Salvador

Eduardo Correa Gómez

Salvador. 

Para MMC, GZ y AMP 

Todo empezó con una llamada telefónica, 
la que se fue repitiendo como círculos en un estanque.
Montevideo en aquellos años, estaba también encerrada por el agua, por un lado la del ancho río, por otros, la de nauseabundos arroyos. 

A mí me llamó el Flaco Héctor. «Venite a Estudio 1, arranca a las 20». Tajante, ansioso como era, más que un imperativo era un ruego entre amigos y compinches, sin necesidad de pedir por favor. «No llego a la segunda vuelta, pero voy a la última» fue mi respuesta. Nos encontramos afuera, él saliendo de la sala, yo rodeado de otros amigos y amigas, convocados, algunos por mí, esperando en la fila para entrar. Éramos muchos, caras conocidas, varias, otras extrañas que a veces llamaban a la duda, a la sospecha, a sentirse vigilado. «¿Vos cómo te enteraste?» me preguntó la amiga de una de mis amigas allí presente. Ya nos habíamos visto, de lejos, en un recital de música y en el teatro, pero era la primera vez que hablábamos, más allá del diálogo de las miradas. «¿Vos sos Ana, verdad?» y le conté cómo me había enterado y lo que había hecho para retransmitir la convocatoria. Aquella pregunta, parecía la contraseña para salvar un obstáculo, sobrepasar una muralla, para que se abrieran las puertas, la frase, como aquellos golpecitos en los muros que se pasaban de celda en celda, esa pregunta se repetía de boca a oreja, entre algunos de los que esperábamos para entrar. 

No faltaba quien estaba en la cola porque era su costumbre, casi de militancia, ir a la última vuelta en Camacuá, dieran lo que se diera, pero la mayoría estábamos por la convocatoria iniciada por aquellos pocos de la primera vuelta que sorprendidos de lo que habían visto, a la salida pasaron la voz. Así fue como Héctor se enteró y me llamó. Nada me dijo de lo que venía de ver. En su cara encontré una mirada de sorpresa y me pareció de nerviosismo, también. 

No había podido leer nada como para prepararme. No conocía al director, solo sabía que era cine independiente mexicano. El enigmático título me hizo pensar, mientras me dirigía a la sala, en Bruno Bettelheim y aquel libro de los cuentos de hadas y el sicoanálisis, pero iba desconcertado y esto aumentó cuando busqué pistas en la cara de mi amigo. Él no podía hablar, apenas me buscó en la fila, miró para un lado y para otro, se detuvo y me dio un apretón de manos, y se fue como huyendo o buscando alcanzar algo a su frente. 

Al entrar a la sala se respiraba, además de la inconfundible atmósfera de cine, una sensación de complicidad, miedo y resistencia. Me senté al lado de Ana, las luces se apagaron de a poco mientras se empezaba a oir, la que alguien ironizó diciendo que era la voz de dios, que resaltaba las ventajas de ser socio mensual, semestral o anual, que por apenas un poco más del precio de dos entradas a un cine comercial, se podía acceder a cien funciones en un mes, y que nos preguntaba cuántos de nuestros mejores recuerdos los habíamos vivido en una sala a oscuras. La voz se apagó junto al chirriar de fondo de la casete mientras corría la cinta, y entonces se empezó a revelar el misterio de aquella llamada hecha con sigilo, en algunos casos con temor, en otros con la rebeldía de los jóvenes. 

La pantalla se inundó de imágenes descarnadas de la lucha de un pueblo contra un régimen opresor, imágenes y sonidos urgidos por la historia. No podía creer, no tanto lo que estaba viendo sino el hecho en sí mismo, la proyección pública de una realidad tan acuciante como la que vivíamos desde hacía diez años. 
No recuerdo cuando comprendí que a ese pequeño país de Centroamérica le llamaban Pulgarcito, lo que sí recuerdo fue el orgullo de tener, en este otro chiquito país, un lugar donde ver esas imágenes en movimiento. 

A la salida del cine, la noche nos esperaba, para ocultar ese acto de comunión con la esperanza de tiempos mejores. 

Cerca el mar golpeaba contra el murallón de rosado granito. Dentro de mí sabía que a la larga lo iba a socavar, igual que la osadía y firme compromiso de aquellas personas que programaron las «Historias prohibidas de Pulgarcito», que tanto aportó finalmente a cambiar la dura realidad. Caminamos tomados de la mano.