La Mirada de Ulises

Aelita Cristina Moreira Viñas

Todo comenzó cuando fui a Cinemateca Pocitos una noche calurosa de febrero, sin mucho que hacer en Montevideo. Me acompañó Natalia, una amiga de toda la vida. Terminé mi consulta temprano, y ya habíamos arreglado para ir ver una película de Angelopoulos “La mirada de Ulises” Tenía buena crítica y había ganado varios premios. Ella  aceptó gustosa, Walter, mi marido, tenía guardia así que no fue. Nos conocíamos con Natalia y su pareja desde que vivíamos en el mismo barrio y éramos inseparables, casi al mismo tiempo tuvimos nuestros hijos. Natalia era como una hermana mayor, Walter y yo nos ennoviamos poco antes de terminar  nuestros estudios. 

Era un pesado y húmedo día de verano, la cola por Benito Blanco daba vuelta la manzana, Era esa cola sin duda un lugar de encuentro de la intelectualidad uruguaya, allí confluían escritores, profesionales universitarios, profesores, artistas y gente de toda índole. La película evidentemente convocaba a ese público variopinto, habitué de cine Universitario y Cinemateca. 

El calor era agobiante, miré la gente de la cola cuando tres lugares adelante nuestros vi de pronto  a Felipe, es increíble, pero lo reconocí solo por su nuca. El sacudón  me atravesó peor que un terremoto. Estaba con algunos años más de lo que lo recordaba; sin embargo, su cara limpia, sus ojos claros, su esbelto cuerpo de atleta continuaban tal cual, habían pasado más de diez años sin verlo. Había sido mi compañero en Facultad, y el único hombre que realmente había  amado en  mi vida. Éramos inseparable, corríamos juntos, pasábamos disfrutándonos, escuchando música, íbamos a conciertos, nos amábamos sin prejuicios en una época en que el amor libre no era tan común. Él no podía verme, puesto que estaba más adelante en la fila, en cambio yo sí podía espiarlo: lo acompañaba una mujer bastante linda, de pelo corto oscuro y finas facciones. Le pasaba el brazo por los hombros, conversaban con esa atención en los detalles que tampoco volví a encontrar en ninguna de mis parejas. 

 Natalia estaba ajena a  mi temblor esencial interno, a esa niebla oscura del pasado que de pronto se apoderó de mí, no le quería contar, ella conocía y sabía de mis sentimientos, pero en ese momento no quería dejarla entrar en mi mente.   Adentro del cine, con tanta gente, el calor era agobiante, los humanos aumentábamos la temperatura de una sala que carecía de refrigeración. Nos pudimos colocar al centro de la sala, aunque los que entraron primero se apropiaron de los asientos con mejor vista. 

La película era acerca del viaje del director desde Grecia hasta Albania, Belgrado y terminando en Sarajevo, un hundimiento en el pasado del cineasta, que procuraba encontrar tres rollos de película que ilustraban la cultura balcánica de comienzos de siglo. Felipe y yo, sin saberlo, estábamos contactándonos con el enorme impacto que nos produjo la caída del bloque soviético y de gran parte de nuestras ilusiones acerca de un mundo socialista, de un mundo mejor. 

Harvey Keitel encarnaba al personaje, que dejaba en medio de una plaza helada a una mujer que iba a encontrarse con su hermana luego de cuarenta y siete años: una escena inmóvil, donde la cámara se retiraba lentamente dejándola en la soledad de una esquina amplia en Albania, era el fiel reflejo de  la búsqueda de la identidad perdida. El ambiente neblinoso que rodeaba el film me recordaba a Blade Runner, una de mis películas preferidas. La misma niebla rodeaba el viaje de Ulises, también ese viaje mío, con aquella profusión de escenas que pasaban ante mis ojos:  tiempos compartidos durante varios años con mi amado Felipe, al que a diferencia de Ulises que volvió a Penélope, no volvió a mí.  

El transporte de la estatua de Lenin desmontada para ser vendida a un coleccionista alemán era un pasaje de una belleza inusual, los planos de la película me recordaron al cadáver histórico, una enorme estatua blanca que se recortaba en el fondo de un río que bordeaba otra ancha cinta de agua, reflejaba mis sueños caídos, mis ambigüedades y contrastes: las políticas y las del amor.

En un momento, sentí algo que me llamó la atención, fue una mirada furtiva desde la fila de adelante, era Felipe que se dio vuelta a colocar su saco, cuando hizo contacto conmigo. Fue como el contacto con una extraterrestre, su mirada me vio, me registró, hizo un leve movimiento de cabeza y volvió a mirar la pantalla. Este contacto me desconcentró de la película, ya que cada escena me sumergía en mi pasada vida: haciendo el amor hasta hartarnos, mis padres que lo adoraban, el gesto que tenía de rodear mis manos para hablarme, era mi viaje de Ulises hacia Ítaca, hacia ese amor perdido, era mi mirada hacia aquel recuerdo que pervivía intacto. 

Los habitantes de Sarajevo intentaban transformar su espacio diario  aprovechando la niebla, cuando los francotiradores no los acosaban, en esos oasis nocturno  oían música, hacían teatro, bailaban, en medio de las ruinas de una ciudad destruida.  También yo bailaba con mis recuerdos, con esa sensación de estar atrapada en la telaraña de un millón de gestos y rememorar cada uno de ellos con amor y dolor, sentía que igual que Keitel el dolor por la muerte injusta del conservador de cine que le ayudaba a revelar los rollos. Aquellos rollos que buscaba y finalmente encontró, yo también perdía a quien amaba. Lloraba en mi asiento  junto con él que lloraba  frente a los rollos encontrados la muerte violenta y absurda en el neblinoso Sarajevo. Justamente, la muerte de quien lo había ayudado a encontrar la fórmula para revelar esas películas  de principios de siglo, que intentaban recuperar imágenes del pasado balcánico antes de tanta destrucción. 

Lloraba por mi decisión que fue la que terminó separándonos, Felipe había ganado  una beca para Alemania, decidí terminar mi carrera antes de seguirlo. Me puso un ultimátum, a mí me pareció injusta esa decisión por su carrera en lugar de la mía. No lo seguí.  El no quería una relación a distancia, así que terminó conmigo en el mismo aeropuerto al que lo fui a despedir. Nada conseguí luego con llamadas por teléfono, cartas, correos electrónicos, el se mantuvo firme e inmutable. Comprendí el abismo de mi decisión cuando pasaron seis meses, un año y no supe más de su vida. Se casó dos veces, con una alemana primero y luego con una uruguaya, volvió al país hace pocos años. Ahora era un reconocido experto en su materia. Me quedé a la vera de su camino, él continuaba como el protagonista, subiendo y bajando de los trenes, supongo que la película le debió recordar nuestro pasado que fue importante tanto como para mí. Walter estaba allí desde el comienzo, siempre había estado esperando su oportunidad, me casé con él aunque no lo amaba, éramos compañeros, amigos. Alguien diría, pero bien terminó ahí, tal vez si vivieras con él ahora estarías en la misma llanura gris que con Walter, el tiempo mata todo, capaz no te hubieras recibido, quien sabe él, quizás. 

El tiempo no mata nada, como en la película el pasado y el presente se juntan en una maraña compleja, conviven, sólo que a veces emerge uno y a veces domina el otro. Igualmente, mi yo navegaba por aguas oscuras y como Ulises quería llegar a casa con otro ropaje para que no me reconocieran, que la niebla me rodeara para no ver lo que había implicado mi decisión. Al terminar la película, yo con los ojos arrasados de lágrimas no podía ni articular palabras, lo busqué con mi mirada, pero había salido antes que nosotros.  No lo volví a ver.