Y la nave va

Gonzalo Romero

La ruta estaba desierta y mal iluminada. Los faros de los autos que muy cada tanto pasaban en sentido contrario salpicaban de luz el interior del suyo. Era Julio. Hacía frío. El viento se colaba por la ventanilla abierta y parecía que le iba acuchillar la cara. Pero nada importaba. Ya nada tenía sentido a excepción del ruido del motor y el avance de las ruedas en el asfalto. Quería sentir el dolor del viento al inyectarse con fuerza en sus venas. Ese mismo viento que le arrancaba las lágrimas de los ojos y las dirigía a algún lugar recóndito del auto. La estructura metálica móvil le daba protección, lo envolvía y lo ponía en movimiento. Y es verdad que las lágrimas no habían parado de brotar desde el momento que subió al coche con la promesa de no volver, pero también era necesario que algo así ocurriera. “No sólo es agua salada lubricando los globos oculares, está comprobado científicamente que las lágrimas emocionales, que son las que me están inundando los ojos ahora, se diferencian en composición química y en la estructura molecular de las lágrimas protectoras” pensó. A continuación su pensamiento volvió al lugar de siempre y la punzada de dolor acometió directamente al estómago. Las manos le temblaron en el volante pero nunca perdió la concentración. Tenía la mirada fija en las líneas blancas pintadas en la ruta, que se sucedían como imágenes repetidas proyectadas sobre la pantalla de un cine en penumbras. Cerró los ojos un segundo para respirar profundo y cuando los abrió leyó el nombre de un pueblo en un cartel al costado de la ruta que indicaba su inminente proximidad. 

Nunca había tenido el impulso de subirse al auto sin un destino al cual llegar. Ahora, no sólo ese impulso se había transformado en acción, también habían irrumpido las ganas de no regresar al lugar de donde había salido. Sentía que era la primera decisión verdadera que tomaba en sus treinta años de vida. La primera y de alguna manera la última de esa vida que se estaba por acabar. El golpeteo de los baches en el camino y la concentración puesta únicamente en mantener el auto en movimiento lo hacían sentir menos solo. Hasta podría decirse que había cierta planificación en sus actos. No sabía lo que quería ni lo que vendría, pero estaba convencido que profundizar en esa incertidumbre era el camino que tenía que seguir. La angustia convivía de manera paradójica en su interior con una sensación de claridad que de a poco iba ganando lugar. 

Ante la posible bifurcación del camino que llevaba resolvió seguir y no ingresar al pueblo que el cartel le había indicado un par de kilómetros antes. Todavía sentía que estaba cerca. Creía verse comprendido dentro de un radio de acción donde el núcleo todavía emanaba ondas que tocaban y marchitaban su cuerpo. Aún así, las lágrimas en algún momento habían dejado de salir.“ Creer que mi dolor disminuye a la vez que la distancia recorrida aumenta es bastante estúpido, tan estúpido como que se me ocurra en este momento que las dos variables estarían comprendidas en una relación inversamente proporcional” pensó. 

Redujo la velocidad y buscó en la guantera algún disco. Su espíritu se encontraba más sereno y receptivo para sentir música. Manoteó uno de la pila y el favorecido le pareció la mejor banda sonora para ese momento. Redujo aún más la velocidad para sacar el disco de la caja y ponerlo en la ranura de la radio; después de unos segundos escuchó: “…I still don´t know what I was waiting for, and my time was running wild…”. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas pero esta vez no se exteriorizó ninguna. Sintió una conexión cósmica con Bowie y con el mundo. Lo acometió un recuerdo de estar viéndolo en una sala de cine desierta en la película The Hunger. Una vez más la música y el cine conteniéndolo, removiéndolo y salvándolo. Si alguien- vaya a saber por qué motivo incomprensible- le hubiera preguntado: ¿para qué vivís?, él hubiera contestado como un autómata: para escuchar música y mirar películas. La música y el cine lo habían moldeado. Lo hacían pensar. Siempre le había gustado la idea de creer que en algún punto él era la música que escuchaba y las películas que veía. Como una cuestión de identificación y como una forma de sobrevivir en el mundo. No había dudas que Música y Cine lo definían mucho más de lo que lo hacía su familia, sus amigos o la profesión que había elegido.

Dentro de su tristeza había lugar para una felicidad que a fuerza de sensibilidad y concentración en el presente iba surgiendo como gotas que se condensan sobre un vidrio empañado. “Cambio en el estado de la materia que implica el pasaje de gas a líquido”. Le hizo gracia pensar en el concepto de condensación como una metáfora de lo que le estaba pasando. Se había sentido volátil al principio. Su cuerpo inconexo se desintegraba y expandía por el cosmos sin su determinación, y ahora, con un centro de gravedad distinto, más entero y ensamblado se sentía fluir por el asfalto ocupando un verdadero lugar en el espacio. Espacio y tiempo en el que todo era uno: su cuerpo, sus pensamientos, el auto, la música, las  lágrimas perdidas, los kilómetros hechos, los venideros, el efecto de las luces de los otros autos avanzando hacia el suyo, el viento, la noche; todo aquello se enroscaba con fuerza en alguna otra dimensión y regresaba a su interior haciéndolo un poco más refulgente y esperanzador. 

La música sonaba cada vez más fuerte dentro del auto. Afuera la noche gozaba de sus últimos minutos de cerrada oscuridad. Sin mirar el reloj supo que la luz del amanecer iba a surgir de un momento a otro. Sin proponérselo había tomado una decisión. “ O mejor dicho, sin formular un esquema de pensamiento formal donde un hecho es analizado desde diferentes perspectivas para luego intentar predecir el mayor número de consecuencias posibles”. Su parte racional quedó relegada, y en cambio se había impuesto la emoción, el instinto o el simple azar. El  freno empezó a chirriar. Bowie se había callado. La velocidad fue bajando hasta que el auto quedó quieto, boqueando en la banquina. Su cuerpo en el asiento  acompañaba la quietud del auto y del paisaje exterior. En esa inmovilidad total transcurrieron unos segundos. 

Fijó la mirada en la oscuridad y pisó el acelerador, al tiempo que giraba completamente la dirección a la izquierda para retomar la ruta en el sentido inverso al que venía. Sacó el disco y puso otro que al sonar disminuyó la tensión del aire. Por el retrovisor pudo ver los primeros destellos rojos que coloreaban el cielo a su espalda. Sonrió. Si el acto de alejarse fue la primera decisión verdadera que tomó en su vida, la segunda fue la de querer volver al lugar de donde había escapado.