La única vez que vi a Humberto Meireles fue, para descrédito de las voces infaustas, hace apenas unos meses. ¡Requeche borgiano!, oí que le resoplaba a una terna de hombres flacos que chupaba frío en la puerta. Y a mí me pareció justo. Los largos años, la trémula puesta en escena, expresiones propiísimas de jóvenes que, potenciados por las lecturas en común y una misma esperanza volátil, se largaban a hablar sobre El Sacrificio de Tarkovski con aires catedráticos, jugueteando, acaso, con la posibilidad de ser escuchados por alguien, alguien a quien no conocían pero a quien sí soñaban a cada momento, en esas ensoñaciones ni muymúy ni tantán del ímprobo intelectual en ciernes que lee mucho y sueña mucho y piensa muy pero muy poco. Ya se le veía de lejos, a Humberto, el temperamento explosivo que fijó su lugar en la mitología montevideana. El crítico había envejecido (a todos nos pasa) y quizás por eso nadie lo reconoció. Pero yo reconocí su barbilla como de concreto y su disposición, cómo decirlo, a saltar hacia el abismo en cualquier instante. Lo oí resoplar en la puerta y me dije: el abismo es irremediable. Me metí a la sala oyendo cómo clavaba sus pasos. Pasó en Cinemateca.
La sala ya estaba a oscuras cuando entré. Había ruido de ciudad; después sonó el murmullo colosal de un juzgado: empezaba 12 Angry Men. Desperdigada en las filas podía verse a la gente quieta, impasible, piedritas serenas a lo largo de un río. Me senté en la penúltima fila y vi a Humberto sentado una fila más adelante, él en una punta y yo en la otra. Podía ver su perfil bañado de luz. En realidad no se sabía, lo que se dice saber, mucho de él, más que unos pocos datos que pespuntean los años. (Como en toda leyenda, la nube negra de la conjetura acecha y adorna los hechos). De Humberto se sabe que nació en La Coronilla, en 1943, y que a los diecisiete años se mudó a Montevideo. Empezó a trabajar en una pizzería de noche. Dedicaba el día a mirar cine, escribir sobre cine y ejercitarse. “Con ímpetu marcial”, dijera el Dogo Suárez sobre su ex-colega. Después de una pugna de dos semanas en las que todo diálogo bailaba entre la sátira y la locura, el semanario Foco le concedió a Humberto un rinconcito de texto hundido en alguna página intrascendente. Esto fue en 1960. Omar Viera, editor del semanario, pensó que el párrafo pasaría desapercibido. Lo cierto es que hubo repercusiones atómicas.
A la semana de publicado, el semanario había recibido más cartas que en los últimos tres meses, todas denostando a Humberto o pidiendo a gritos más de él. En menos de doscientas palabras, con cierta brevedad poética (más achacable a su fuerza de espíritu que a su pericia lingüística, porque, en palabras del editor, la pluma de Meireles era “una ensalada gramatical”), logró despreciar la filmografía entera de Fellini, película por película.
El editor actuó en consecuencia y en el próximo número lo dejó publicar un artículo entero sobre Hitchcock, doblemente cáustico, titulado Hitchcock, en español: tirón de pija. En 1964 saltó contra Ingmar Bergman (triplemente cáustico) y así con casi todos los peces gordos del séptimo arte, cuya mención explícita no viene al caso; lo que importa contar en esta historia es que Humberto Meireles revolvió, con su mano hosca y obstinada, la escena cinematográfica de Montevideo, que andaba, entonces, rechiflá en su tristeza.
La labor crítica de Humberto en el semanario Foco se extendió irregularmente a lo largo de siete años. En 1967, la mayoría de la correspondencia que recibía el semanario seguía dirigiéndose a Humberto. Pero el tono era cada vez más violento. Lo citaban a peleas a puño limpio, duelos clandestinos en el campo, amenazas anónimas de muerte. Un día llegó un pulgar en un sobre y lo echaron. Se fue de la oficina en un rapto de insultos y cumplidos, todos dedicados a Omar, al editor, en una serenata retorcida, la camisa partida en dos, su voz como un hilo de carne rabiosa.
Los meses que siguieron a su despido están marcados por las borracheras que practicaba en un bar de la calle Soriano. No buscaba pelea; se limitaba a hablar sorprendido de sí mismo, hablaba de sus ideas y al mismo tiempo descubría lo que en el fondo eran: un terreno insondable, sin desmalezar, un bosque pesado donde nadie podía oírlo.
Su vida, en suma, era un montón de hechos tirados al azar. Un cielo de ciudad casi sin estrellas.
Nadie lo volvió a ver. Y ese sábado estaba sentado en la otra punta de la sala, el perfil bañado en blanco que traslucía cierta calma o cierta aceptación. Se agarraba de los posabrazos como un paranoico, pero más allá de las voces infaustas estaba ahí y ahí aguantaba, con una compostura entrañable, disfrazado de sí mismo, el único que podía conocer su historia completa (afirmar que la conoce sería apresurado). Los hombres dejaron de discutir por un momento y en la sala hubo silencio. Doce hombres confundidos, mirándose en blanco y negro.
Humberto se puso a llorar a cántaros.
Los hombres volvieron a discutir, se levantó un rumor en la sala y todo el mundo miraba a todos lados mientras Humberto largaba alaridos, vaciándose mientras miraba la pantalla. Hubo voces que gritaron que se fuera. Una. Dos. Tres. Y terminó yéndose.
Por un momento pensé que lo mejor era quedarse en la sala, pero algo me sobrevino y salí corriendo. En ese momento terminaba otra función, salía la gente momificada, un entrevero de personas rebotaba en la moquette y la figura de Humberto se perdía.
Los empleados del café, amables y perplejos, nada sabían de él. Salí mirando a todos lados y un hombre me pidió plata. Le dije que no tenía nada y le pregunté si vio a alguien con los rasgos de Humberto.
Me mataste, dijo, pero creo que la cara me suena. Creo que bajó por Bartolomé Mitre.
Ahí sólo quedaba el viento de la rambla.