Homenaje a Felisberto Hernández
El día de mi primera película tuve sufrimientos extraños y algún conocimiento imprevisto de mí misma y de la ciudad donde vivía. Era domingo y me había levantado ya pasado el mediodía, contrario a mi costumbre, pues mi condición de estudiante y trabajadora me imponía unos horarios más rigurosos y ciertamente más matutinos.
Era un domingo nublado de abril y la ciudad se me hacía inusitadamente húmeda, luminosa pero poco nítida. Hacía poco más de un mes que me había mudado a la capital desde mi pueblo natal, más pequeño, verde y fresco que este laberinto de baldosas rotas donde ahora caminaba. Usualmente y de haber sido fiel a mis planes y expectativas, hubiese regresado a mi pueblo ese fin de semana para reencontrar a la familia y los lugares comunes. Pero esta nueva vida de estudiante solitaria y encastrada en unos engranajes que no llegaba a comprender me había llevado a inclinarme hacia otros placeres como el de ahorrarme el dinero de los pasajes, guardármelo en el bolsillo y salir a caminar por lo desconocido.
La cantidad de sueño que perdía de lunes a viernes jamás era recuperada los fines de semana, por lo que siempre, pero en particular los domingos, me encontraba en un estado de conciencia algo alterado, aletargada por la acumulación de cansancio pero siempre agitada ante las posibilidades que traía la ciudad. No sabía cuáles eran esas posibilidades, pero salir de mi pieza y caminar hasta perderme entre los edificios me hacía sentir la adrenalina de quien vive en el mundo por primera vez.
Esa tarde se me había dado por prestarle atención a la arquitectura montevideana, que aparentemente había formado parte de la ciudad desde siempre pero que yo, apurada y con miedo de lo que habitaba en la cercanía inmediata de las baldosas, nunca había visto. Me llamó la atención una caja enorme de cemento gris sobre la calle Lorenzo Carnelli. Era un cubo monstruoso, cuadriculado, con hileras de ventanas atravesadas por unas columnas finas y rectangulares. Yo no sabía nada de arquitectura, pero había escuchado alguna vez el adjetivo “brutalista”. Imaginé que seguramente se refería a lugares como ese. Continué mi camino de observación y me detuve ante otra caja de cemento, más rara pero menos brutal. Esta era pequeña y también parecía sostenerse sobre unas flacas y feas columnas rectangulares, pero en lugar de hileras de ventanas tenía en su fachada superior lo que parecía ser una rejilla o un alambrado, aunque de cemento también.
Nunca había visto un lugar así, me detuve ante él y al bajar la mirada noté una pequeña aglomeración de personas en la entrada. Era un extraño grupo de personas, imaginé un club de bochas, alguna especie de club social, algo anacrónico pero interesante. La mayoría eran viejos que fumaban, aunque también había un muchacho, que fumaba pero se mantenía alejado de los otros. Tenía un bigote y un peinado peculiares, como si lo hubiesen sacado de algún cuento de un siglo atrás. Una vez que terminó su cigarrillo parecía no saber qué hacer con las manos. Decidí acercarme. Apenas comencé a cruzar la calle para llegar a las escaleras de entrada al lugar, el muchacho, sin reparar en mí, entró mirando hacia abajo y sin hablar con nadie al edificio raro. Poseída por una adrenalínica curiosidad, lo seguí, mirando hacia abajo y sin hablar con nadie.
Manteniendo una distancia prudente para que no notara mi presencia, atravesé las mismas puertas que él hasta darme cuenta de que entrábamos en una sala de teatro o de cine. Había en el escenario un piano; era viejo, negro, y detrás de él una gran pantalla blanca. Por algunos agujeros entraban rayos de sol empolvados y en el techo el aire inflaba telas de araña. Sentí desconfianza de mí, pronto me di cuenta de que si aquello iba a ser un espectáculo yo no había pagado la entrada. Me vino un calor extraño al estómago y tuve el presentimiento de un peligro inmediato. Pensé que salir suponía arriesgarme a que la gente me viera y comprendiera mi transgresión. Busqué la butaca más escondida y me senté en la oscuridad a esperar que algo pasara o a que se me ocurriera una forma de escapar. Pasado el instante de desasosiego, caí en la cuenta de que nunca antes había ido al cine. Cerca de mi pueblo natal había una ciudad que alguna vez había tenido una sala de apertura intermitente pero por diversas razones, o por ninguna razón en particular, yo nunca había ido a una función.
Antes de poder convencerme a mí misma de quedarme y mirar la película sin pagar como acto de compensación por los años de vida en aquel pueblo tuve que dejar de pensar en la infancia y volver a mi estado de alerta: el muchacho del peinado raro había subido al escenario y parecía estar ensayando cómo caminar. Comprendí que era el pianista de la función, ¿sería un gran músico extranjero y por eso vestía como salido de los años 20? Imposible, por qué estaría un domingo en esta sala pequeña y montevideana ensayando cómo caminar. Sentí pudor, me pareció estar espiando un momento íntimo que nadie debía presenciar. Cerré los ojos pero enseguida los entreabrí, tenía que mantenerme alerta por si alguien me descubría. A través de la neblina de mis párpados apenas separados vi al muchacho salir del escenario y acercarse al piano varias veces con movimientos más naturales o más parsimoniosos, como si el acto de caminar también necesitara ser afinado.
Al cabo de un rato el muchacho abandonó finalmente el escenario y yo, que ya estaba demasiado comprometida con la transgresión, me quedé inmóvil en la penumbra hasta que se encendieron tenues luces y comenzó a entrar gente a la sala. A medida que las butacas se poblaban mi tensión se fue disipando, a nadie parecía importarle mi presencia. Como siempre, mi miedo había sido exagerado. Ya con la mitad de las butacas ocupadas, se apagaron las luces y todo quedó en silencio. Un silencio como el vacío que se siente antes del accidente que se ve venir. Comenzó a aparecer en la pantalla muda una sucesión de logos y letreros mientras el muchacho de peinado raro entraba al escenario, miraba fugazmente al público y se sentaba al piano. De todas las caminatas ensayadas, había elegido la más parsimoniosa. Apoyó las manos sobre las teclas sin emitir sonido y al momento en que la pantalla se iluminaba con un letrero enorme, toda la energía de su cuerpo comenzó a caer sobre el piano como olas que rompían a través de sus dedos y la extraña caja donde estábamos sentados se convertía en un nuevo estado de la materia, un estado mágico y fuera del tiempo. La música resonaba en las paredes de la sala y yo sentía el viento en la cara aunque no me estaba moviendo, el viento era la luz de la pantalla que me tocaba la cara y los ojos. Así supe el nombre de mi primera película, FRITZ LANG: METROPOLIS, cine mudo con piano en vivo, en Sala 2 de Cinemateca.