidad filmada, entonces el tiempo es tiempo y nada más, pienso, y tal vez me equivoque, pero es lo que pienso. Al final de cuentas la vida es eso, un aguardar en la sala de espera, un subir y bajar escaleras, un sentarse en el asiento del ómnibus a esperar llegar a destino y bajar. Un mirar la pantalla. Una secuencia en la que parece que no pasa nada, y sin embargo pasan muchas cosas.
Fila F, asiento 15: veo a una mujer mover su rodilla a dos butacas de distancia. De seguro da golpecitos con su pie contra el piso, como hace la gente cuando está ansiosa, como ella ahora, mientras piensa y espera que pase algo. Vuelvo la vista a la pantalla y Tilda Swinton sigue ahí, en el mismo lugar, en la misma posición y mirando al sudeste o adonde sea. Estoy seguro de que en alguna butaca hay alguien que se muere de ganas de agarrar su celular y ver si le llegó la respuesta que espera, pero se aguanta, estamos en Cinemateca y no hay ni pop ni gaseosas.
Cada vez menos, pero todavía pienso. Cada vez hay más pantalla y menos afuera, es decir, más dentro de mí y menos afuera. Y entonces pienso, o a estas alturas paso del “pienso” al “siento”; sí, eso: siento. Siento que el director nos está llevando a su terreno. Y vamos bajando. Su silencio exhibe la sinfonía de lo cotidiano: la respiración de un electrodoméstico, los pasos de Tilda, el rumor del agua que se bifurca en cada piedrita de un cauce diminuto ─ruidito agudo, música minimalista de agua y piedra, la más antigua y relajante, lo más cercano al “oooommmm” del canto del universo y todas las cosas, y entonces, todavía pienso un poco y siento que este director es un militante, un profeta al que seguimos en todo este tiempo que dura cada plano, en un viaje que nos aleja de la vida cotidiana, del insomnio y del pensar, de la ciudad, y nos lleva de la mano de esta Tilda (una Tilda ausente, prodigiosamente ausente, con sus pantalones fundilludos y una camisa tan enorme como la oreja que deja ver un peinado a tono con su ausencia), que viene del mismo lugar que uno, y allá me dejo llevar, en un intento de vaciarme.
Empiezo a tener sueño. Pensaría, de hecho pensé, o pienso, que la película es lenta o los planos duran más que lo impensado, pero el problema es que llevo dos días sin dormir e igual me dormiría viendo la última de Cronenberg ─que dicho sea de paso vi un par de semanas atrás en esta misma sala oscura─. Y sigo vaciándome. El problema es que llegué atiborrado, lleno de una trayectoria que empezó con Robocop y Terminator, y caigo en cuenta de que Memoria es un manifiesto anti-entretenimiento no apto para ansiosos, y a la vez un tratamiento contra la ansiedad. Y me duermo, no sé, un minuto quizás. Y al despertar veo que no me perdí de nada, pienso, o creo, o creo pensar o sentir. Pienso: “qué viaje este director tailandés. Por más que me duerma puedo seguir la película; sin embargo no sé hacia dónde vamos”. Y mientras pienso esto, veo a Tilda bordear un cauce de agua diminuto, rodeada por el follaje verde selvático. Entonces me digo: “Claro, es el mismo director que el de Cementerio de esplendor”. No tengo cómo saberlo, sin embargo lo sé. El Maxi me lo había recomendado hace más de un año. Y cuando le dije que me había dormido viendo su película anterior, me contó que vio una entrevista en la que este tailandés de nombre impronunciable ─que en un futuro, cuando me ponga a escribir sobre esto, sabré que se llama Apichatpong Weerasethakul─ dijo que si la gente se duerme viendo su película está bien. Me dan ganas de golpearle el codo al Maxi y decirle que me di cuenta; pero claro, es él, soy yo, es la sala y esta película: todos los factores impiden que lo haga, pero el que más lo hace, es el hecho de que el Maxi no está al lado mío porque no vine con él, por más que ocupo una de las butacas que siempre reserva (a mitad de altura, contra el pasillo izquierdo).
El tiempo sigue pasando y es como si no pasara. Algunos le dirían “sucesión de tiempos muertos”, pero ya no lo sé; la proyección transcurre en presente. Tilda se encuentra con un tipo llamado Hernán que duerme en pantalla, tirado sobre el pasto, por más de diez minutos (tiempo real, tiempo contínuo, plano secuencia, tiempo vivo). Me pregunto cuántos podrían llegar a sentirse estafados por una película como esta; y cuántas personas hemos sido educadas por Hollywood, una industria que niega muchas verdades y que no entiende que “el cine es realidad escrita”, diría Passolini, a lo que yo agrego que la vida es una sucesión de finales abiertos (esto se me ocurrió viendo una de Ryûsuke Hamaguchi que no es Drive my car). No tengo cómo saber que estoy viendo la obra del tal Apichatpong Weerasethakul, pero ya no lo pienso, simplemente siento que lo sé. Y me digo que hay pocos realizadores que se animarían a hacer esto; y pienso que esto que estoy viendo es la vida, y que ya no sé qué es lo real, o lo que quisiera que fuera real, y que si me duermo estoy adentrándome en la película o la película está adentrándose en mí. A veces pienso, tenga o no tenga tiempo, pienso que la realidad se encuentra tanto adentro como afuera de la pantalla. Y ya no sé de qué lado estoy. Al mirar películas como Memoria, me da la sensación de que ahí adentro está el mundo. Y lo que vivo afuera de la sala es una película de monstruos, acción y tragicomedia absurda. Ahora me acuerdo de Holly Motors, de Léos Carax, y me doy cuenta de que siempre estoy actuando: en este momento interpreto a un cavilante cinéfilo que mira una película colombiano-tailandesa en Cinemateca, y que luego voy a hacer de escritor, y que ya vendrá algún actor o actriz que encarne al lector de todo esto. ¿Qué papel habrá interpretado el Maxi al recomendarme una película de este director? ¿Será que él es su acólito? ¿Acaso cruzó la pantalla y quiere que yo también lo haga? El personaje que voy a interpretar cuando me ponga a escribir va a creer que así es.
Tal vez las películas como Memoria formen parte de un comando de avanzada que busca hacernos trascender este lado de la pantalla, un faro que nos guía en la migración rumbo a lo desconocido, o más que desconocido, lo que se supone debería ser nuestra esencia, pero que, descarrilados por la industria del entretenimiento, desconocemos. Y algo me dice que no queremos que mucha gente se nos una. El primero en pensarlo debe ser el propio Apichatpong.
Ahora me acuerdo de otra película vista acá ─bueno, en realidad, en la vieja Cinemateca─: Sólo los amantes sobreviven. Debe ser una excusa para meter a Jarmusch en este asunto, pero en ella Adam, un vampiro y compositor exquisito de rock mortuorio y valvular, rehuye al éxito y a los zombies adictos al pop industrial. Ahora me doy cuenta: probablemente se me haya ocurrido traer esta película porque Eve, que es la amada de Adam que llega para salvarlo de la depresión que le provoca este mundo en ruinas materiales y espirituales, es ni más ni menos que Tilda Swinton, que interpreta un papel hermoso de vampiresa cultora de siglos y más siglos de sabiduría. Quizá sea la añoranza de ver a aquella Tilda y no a esta la que trajo a Solo los amantes sobreviven, quién sabe. Podría seguir hilando mis pensamientos con lo que pasó en Cinemateca, pero no tendría final, aunque sí fin.
Y en cuanto a Memoria, ¿qué me importa que aparezca esa nave espacial al final? ¿Qué le hace? ¿Por qué una piedra es una nave? ¿Por qué ahí, en la selva colombiana? No sé ni me importa, ya voy a tener tiempo para pensarlo, por más que tal pensamiento va a traer más dudas que certezas. Se me ocurre, al ver al público levantarse de sus butacas en un silencio de templo religioso, calmadamente y con semblante meditativo, que la migración es con uno mismo; hacia adentro. Esta película me hace sentir-pensar que mi interior se ordena un poco. El balance entre Alien+Robocop+Terminator y Memoria comienza a equilibrarse.