Nosotros ya estábamos ahí.
Desembarcamos tiempo antes, provenientes de otras miradas, desde otras catástrofes y algunos logros comunes a todos. A pesar de eso, la gente nos reconocía.
A raíz de uno de los festivales que se organizaba en Cinemateca, la sala “18 de julio” fue escogida como último templo del cine y se bromeaba de ese modo con la fe y los apostolados.
Con algo de humor se escondía una verdadera tragedia; en poco tiempo habría otra pérdida más y una sala menos.
Las salas de cine naufragaban dejando desamparados a sus seguidores.
Mientras tanto entre pintura y cal, unos artistas espléndidos nos estamparon en un gran mural dejándonos inmortalizados a los cuatro realizadores escogidos para esa oportunidad.
Con un halo casi místico como una travesura que deseaba alejar a la muerte, marcábamos presencia de un modo hasta entonces insospechado en la ciudad de Montevideo.
Elegimos a Alfred como interlocutor válido pero se excusó planteando la alternativa de Luis quien argumentando esto y lo otro cedió el lugar a Federico, el que finalmente arguyó que era yo la indicada.
Lucrecia, o sea yo, pasaría a ser la responsable de la narrativa de lo que fuera sucediendo en esta preciosa ciudad.
Agradecí la gentileza y entendí que resultaba una decisión favorable por mi condición de mujer y mi manejo de lo rioplatense, lo que me hacía más próxima que el resto a lo circundante.
En Salta, mi ciudad natal, el sol abrasa durante el verano y preferiría tomarlo a sorbos ya que en lugar de ahuyentar la locura parecía acercarla aún más, como sucedía con la fiebre en la infancia.
En Montevideo abracé la locura con otro nombre una cuantas veces y si bien el sol parece menos agobiante, desde mi nueva locación, aprendí a asolearme con intensidad junto a mis colegas.
Pude ver así una ciudad perpleja y algo desangelada y con silencios tan oscuros y descarnados que
quienes la habitaban lucían como autómatas corriendo de aquí para allá.
Algunas veces la noche respiró su suerte y entonces hubo tamboriles como mariposas atravesando las calles y era esperanzador pensar en que llegaría la primavera y se alejarían aunque más no fuera por un rato las palabras de vidrio.
Escuché decir que hacía más de cuatro décadas que un mismo ciego pedía limosna en la esquina y también frente a nosotros un otro “Trocadero” persistía pero desde hacía mucho, se vendían allí ropa y zapatos.
Una tarde de lluvia intensa y estando algo distraída, entablé conversación con una joven que esperaba pacientemente el 103.
Acordamos hablar de lunes a viernes; aprendí a extrañarla con algo de nostalgia durante los fines de semana.
Me contó muchas cosas de la ciudad y su gente, sus aflicciones, alegrías y ritmos cadenciosos y mencionó que la sala “18” concluía con el final de muchas salas.
Una más que se desvanecía.
Majestuosa, devino tiempo después en una de las salas de Cinemateca.
Con solo mirarlas, las escaleras de granito rojo intenso ubicadas a la entrada del complejo le producían vértigo; concluían casi como resignadas frente a tantas butacas oscuras y desvencijadas.
Se volvió una sala decadente, tétrica. Casi nada palpitaba en su interior quedando solitaria como una cáscara gigante y desfalleciente. Daba miedo.
La muchacha confesó cómo le agradaba sentir el viento frío golpeándole en la cara y supe que adoraba deambular con las manos en los bolsillos derritiendo buenos recuerdos y jugando con la frontera entre sueño y realidad.
Es que le gustaba mucho ir al cine.
La Cinemateca para ella, se sobreponía de a ratos a una comunidad autocensurada, con fragilidades
y disgustos y decía que había podido subsistir generando piruetas culturales desenfrenadas.
Era producto de un sueño que cuajó y todavía manoteaba cuanto podía para sobrevivir en un mundo complejo.
Parecía dijo, un muelle que daba paso a un mar pleno de imágenes e historias.
Una tarde fue a ver un documental sobre la India, “Calcuta”, y sonreía con algo de picardía mientras explicaba cómo se mezclaban castas y paisajes exóticos y coloridos con gritos provenientes de un partido de basketbol en la sala Camacuá.
El exterior allí, se colaba sin permiso durante la proyección del film mientras los atentos espectadores se esforzaban por ignorar esas interrupciones.
Esa sala era muy hermosa y especialmente cálida en tardes terriblemente frías e invernales.
Había que ser valiente para salir a la rambla; era una de sus salas preferidas a pesar del choque térmico.
Ella se refería por lo general a los espectadores como a locos apasionados, como a un grupo aglutinado siempre dispuesto a ver cine siendo capaces de reconocerse como verdaderos adictos.
Peregrinos de historias incendiadas que los dejaban satisfechos o muy disgustados pero jamás indiferentes.
Entonces a veces ella se desquiciaba y comenzaba a recitar miles de títulos ya vistos: Ben Hur, Lawrence de Arabia, La República perdida, Sucios, feos y malos, Una Eva y dos Adanes, Citizen Kane, Nos habíamos amado tanto, Derzu Uzala, Sostiene Pereira, Cinema Paradiso, Dios y el Diablo en la tierra del sol, El acorazado Potemkim, Los girasoles de Rusia, La naranja mecánica, y así continuaba largo rato perdiendo varios de los buses que la regresaban a casa permaneciendo colgada en su delirio.
Otras salas se metían en su relato: la de Pocitos, la Linterna mágica, Carnelli y la de ACJ, todas ellas rememoradas con ternura.
Cinemateca era además la escuela de cine y el archivo de la imagen.
Y a decir verdad, alcanzaba con bajar unos cuantos escalones, atravesar una escalerita moquetteada de un intenso color azul para llegar hasta el video en el local de Carnelli.
El lugar transmitía calma y se percibía como ajeno a los ruidos callejeros y solo de vez en cuando se escuchaba algo desde la sala de proyección adosada al improvisado sector asignado para los videos.
Imitaba el “trrrrrrr” de la cinta cuando corre y se le iluminaban los ojos. En el mismo subsuelo de la sala Carnelli donde funcionó el video, con una mueca de desagrado recordaba un intenso olor a cloaca que provenía del baño.
Dijo que solía empeorar cuando se lo higienizaba con creolina.
Con aquellos aromas tan intensos, la joven parecía cabalgar sobre otras memorias olfativas que pude contemplar encantada.
En esa época, se había dado cuenta de que los pájaros se volvieron de barro y la tristeza consumió la propuesta cine al punto de casi desaparecer y se instaló el modelo video para ver en casa.
En Carnelli y en Pocitos se ubicaba el video de Rony, otro enamorado del cine.
Todas las cajitas azules dispuestas verticalmente contenían las películas que sistematizadas en perfecto orden y bien rígidas, acompañaban en silencio la armonía que destilaba el local.
En Pocitos la disposición era más amigable y sin olores fuertes. La cafetería con sus escones y la torta de manzana, inolvidables.
Victoria, la más gentil de todas, atendía con esmero a los estudiantes de la ECU y al público en general y lo mismo pasaba el plumero sobre los estuches azules de plástico como recomendaba una película o armaba hasta el mínimo detalle el catálogo del que estaba tan orgullosa.
Manuel, el querido Martínez Carril, conductor de este delirio monumental durante tantos años contra viento y marea, era omnipresente y aparecía desde cualquier sitio, siempre detrás de un par de lentes oscuros y enormes como dos televisores.
Con su actitud calma prestaba atención a todo lo que sucedía alrededor: cortaba entradas, informaba, resolvía imprevistos, cuidaba que todo funcionara.
Su esfuerzo, su entrega, su pasión eran admirables.
Con mucho esmero y entrega solia traducir una película simultáneamente con las imágenes que se proyectaban, ya fuera desde el ruso al portugués y de ahí al español o del chino mandarín al coreano, ya que lo importante para él, lo primordial, era que la película llegara al espectador y se pudiera apreciar.
Manuel estaba disponible allí, con su voz increíble.
Era un sembrador de sueños con buen abono, un conocedor de la matriz, empecinado como pocos y con el capricho que da un buen antojo.
Así era.
Como quien describe un gran amor, muy intenso, cada vez que podía la joven defendía con tesón
que solo el cine reunía todas las artes y por eso era el mayor y más grande de todos. Música, literatura, fotografía, todo cabía en aquella maravilla llamada cine.
Mi amiga de los días hábiles contó que de milagro no había nacido en una sala de cine y que su madre le decía que tenía los ojos muy azules porque durante su alumbramiento había fantaseado con el mismísimo Paul Newman.
En ocasiones decía que le parecía que toda la ciudad iba a respirar cine.
Es que los había en cada barrio y fue allí donde se consolidó en ella buena parte de ese amor que
perduraba; el Cosmópolis de la Villa del Cerro, el Flores Palace, el Lutecia -a propósito mencionó más de una vez que había que animarse a ir a esta sala por las pulgas que te traías en el bies de la ropa-, así como también el Roi, el Ateneo, el Edison, el Alcázar, el Copacabana y tantos otros que fueron testigo de lágrimas, risas, esperanzas y desamores ciudadanos.
Con orgullo, mi interlocutora, recordaba aquella máquina de sueños que aseguró, la mantuvo viva.
Tiempo después me invitó a conocer las flamantes salas que desde hace un tiempo ofrecen la propuesta de la Cinemateca cerca de la preciosa rambla y el teatro Solís.
El resplandeciente local de la nueva Cinemateca era una estrella en el desierto.
Cerca, el mar ennegrecido me pareció una postal que sostenía un retazo de tormenta.
Encontré a Manuel tomando un café sin azúcar en una mesita cerca de la librería mientras un grupo de gente esperaba el comienzo de la función.
Discretísimo, había abandonado el reloj pero disfrutaba del lugar con una modestia extenuante.
De haber venido Federico, pensé, estaría orgulloso.
Proyectaban “La Dolce vita” y Anita Ekberg estaba más linda que nunca.