Todavía era muy joven. Estaba cursando en una facultad a la que no sabía cómo había llegado, y estaba cargado de contradicciones e interrogantes. Con la complicidad de mi padre, quien me ayudaba en secreto con el dinero de la cuota, me había hecho socio de Cinemateca. Mis padres querían que yo hiciera una carrera universitaria y yo había elegido esa facultad descartando, por un lado las cosas para las que sabía era incapaz —como ingeniería o medicina— y por otro las cosas que mis progenitores pensaban que no me asegurarían el porvenir. Después de haber cursado tres años de agronomía, ya sabía que era algo que yo no quería para mi futuro.
Desde que era un niño mi padre, a pesar de que sólo cursó la escuela primaria, me despertaba los domingos con la música del tocadiscos a todo trapo, bramando zarzuelas, el poema sinfónico Finlandia de Sibelius o Rapsodia Húngara de Liszt. También fue la persona que me llevó frecuentemente al cine. Íbamos solos los dos a ver las matinés en cines de barrio que hoy son templos evangélicos o gimnasios. Generalmente eran producciones de Hollywood, casi las únicas que podían verse en esa época, y de aventuras. Rememoro alguna película— entre otras que ya ni recuerdo— como La fabulosa historia de Marco Polo de 1965 —después de una charla que tuvo mi viejo con la chica de la boletería, porque parece que era muy chico para ver esa película— Veinte mil leguas de viaje submarino de 1954 y una película de 1962, que aunque era en blanco y negro —cuando una película comenzaba sin color a mí me desanimaba totalmente— me fijó imágenes en la memoria que evoco cada vez que recuerdo el título Los valientes andan solos: el caballo cabeceando y patinando en la ruta, el agujero de bala en la bota del protagonista, los camiones de carga.
Esa tarde había decidido ver una película de Bergman. No tenía idea de qué se trataba, pero estaba empeñado en entender por qué este hombre era tan reconocido. Para eso me fui al cine Pocitos, una vieja sala de cine, en un lugar muy lejos de mi barrio. Allí me hice de la revista Cinemateca —que contenía variados artículos sobre cine— y la hice un rollo que guardé en el bolsillo de mi campera.
Ya había estado antes en esa sala. Mis conductas neuróticas me llevaron a ubicarme en la mitad de la sala—ni muy lejos, ni muy cerca, y en las butacas del medio—. Estaba solo en esa fila, con ambos brazos apoyados en los respaldos contiguos, hasta que llegó una chica que se ubicó un banco por medio del mío. La observé disimuladamente. Era morocha, de cabello lacio y linda. Cuando se apagó la luz y comenzó la proyección, ocurrió mi primera decepción: el film era en blanco y negro. Pensé “Noooo. Empezamos mal.” Después de los créditos iniciales siguió una secuencia en el interior de un vagón de tren de principios del siglo XX, donde un niño y dos atractivas mujeres nórdicas dormitaban sentadas en unos asientos de respaldos altos. El niño se levantó, se restregó los ojos, caminó unos pasos y se fijó en una hoja impresa pegada sobre el cristal de la puerta. Entonces, señalando el cartel, preguntó algo a una de las mujeres y ella le contestó. “No pusieron subtítulos” —pensé—. Exceptuando ese diálogo, sólo se escuchaba el zumbido constante del ferrocarril. Una de las mujeres comenzó a toser sangre sobre un pañuelo y la otra la acompañó al baño. Después que volvieron a sus lugares, el niño salió al pasillo, observó el paisaje por la ventanilla y se sentó atravesado en el piso del pasillo. Un guarda pasó repitiendo en cada puerta algo como un anuncio de próximo arribo a algún lugar, que tampoco estaba subtitulado. “Cuándo empezarán ” —volví a pensar—, y en ese momento se cortó la proyección. Se encendieron las luces. Estas cosas pasaban en las salas de la Cinemateca y aquí la gente no golpeaba los pies contra el piso como en el cine común. Miré hacia el costado y con la chica cruzamos un gesto de resignación condescendiente. Como una frase de: “Bueno, es normal. Esto siempre ocurre.” Me puse a hojear displicentemente la revista que había recogido en la boletería —la revista en ese momento era transparente, no veía las letra sino que leía en mis pensamientos —. Imaginé que la muchacha me lanzaba miradas furtivas —era un total delirio romántico de mi parte, pero no volteé mi cabeza para confirmarlo—. Continuó la película. El niño observó a unos militares durmiendo en otro camarote, miró por la ventanilla del pasillo y vio muchos tanques militares que pasaban montados en un tren que cruzaba en sentido contrario. Luego llegaron a una ciudad. Desde la ventana del hotel se veía mucho movimiento de personas y automóviles, carteles en no se sabe qué idioma. Yo imaginaba que lo que se veía y lo que se escuchaba era en sueco: las pocas palabras que se dijeron, las leyendas de la cartelería. Igualmente me extrañaba que no hubiera aparecido ningún subtítulo. Después, dentro del cuarto de hotel hablaron, una de las mujeres con el niño, las mujeres entre ellas, y no se sabía sobre qué. Pensé que era el momento de silbar para llamar la atención del operador. Algo no estaba funcionando. Pero nadie protestó. Observé de reojo a la chica del cine. Ella tenía su mirada fija en la pantalla. Mientras tanto una
mujer se bañó, la otra yacía enferma en la cama, la madre perfumó al niño mientras le decía algo, pero de traducción nada. Otra vez se cortó la cinta.
Esta vez la chica se dirigió a mí para comentar risueñamente: “Siempre pasa lo mismo. Hay que tener paciencia, porque después puede que sea reconfortante verla” Ese comentario dio lugar a un diálogo sobre el cine, sobre lo agradable de este lugar donde estábamos —a pesar de lo viejo de los asientos de cuero, de las roturas del cielo raso, de la poca gente que iba al cine—. Me preguntó qué hacía en mi vida. Ella supongo que era un año o dos mayor que yo. Le conté de mis frustraciones, de mi desorientación sobre el rumbo de mi vida. Me preguntó qué me gustaba hacer. Le dije que me gustaba mucho el dibujo y que me gustaría aprender a pintar. Ella me preguntó por qué no lo hacía: había muchas academias privadas de dibujo —en ese momento la Escuela Nacional de Bellas Artes estaba clausurada por la dictadura—. No supe qué contestar, hubiera tenido que admitir que era un joven dependiente de mis padres y que no tenía el carácter para rebelarme contra esa situación. Para escaparme de responder le pregunté qué hacía ella. Me estaba gustando mucho su afabilidad. Ella estudiaba algo, quizás psicología o literatura, pero no lo recuerdo,. La verdad es que sólo la observaba mover los labios y sonreír, y ya no escuchaba sus palabras. Entonces se apagaron las luces nuevamente. El reflejo de la pantalla produjo un destello en sus ojos y tuvimos de acomodarnos mirando al frente.
La mujer tuberculosa fumaba y tomaba vodka de una botella con caracteres indescifrables. Observó a la mujer durmiendo desnuda, se acercó y le acarició el pelo. Vació luego la botella y llamó al camarero. Cuando este entró ella le habló en francés, inglés y alemán, pero el hombre hablaba otra lengua que yo no podría identificar, la cual tampoco estaba subtitulada. “Pá ¿va a ser toda la película así y nadie va a protestar?”. Igualmente se podía entender la escena por la gestualidad. Evidentemente le pedía otra botella de la misma bebida. Todo transcurría más o menos sin diálogos, hasta que el niño le pregunta a su madre algo y ella le contesta algo en sueco —no se sabe qué—. El niño deambulaba por los corredores del hotel, se cruzó con alguien reparando una araña del techo —este hombre no hablaba—, luego el camarero viejo le dice algo en su idioma desconocido —me imaginé yo que no lo iban a subtitular—, y luego se encontró con unos enanos, que convenientemente para mí hablaban en español. Cuando el niño comienza a orinar contra una pared del pasillo se cortó nuevamente la cinta. Fue demasiado para mí. Creo que más bien la interrupción sirvió como excusa para decirle a mi vecina de butaca que ya era demasiado para mí, cuando en realidad no podía creer que hubieran cometido el terrible error de no subtitular el film. ¿Cómo podía alguien ver una película en otro idioma y entender algo? Me despedí de la chica y me levanté para irme. Mientras salía caminando de la sala ocupada por seis o siete personas a lo sumo, recordé que solamente una vez me había ido de una proyección antes que finalizara. Y fue una película de Alain Tanner, hablada en francés y sin subtítulos.
Caminé hasta la parada del ómnibus que me llevaría a casa pensando: “qué lástima que no tuve la paciencia necesaria para llegar al final de la función”. Eso era porque me había perdido la oportunidad de continuar la charla con una linda muchacha que iba al cine sola. Las decisiones, en estos casos, no están regidas por una especulación que analice los pros y los contras sino que un impulso nos arrastra y después hay que atenerse a las consecuencias. “Mala suerte” pensé.
Ya sentado en el bus camino a casa, saqué la revista de mi bolsillo y la ojeé con atención. Como una aparición milagrosa surgió ante mis ojos un artículo sobre El silencio de Bergman. Lo devoré con ansia hasta que me golpeó la frustrante revelación: la película trataba de la incomunicación, de la guerra, del vacío existencial y en ella se había utilizado una lengua no existente para reafirmar ese silencio del título. Tuve el fuerte deseo de volver y decir que yo sabía el por qué de la falta de subtítulos. Que me había marchado porque solamente era un muchacho impaciente. Nunca podría confesar que pensaba que no habían traducido los diálogos por un error técnico. De esta manera hasta parecería alguien leído.
Pero eran vanos mis pensamientos: había entendido que no podía volver.