La Magia del Cine

María Laura Fernández Labandera

Lucia había vivido siempre en aquel edificio del Barrio Sur montevideano, acababa de cumplir los 18. El apartamento contiguo pasaba largos meses vacio. La dueña era una viejita chaqueña muy amable, que venía solo algunos meses al año. Pero una mañana lo ganó el ajetreo, se pobló de voces de la tele y se llenó de sol. Lucia lo vio desde la rendija de su puerta lindera. Al apartamento y a él. 

Coincidir en el ascensor, esa vez,  fue casualidad. Ella reparó en sus rulos desordenados, unas tímidas canas y unos ojos de locos con los que no debería estar permitido circular. Ella tenía el alma aún embalada, por estrenar. Allí, en el centro, sin darle tiempo a nada, le estallaron todos los veranos del mundo. Por más cine y poesía que nos preceda, cuando ocurre, sencillamente, no se parece a nada. Necesitaba completar las figuritas que le faltaban (o sea, todas): su voz, su nombre, qué hacía allí….No se dio. Del tercer piso se bajaba demasiado rápido. Odió a su vieja por no haberse decidido por aquel del noveno que vieron y descartaron, «por unos pocos pesos» pensó…..

Planta baja, el pasillo…él ganó la vereda y se acabó. Pero al instante la frustración llamó al ingenio. Ahí mismo se iluminó. Las mariposas de sus tripas congelaron las alas expectantes. Vio toda la película. Era cuestión de «coincidir» a propósito, armada con el programa de Cinemateca. Ese mes la portada —más oscura que lo habitualmente oscura— lucía el afiche de «La mirada de Ulises». Estaba todo ahí. Era como si los astros y el diseñador y el colorista y la imprenta se hubieran confabulado para arrancar la conversación casual más buscada de todas.

Las dos valijas eran mínimas e igual le pesaban, como casi todo esos últimos meses. Los 40 amenazantes a vuelta de la esquina, la abogacía rutinaria realizada diariamente en un estudio igual de gris. Una separación reciente en los hechos y vieja en las cabezas de Oliverio y su ex. Mientras reconocía el apartamento que su madrina le había prestado, cayó en la cuenta de cuánto evitaba los espejos. Las primeras canas lo habían desmoronado. ¡Qué factura de penas y culpas son las canas! Nunca entendió como a Silvia le gustaban. Bueno…se ve que tanto.. tanto no, porque ni bien él dejó caer la idea de separarse, ella asintió mezcla de alivio y desgano. Días más tarde, cuando le contara esto a Lucia, a caballo en el murito de la rambla sur, frente a frente, ella diría que en esa escena había una peli y tuvo razón, aunque faltaban entonces muchos años para que se rodara y estrenara «El amor menos pensado». 

Montevideo era una incógnita. Él tenía ese reflejo tan argentino de simpatía y amor no correspondido que les inspira Uruguay.

Sabía que el mar estaba a un paso. Dejó las cosas sobre el sillón de la tele, que seguía prendida y arrancó. No quería el eco del silencio también allí y esas voces de televisión extraña ayudaban a engañar la soledad.

En el ascensor coincidió con una uruguaya (¡qué otra cosa iba a ser!) de jean, remerita y una cara de joven que le dolía. Era linda porque era joven y también porque era linda. Dudó en saludarla, se arrepintió de no hacerlo, pero mejor así. No había cruzado el río para hacer amigos, sino porque su madrina, sin hijos y con la perseverancia de un minero, lo había convencido que el olor a sal montevideano sanaba. Salió a la calle. Nada como las transversales del Barrio Sur, esas que mueren en el agua, para un curso acelerado de melancolía onettiana. Duró poco. La pesadez y el calor de diciembre lo hicieron volver. El edificio era antiguo y orientado al sur; abrir la puerta —sin las rejas que después trajo el miedo— le bajaron cinco grados el pegoteo y lo devolvieron al paréntesis que había accedido a regalarse, no muy convencido.

Rato después llegó a oír el portazo de su flamante vecina que entró expreso a su cuarto atrás de aquel programa. Ni tuvo que buscarlo. Harvey Kentiel la miraba fijo desde el programita apaisado de Cinemateca. El librillo estaba medio desvencijado, de tanto entra y sale del bolso. Repasó en su cabeza el plan y era perfecto. En una pegatina de esas que adoraba (en invierno por la grapamiel y en verano por el frescor de la noche en la boca del camión), había oído a una compañera elogiar «La mirada de Ulises». La recordó quejándose de lo mucho que duraba y eso mismo la terminó de convencer. Si él recién llegado mordía el anzuelo, lo tendría al ladito en el cine para explorarlo a sus anchas: sus gestos, su sonrisa, las canas, el perfume.

Devoró la sinopsis del programita pero se le hizo poco si la cosa se ponía linda. Llamó a Marcela para pedirle más detalles de la película. No eran amigas propiamente dicho y, aunque seguramente le extrañó esa llamada tan cinéfila, le encantó catedrear sobre la guerra de Bosnia, la vuelta a los ancestros, la antigua Grecia…

Entre Marcela y el programa ya tenía un doctorado. Faltaba la casualidad deliberada, un poco de magia y muchísima suerte. Se colgó de la ventana como una sábana al sol. En algún momento él tendría que volver y allí se descolgaría «como lluvia de enero». Llevaba un rato escudriñando entre los plátanos cuando la tomó el pánico. ¿Y si él ya había regresado? Si estaba campaneando inútilmente. En eso estaba cuando sintió golpear la puerta de al lado y después vibrar la suya con el sacudón. Dejó de pensar  Se le apagó la cabeza y no sintió más que el estómago donde se atropellaban aquellas mariposas recién nacidas. Manoteó el programa, voló a la puerta y en dos zancadas al ascensor. Él simplemente estaba allí, esperando, con los ojos clavados en la lucecita roja del tablero. A ella solo le salía mirarlo mirar la luz. Se abrieron las puertas de metal y se mandaron. Hola. Otra vez nos vemos ¿no? Si…puede ser….¿Sos nuevo en el edificio? No y si. Vine por unos pocos días, el apartamento en realidad es de mi madrina, pero viste que viene poco… Si, es amorosa, ¿cómo está ella? Lo más bien. En Buenos Aires. Me vine y ella se fue, ni la vi, nos cruzamos. ¿Vos vivís acá? Si, de toda la vida. Pará: ¿En serio ese es un programa de la famosa Cinemateca? CHAN!!! Ah… ¿esto? Sisi, no sé si famosa pero si…es.  ¡No te puedo creer! Mi madrina me enloqueció con que debía ir al menos una vez. «Si no, es como que no conociste Montevideo» me dijo. «Te comes un chivito, caminas por la rambla, vivís la magia de los sillones verdes y eternos de Cinemateca y ya te hiciste una buena idea de  Montevideo». 

Los pisos seguían siendo tres, igual de breves, pero a esa altura de la charla ya iban calle abajo. Caminaban, ninguno supo si al otro le servía el sentido, no importaba. Perdoname que te aturdí y todavía no se cómo te llamás. Lucia. ¿Vos? Oliverio. ¿En serio? Te juro. Como el de «El lado oscuro del corazón». Me han dicho sí. Yo no la vi. ¿Y cómo has hecho para vivir sin la mirada de Sandra Ballesteros, el sobretodo de Oliverio… Benedetti recitando en alemán? Sacas a Benedetti ¿no? ¡Epah señorita! ¿Por quién me has tomado? Esa nada desató la risa que no se apagaría por 9 días.

No hizo falta dar examen de Angelopoulos, por suerte. A duras penas la cabeza le daba para mantener la marcha. 

¿Vamos? ¿A dónde? A Cinemateca…Ojo, capaz te embola, debes ir todos los días. Más risas. No no… De hecho esta no la vi (y ahí mismo clavó sus uñas mordidas en los ojos de Keitel). ¡Dale! ¿Hoy? Bueno ¿19:25 allá? ¿Sabes la hora de memoria? Naaa justo había mirado para ir… capaz… 

Ella se hubiera quedado a vivir en esa baldosa, si no fuera por el miedo de que él llegara a escuchar las olas reventando en la escollera de su pecho.

Salieron juntos, «casualmente». Él había cambiado las bermudas por jeans, ella la sonrisa por otra nueva. Sus dientes jóvenes, bajo el neón de la entrada, a él se le hicieron margaritas. Lo que vino después ni precisa ni se puede explicar. Lo sabe quien haya muerto de un amor repentino, como rayo de furia. Ese que nos arranca de cuajo de los 18 o los 40 para aventarnos lejos. El amor de fogonazo es una galaxia reservada a unos pocos, con mucha suerte, una vez en la vida. 

Salieron de allí, Lorenzo Carnelli al sur, los ojos anclados en la estatua de Lenin rio abajo; las ganas puestas en sentirlo todo, pero juntos. 

Era cierto el embrujo de las butacas verdes. Quebrando calles desembocaron en la rambla sur que es hermosa siempre pero enamorados es «de película». 

Los 7 días se quemaron en besos y otros cuantos regalos que reserva la vida a los amantes. Él los estiró a 8, que fueron 9. Pero llegó el final. Lucía lo intentó todo: retenerlo o seguirlo; pero a él le tocó el papel heroico de la prudencia. La madrugada de la partida. bajaron desbastados a la cochera. Él montó en su Reanault cremita, chapa argentina, que se volvió chiquito por Ejido hacia el norte. Él ya no tenía resto para volver a mirar el mar, sin ella.

El caño de escape relinchó como potrillo al que le abrieron las porteras. Fue tanto el estruendo que la despertó. Lucía abrió los ojos en su apartamento de Barrio Sur, sentía aun los dedos enredados en las primeras canas de Olverio. Apretó los ojos. Si lograba dormirse, volvería a ser verdad. 

Las películas que nos hacemos y repetimos hasta volverlas memoria verdadera, tienen el dulzor de los sueños que soñamos con desesperación. 

Aquel vecino fugaz, aquellos ojos de locos que nunca se posaron en ella, sí que existieron en esos mismos días en que Cinemateca estrenaba «La mirada de Ulises». Nada tan volvedor como un pasado que no nos dejaron vivir. Quizás por eso, todos los diciembres tienen una tardecita en que un cineasta griego regresa a su ciudad. 

No hubo rambla, ni sábanas, ni despedida y, sin embargo, todo fue cierto. Los sueños que soñamos ¿a quién pertenecen sino a nosotros mismos y a nuestra propia vida que los sueña.