Ciudadela

Mariana Haim Vásquez

Ayer vi «Amarillo», veintiocho años después de la segunda y última vez que estuve ahí. Había sido el 12 de mayo de 1994, lo sé porque a raíz del documental, volvimos, con amigas, a revisar agendas de aquella época.

En la agenda del 94 encontré aquellos números de teléfono de seis dígitos, y confirmé que siguen de alguna forma en mi memoria. Encontré agendadas cosas como «llamar a fulanito». Encontré papeles, cartitas y cartas, dibujos, poemas y entradas a conciertos. Encontré citas a almorzar con personas que ya no están. Encontré un proyecto de viaje y también cosas que no estaban escritas y fueron apareciendo en la memoria. Encontré agendadas citas conmigo misma para ir a Cinemateca. Supe por ejemplo, que en 1994 vi El marido de la peluquera en Carnelli. Apareció Jean Rochefort, y con él la variedad de películas, que a los veinte años, me ayudaban a transitar la profundidad y la liviandad del amor, de la muerte, de la vida.

En el documental, encontré los noventa. Su música, su estética, mis veinte años también. Encontré un Uruguay que quería abrirse al mundo, sacarse las tristezas, el dolor, dejar entrar el afuera, participar de lo global. Y un boliche que arriesgaba todo para eso, haciendo posible lo imposible. Encontré a mi generación que también quería dejar entrar lo nuevo, sacarse las tristezas y perezas de la adolescencia. Quería bailar, reir, cantar, mirando al mismo tiempo nuestra historia reciente, desde un mundo más adulto. Las canciones y los boliches, como las películas, nos acompañaban en el viaje.

Volví por una calle Soriano llena de bares globales, asépticos, seguros, que podrían estar acá, en Brooklyn o en París. Al cruzar Yi, recordé las colas plagadas de amigos y conocidos, un sábado cualquiera en la entrada de la Linterna. Me fui por un momento a la serena intimidad de aquella cuadra de Chucarro que, por unos metros, tornaba más cálido el aire de Pocitos. Aparecieron las corridas de una sala a otra en la ciudad vacía durante tantas semanas de turismo. Me di cuenta de que conmigo caminaban mi viejo y mi tía. Mi viejo se quejaba de la incomodidad de saladós, mi tía venía embelesada con la maravilla de peli que había visto.

Recordé entonces la maravilla que yo acababa de ver y la comodidad de la sala nueva. Aparecí de nuevo en la Montevideo de hoy, que se parece a muchas y también a ninguna, porque proyectos imposibles, uruguayísimos y tan distintos como Amarillo y Cinemateca se hacen realidad.

Un rockero terco que lo dio todo para morir joven. Una anciana cargada de memoria y consciencia, que alivianó sus estructuras para seguir el viaje. Coincidieron anoche sobre la calle Ciudadela. Y conviven en mi gigante ciudad de bolsillo y en mí.