Melancholia

Rafael Juárez Sarasqueta

El niño Lev Kuleshov es invitado a actuar en una obra de teatro. Los actores de la compañía itinerante estimulan la colaboración del público en pequeños papeles específicos. El niño Kuleshov olvida su rol de presentador cuando el telón se abre mostrando un ataúd que se balancea en el aire.

Dentro del ataúd, el cuerpo de un héroe militar es mantenido de pie por un sistema de cuerdas. Este personaje permanece inmóvil y en silencio durante toda la obra. El niño Kuleshov ignora si el actor ingiere algún somnífero, o si logra ese estado particular valiéndose de rigurosas técnicas de control físico y mental. Como gran parte del público presente, el niño Kuleshov queda impactado por la capacidad expresiva del actor colgante. Algunos espectadores tratan en vano de describir las complejas sensaciones que experimentan durante la actuación del héroe militar. Un campesino de piel curtida, menciona el perfume de santidad que emana del cuerpo yerto. Otros insisten en la elocuencia de la escena final, cuando una extraña emanación luminosa parece desprenderse de su rostro.

Al regresar a la casa familiar, los padres le aseguran al niño que el actor colgante no es un ser humano, sino un maniquí de yeso pintado. El niño Kuleshov no puede conciliar el sueño, porque en el techo del dormitorio ve proyectado el rostro del héroe militar haciendo muecas escalofriantes.

El experimento de montaje cinematográfico conocido como Efecto Kuleshov, consiste en una secuencia donde el primer plano del rostro indiferente de un actor, es intercalado por cuatro imágenes diferentes: una niña que juega con un muñeco, un plato de sopa sobre una mesa, una mujer semidesnuda en un sillón y un ataúd cerrado. Los espectadores que observan la secuencia, aseguran que el rostro del actor manifiesta sus sentimientos de forma evidente y magistral cuando se enfrenta a cada una de las imágenes. Su rostro expresa sucesivamente una infinita ternura, luego hambre, deseo, y al final una pena intensa y agobiante. “El contenido de las tomas en sí mismo no es tan importante como la unión de dos tomas de diferente contenido y el método de su conexión y alteración”. Kuleshov observa cómo la gente deposita sus propias emociones en el recipiente vacío que es el rostro del actor.

No menos estimulante para la mente infantil de Kuleshov es la escena de la obra que incluye una procesión de ratones mecánicos sobre el escenario y el relato simultáneo que realiza el Director de la compañía. Se menciona que originalmente, el acto era realizado por ratas domesticadas. Cien ratas, un diminuto ejército desfilando sin interrupción, caminaban sobre una alfombra de papel de arroz extendida de un lado al otro del escenario. Cuando el Domesticador de ratas falleció atacado por una fiebre desconocida, nadie fue capaz de sustituirlo con eficiencia. Las ratas recuperaron sus hábitos salvajes y se volvieron incontrolables. En vano se intentó reproducir el desfile sin los conocimientos del Domesticador. Un Juguetero sugirió la posibilidad de emplear ratones mecánicos, y se ofreció para fabricarlos. El Director lo visitó en su taller. El Juguetero exhibió entonces con orgullo, un antiguo autómata japonés del estilo karakuri que representaba a una anciana decrépita. La anciana, cubierta de harapos, acercaba las manos a su rostro entristecido en actitud de dolor y llanto porque había sido abandonada por su familia en el bosque. De pronto el rostro giraba y aparecía una nueva cara serena aunque ambigua, pues sonreía con cierta malignidad. El Director encargó al Juguetero la fabricación de cincuenta ratones a cuerda. “La producción de un film no difiere de la construcción de un artefacto mecánico”, escribe Kuleshov muchos
años más tarde.

Junto a las raíces superficiales de un árbol se ven un par de zapatos de hombre, los restos de unos pantalones y una camisa, todo deteriorado por la exposición prolongada a la intemperie. Es un bosque verde, de árboles delgados y altos. Un lugar de belleza serena y sobrecogedora. También conocido como Jukai o Mar de árboles, Aokigahara es un inmenso bosque ubicado a los pies del Monte Fuji. Según relatos antiguos, las familias obligadas por la hambruna y la enfermedad se deshacían de los viejos, dejándolos a su suerte en lugares inaccesibles y remotos como este monte. Es probable que debido a esta práctica tal vez legendaria, aún se lo considere un lugar encantado, habitado por los fantasmas de los viejos desamparados. Tal vez atraídos por los llamados de estos espíritus apenados, o por la belleza serena de los verdes infinitos, las personas que han decidido suicidarse eligen este mar de árboles para perderse y terminar con su vida. “Por favor, busca ayuda y no atravieses solo este lugar”, es lo que dicen los carteles de advertencia en los accesos al bosque de Aokigahara.

Es habitual que los suicidas lleven sogas que tienden a medida que se adentran en el bosque. No está claro si lo hacen para que sus cuerpos finalmente sean encontrados, o si lo hacen, como los personajes de los cuentos infantiles, para desandar su camino y regresar a salvo por donde vinieron. En el fragmento deteriorado de una antigua película, un hijo carga en su espalda a su madre anciana para abandonarla en el interior del bosque. Sin que el hijo lo note, la madre estira sus brazos para ir quebrando las pequeñas ramas, señalando así el camino que el hijo deberá retomar para evitar perderse y volver a salvo a su casa.

Una mujer joven camina por una pequeña playa en una ciudad portuaria. Va escuchando con atención el sonido del oleaje al romper en la orilla, y el momento cuando este se retira mansamente y el agua se filtra entre las piedras minúsculas que forman la arena. Se quita los lentes para descansar los ojos mirando el mar y el cielo invernal, que por momentos y debido a cierto fenómeno meteorológico, parecen unirse en una sola pieza. Aún atendiendo a las manifestaciones de la naturaleza marina, en su cabeza se repite una pregunta: “¿Será la muerte, como la vida, hermosa y despiadada?”
Atardece mientras la mujer piensa que nunca ha visto el fenómeno del rayo verde en el horizonte. Piensa que cuando se manifiesta la plenitud de la belleza, es sólo porque se ha aceptado el propio fin inevitable. Como sucede en la película que ha visto, cuando irrumpe en el cielo terrestre un planeta luminoso y devastador.

En la playa encuentra el cadáver de un gato. La marea lo ha dejado en la orilla después de una noche de tormenta intensa. El cuerpo no tiene rastro alguno de pelaje, se ve alargado y perturbador. La piel rosada no está hinchada ni deteriorada. El gato llevaba un collar. La mujer se acerca al cuerpo para revisarlo, pues la gente acostumbra a grabar un número para casos de extravío. El collar sólo tiene un cascabel diminuto. Como los gatos que aparecen en el arte funerario de los egipcios antiguos, el muerto luce enigmático, esbelto y elegante aún en la rigidez propia de la muerte.
¿Será la muerte, como la vida, hermosa y despiadada?
La mujer joven recuerda una pregunta anterior que tampoco ha respondido. ¿Hubiera terminado con su vida en el establo, o hubiera esperado la colisión del Melancholia con la Tierra en el inútil refugio de palos?

La mujer se sienta en la arena. Apoya su espalda en una muralla de piedra. Trata de imaginar que su interior se ha convertido en un mar sereno. En un lugar de aguas apacibles, imperturbables.
Hasta este momento, le ha costado enfocar la atención en lo que ve y en lo que siente. Una corriente de imágenes y pensamientos ha estado atravesando su cabeza como bólidos de basura sideral. Esa sucesión vertiginosa de elementos y la intuición de un vínculo que los relaciona unos con otros, le producen una sensación que mezcla, en partes iguales, placer y repulsión. Se ha encontrado perdida en el laberinto de un enorme bosque oscuro y sin senderos. Ahora siente que se desintegra a cada paso. Sin temor, sin pena. Siente que se disuelve lentamente al entrar a las aguas turbias, y lo que queda de ella, el residuo que no logra disolverse, es nada más que pensamiento inútil, una burbuja de aire o un suspiro, da lo
mismo. Ahora ha notado que una cierta configuración en el orden de las escenas, modifica la percepción de su propio pasado. De pronto le teme al hedor de agua estancada del mar sereno.
Algo le ordena al cuerpo que se recomponga, que despierte de su sopor y que se mueva con violencia. El agua se agita. Su mar interior se llena de remolinos y de olas furiosas. La mujer logra volver a la playa. Evita ser devorada por las aguas y luego escupida definitivamente y sin retorno, en la orilla que está del lado de los muertos. Una extraña emanación luminosa se desprende de su rostro.