Pasó por 1995, o por ahí…
Yo tenía 18 o 19 años. Hacía teatro en el barrio, en la casa de la cultura del prado, con un grupo numeroso de amigos, en una época muy hermosa de la vida. Todo era por amor al arte, juntando entre todos para comprar algo de comer o tomar, mateando, escribiendo, pasando el día leyendo, hablando, creando. Además de tener nuestros trabajos teníamos aquel grupo y otros.
Hacía tiempo que había escuchado o leído algo acerca de una película y un director que me había interesado mucho. La gente hablaba de ésto y lo otro, y casi siempre era interesante. Se llegaba a la información por «oídas», por intercambio, por curiosear o preguntar. Así llegó a mi conocimiento la existencia de Cinemateca.
En aquellos años se practicaba la paciencia para esperar hasta dar con las cosas que uno buscaba. Un disco, una película, un libro, con algo de suerte y cierta pericia en algún momento llegaba a nuestras manos finalmente.
Los hallazgos tenían ese valor agregado. Anhelar algo, gestionarlo, indagar, preguntar y con alguna carambola afortunada, dar con ello. Por ejemplo, uno podía leer un artículo sobre un artista, película o disco en digamos… una Punto y Aparte (aquella excelente revista) y meses o años después, finalmente recién poder asistir a la experiencia estética referida en dicho artículo. Y recuerdo una publicidad en esa revista, de Cinemateca Uruguaya. En Guambia, también publicitaban. En una charla uno también sacaba notas mentalmente de material para buscar después, y algo así también debe haber pasado con Cinemateca y con la película que me empujó a tomar la decisión de asociarme. Yo no era socio aún. Hacía tiempo tenía la intención y la idea. Siempre me había gustado ir al cine, desde chico. Ya más grande y en ese círculo de intereses había oído que existía algo tan fenomenal como la Cinemateca Uruguaya. Quería asociarme. Venía con eso pendiente, que si, que no, pasaba el tiempo y la intención de acercarme a Cinemteca iba creciendo, hasta que me entero que un sábado proyectarían en la trasnoche de la linterna mágica, nada más y nada menos que «La naranja mecánica», de Stanley Kubrick. Esa película de la que tantas personas hablaban, personas de distintas generaciones, amigos, familia, teatreros, etc.
Ya no podía postergarlo más. Tenía que ir…
Hubo toda una emoción previa. Me preparé, cerré todo y salí, me tomé el bondi, fui desde el prado y llegando a la calle Soriano veo que había una cola que daba vuelta la esquina hasta llegar al boliche «El lobizón». Lleno de gente, lleno de siluetas, de conversaciones, de murmullos. Comienzo a caminar desde el final de la fila hacia el principio, avanzo metros y metros hasta la esquina, doblo, más gente, gente, gente… Me arrimo a la puerta. El hall lleno. Voy hasta la boletería, llego, «¿Habrá lugar?» Le pregunto al boletero…»la cola da vuelta la esquina hasta media cuadra»… «Si» me dice… me parece que llegás»… Algo que cabe destacar es la constante buena onda que te tiraban los boleteros, buena onda de todos allí, quienes te marcaban el talonario, los acomodadores, etc.
Me hago socio, el boletero me entrega la mítica revista con la programación, con aquella cantidad de películas disponibles para ver en el mes, los comentarios, la información, etc. $37 la cuota mensual. El hall estaba lleno de gente esperando, desde la boletería y con el papelito en mano, camino entre la gente amuchada y me voy afuera hasta el final de la cola que doblaba la esquina y seguía hasta media cuadra. La mensualidad costaba lo que una o dos entradas a un cine comercial de shoping o similar, lugares donde además ofrecían películas generalmente malas y donde nunca, nunca vería «La naranja mecánica» por ejemplo, ni tantas otras más.
Llego hasta el fondo de la fila. De noche. Con las luces amarillas aquellas que había en la calle, abro la revista. Mientras espero a ver si avanza la fila y ver si lograba entrar, voy leyendo. Busco y leo la referencia a la película, la calificación, etc. Al leer, ahí no más comencé algo similar a una especie de rezo al dios del cine, cuestión de poder tener alguna de aquellas butacas que todavía ni conocía. Lo primero que me impactó para bien fue que además de tener todas aquellas películas para ver en el mes, te entregaran también la revista con la programación para poder elegir y armarse la semana cinéfila… Un respeto al séptimo Arte, al espectador, al socio… una gran generosidad para con uno, que recién llegaba… Y luego de comenzar a hojear, la cantidad y la calidad de la información que había allí, todo aquello parecía comenzar a ser oro para mi, era todo un universo que se estaba desplegando en mis manos, leyendo, y en mi cabeza,imaginando el universo de posibilidades.
Crucé los dedos para entrar.
Y en fin, la cosa es que finalmente logré entrar, cine lleno, emoción por estar allí, pasan esos minutos en donde uno ve la sala, la gente, observa las diferentes acciones, como filmando todo.
De pronto, se apagan las luces… ya se venía…
Silencio… Pantalla roja, toda roja…arranca la música.
Hoy la busqué, en plena era de la inmediatez y la información y se trata de «Music for the Funeral of Queen Mary»…Pantalla roja, esa música… Todo tremendo…La música densa, pesada… Los títulos…Y al ratito, ese primer plano totalmente potente… El actor… La mirada y esos segundos eternos, cargados, momento de cine…y lentamente se comienza a abrir el plano y yo ya no podía creer aquello que estaba viendo. Esos fueron mis primeros segundos y mi iniciación en Cinemateca Uruguaya.
La siguiente transnoche pasaban «Woodstock».
Y así… Creo que esos días pasaron Bigas Luna, después Kusturica, más acá Panahi, Alman, Medem, los de siempre, Orson Welles, Eisenstein…de todo, como en botica.
Empecé a ir bastante. Aprovechaba a ir todo lo que podía. Otros amigos y conocidos comenzaron a asociarse. Fuimos con tanta gente en situaciones tan diversas.
Y así siguió, durante años y años.
Aprendí sobre países, ciudades, modos de vida, historia, cuestiones políticas, documentales (recuerdo uno que me impactó especialmente, el documental de Werner Herzog sobre Irak, «Lessons of Darkness»). O «La sal de la tierra» de Wim Wenders sobre Sebastiao Salgado.
Ver obras maestras como «Y la nave va» o «El sabor de la cereza», la última de Godard, la exquisita «El libro de las imágenes»… yo que sé… Kurosawa, todo de una calidad tremenda. «La cueva del perro amarillo», la loca «El sabor del té»…
Cinemateca fue y es una escuela, un lugar que forma. Donde todo el que asistió aprendió algo distinto, todos disfrutamos allí, nos divertimos y nos emocionamos.
Un lugar (o mejor aún, varios lugares, ya que eran varios cines, dos videotecas, salas de exposiciones, etc) pero en definitiva, un lugar que se iba a convertir en una especie de templo, en el sentido de que era y es un lugar donde se considera que recide algo noble y donde se cultiva con especial devoción un arte, según definición del diccionario.
Y aquel día, por el 95, 96, comenzó esta historia con Cinemateca Uruguaya.
Hay que recordar que por aquel entonces, en Uruguay se habían filmado apenas unos pocos largometrajes en formato cine, unas cuatro o cinco películas, si no me equivoco. En la «Guía del tercer mundo» de aquellos años figuraba la cantidad de películas editadas que tenía cada país como otro indicador más junto con cuantos médicos por habitante, densidad de población, ingresos por año, televisores por cada habitante, etc. Cuántas películas tenía cada país…
No he viajado mucho, pero en cada uno de los lugares por los que anduve fuera de Uruguay, he preguntado y buscado sobre si allí tenían algo similar a nuestra Cinemateca. Y en esos pocos lugares donde estuve, ciudades grandes, no tenían nada siquiera parecido. Se extrañaba eso de aquí.
En Cinemateca me pasó que un día salimos todos de la sala, en la Linterna Mágica, y al salir del hall, afuera estaba declamando «Yanpolbelmondo», un actor, poeta, declamando sus poesías y en un papelito pequeño que nos repartía a todos con su poesía escrita, firmaba debajo «Yanpolbelmondo»…
En Cinemateca 18, un día de lluvia torrencial, lluvia fuerte, de estos temporales nuevos más potentes que antes, mientras en la película también llovía, éramos unos 15 en toda la sala enorme, repentinamente comienza a caer una catarata de agua desde el techo de la sala, litros y litros de agua cayendo del techo hacia la primer platea, a unos asientos todos vacíos a la derecha de la sala. Minutos de catarata de agua cayendo 20 metros del techo a la platea más baja. Seríamos 15 ese día en todo el cine.
El coobrador pasaba por tu casa en una motito «Vespa», cada mes, entregando el librillo y el talonario para entrar a las salas.
Esta institución merecía un excelente lugar y apoyo para continuar y devolverle algo de lo mucho que nos han dado a todos nosotros. En Cinemteca, cené, merendé, en esas maratones de cine en los festivales, me metí a ver lo que sea que hubiese en días de frío, que tenía que esperar y hacer tiempo, descubrí artistas de casualidad, me sorprendí, ví música en vivo, directores de cine hablando con la platea, a esos cines fui con familiares, amistades, parejas, personas con las que nos conocimos allí, solo. Siempre disfruté. Siempre fue un placer y lo seguirá siendo.
Esto de ser feliz viendo buen cine, me pasó principalmente en Cinemateca.