Corría el año 1998. Hacía casi un año que me había separado de la mujer que había sido mi pareja por cinco años, razón por la que me fui a vivir a un departamento monoambiente ubicado en pleno barrio Cordón. Al ocupar el lugar, lo decoré con un toque minimalista, sobre todo por razones de espacio. Un colchón de dos plazas en el piso, sobre la moquette (aún no había conseguido una cama), una heladera pequeña, una mesa con dos sillas, y una biblioteca. Carecía de televisor, por elección propia. Mis actividades preferidas eran leer, escribir, y ver buen cine. De modo que apenas me separé, y por lo tanto con más tiempo libre, opté por hacerme socio de la Cinemateca Uruguaya, situación que aproveché al máximo.
Salía de trabajar, me daba un baño, y mientras comía algo liviano me fijaba en el librillo donde estaba la programación del mes cuáles eran las películas que se exhibían ese día. Visitaba las salas casi a diario: la de 18 de julio, la de Lorenzo Carnelli con sus dos salas, la de Pocitos en la calle Chucarro, la Linterna Mágica en la calle Soriano, todas. A Cinemateca 18 prefería ir los sábados a la noche, ya que allí se daban los estrenos, mientras que a las otras salas solía ir cualquier día entre semana. Precisamente en un día de semana sucedió la historia que voy a narrar.
Tras un día de trabajo muy pesado, y mientras el agua de la ducha corría por mi cuerpo, ya tenía pensado ir a ver una película. Casi podría decir que a esa altura, ir a la Cinemateca se estaba convirtiendo casi en vicio, un vicio sano y disfrutable. Consultando la programación, vi que en sala 1 de Lorenzo Carnelli se exhibía “Carretera Perdida”, de David Lynch. Hacía tiempo que quería verla. Así que hoy era el día. Salí a la calle decidido a caminar, la sala no quedaba lejos de mi casa. El invierno estaba en sus finales, y esa noche en particular era muy agradable, como si la primavera se hubiera anticipado.
En la esquina de mi casa tomé Guayabos hacia el oeste hasta llegar a la esquina de Carlos Roxlo. Doblé a la izquierda haciendo una cuadra hasta llegar a Constituyente. Desde allí una cuadra corta hasta Carnelli y nuevamente a la izquierda, donde a mitad de cuadra estaba el cine. Nada más acercarme noté una gran cantidad de gente en la vereda, y luego en el vestíbulo, cosa más propia de una sábado a la noche. Siendo un lunes, pensé: “Bueno, si atrae tanta gente, la película debe ser muy buena”. Me sentí contento, felicitándome por lo bajo por haber venido.
Siendo bastante tímido como soy, y no viendo a ninguna persona conocida, permanecí arrinconado cerca de la boletería, dedicándome a observar al resto de las personas. Mientras paseaba mi mirada por la concurrencia, un grupo en particular llamó mi atención. Eran tres mujeres. Las tres andarían entre los treinta y los cuarenta años. Atractivas las tres. Interesantes todas ellas. Pero era una la que había captado mi atención. Estatura media. Pelo castaño claro. Ojos claros (desde mi lugar no llegaba a advertir si eran azules o verdes). Complexión mediana. Vestía informal pero con cierta elegancia. Pero lo que más me atraía eran su sonrisa y sus gestos. Sonreía de un modo delicado, sutil, mostrando a veces una hilera de dientes blancos, delicados, como toda ella. Mientras las otras dos mujeres hablaban animadamente, ella inclinaba levemente su cabeza con una gracia particular. Gracia que también mostraba al acomodarse el pelo, con un gesto de contenida coquetería.
Yo me quedé mirándola como hipnotizado. No era que fuera una belleza despampanante, lo que el canon de la sociedad definiría como una belleza de mujer. Era una belleza discreta. Considerándola en su conjunto, me parecía adorable. No podía dejar de mirarla. Hasta que en determinado momento, ella miró hacia donde estaba yo y nuestras miradas se cruzaron. Sentí como una electricidad que recorría mi cuerpo. Fueron tres segundos que me parecieron eternos. Ella, tras mirarme seria, me dedicó una breve sonrisa y luego siguió atenta a la conversación. Me quedé allí, estaqueado, inmóvil, como un bloque de hielo frio y quieto en apariencia que por dentro se estuviera derritiendo a miles de grados de temperatura. En pocos segundos, inmerso en ese silencioso terremoto interno, comprendí que existía eso que llamaban amor a primera vista, que era posible, y que estaba seguro que había conocido a la mujer de mis sueños. El pensamiento podía parecer un poco ridículo, dada la situación. Era alguien que veia por primera vez, a metros de distancia, sin saber exactamente cómo era esa persona, aparte del aspecto físico. Pero yo, a pesar de que siempre fui bastante racional al respecto, sentí que no había duda, que era así.
En eso se abrieron las puertas de vaivén de la sala y mientras se escuchaba la música de los créditos finales, comenzó a salir la gente de la función anterior. Cuando hubo salido el último, el muchacho que controlaba las entradas se paró enfrente de todos y sin dejar de sonreír hizo un gesto con la cabeza que daba a entender que ya se podía ingresar. Cada socio tenía un papelito con una cuadrícula numerada del uno al cien, en la cual cada cada número representaba una determinada película. Lo que hacía él era marcar con una lapicera el casillero correspondiente a la película de ese día. Mientras lo hacía, iba saludando amablemente a los concurrentes, a algunos por amabilidad, a otros por conocerlos, por ser
gente habitué de la Cinemateca.
Me senté, como era mi costumbre, en el medio de la fila, del centro un poquito hacia atrás. El grupo de amigas evidentemente estaba más atrás, porque desde donde yo estaba no las veía. Comenzaron a apagarse las luces una a una, mientras las conversaciones iban disminuyendo hasta convertirse en susurros que luego dieron paso al silencio. En los primeros minutos de la película me costó concentrarme, hasta que conseguí finalmente meterme en la película. Era muy buena, realmente me gustó. Una vez terminada ésta, ya saliendo de la sala, observé cómo la chica en cuestión se despedía de sus amigas y se dirigía presurosa hacia la salida. Sin dudarlo ni un minuto y movido por un impulso totalmente irracional comencé a caminar yo también hacia la salida, cuando en eso se me coloca adelante una pareja de conocidos que hacía un tiempo no veía.
— ¡Pero mirá a quién tenemos acá, perdido!!
Imposible zafar. Contra mi voluntad tuve que quedarme, saludarlos, ponerlos brevemente al día, mientras por dentro lamentaba no haber podido salir a tiempo para alcanzarla, aún sin saber para hacer qué, para decirle qué, cómo encararla. Tras un par de minutos que me parecieron eternos, pude despedirme con no sé que excusa, saliendo disparado hacia la vereda con la esperanza de que no fuera demasiado tarde. Fue en vano.
Aún con ella en mi mente, pasó una semana hasta que fui nuevamente a la Cinemateca, a la misma sala de Lorenzo Carnelli. Era la función más temprana del día, por lo cual no había mucha gente.
Al salir la vi.
Esta vez no estaba dispuesto a perderla de vista. Salí presuroso detrás de ella, saliendo a la vereda en el momento mismo en que la chica se fundía en un abrazo con un tipo.
— Un amigo. Que sea un amigo –me repetía por lo bajo.
El beso en la boca me confirmó que no era simplemente un amigo. Se fueron alegremente, tomados de la mano, mientras yo me hundía lentamente en medio de aquella vereda desolada. Traté de quitarle importancia al asunto. Después de todo era una situación sin asidero ninguno. Una impresión, un espejismo, la expresión más extrema de un amor platónico. Así que poco a poco, me olvidé.
Al poco tiempo, un cambio de horario en mi trabajo habitual me impidió volver a disfrutar de todo espectáculo recreativo, incluida la Cinemateca. Esto duró como seis meses, pasados los cuales volví a mis hábitos de siempre. Una noche, sin nada que hacer, me fui hasta la Cinemateca Pocitos, en la calle Chucarro casi Avenida Brasil. Ese día se exhibía “El oro de Ulises”, con Peter Fonda. Entro primero a la sala, y mientras voy hojeando el programa mensual, va entrando el resto de la gente. La película me gustó, me conmovió por momentos. Detrás mio, una mujer, conmovida también (mucho), lloraba por lo bajo. Quedamente pero sin pausa. Tuve el impulso de tantear uno de mis bolsillos traseros donde siempre llevaba un pañuelo de tela limpio, y dándome la vuelta hacia la fila de atrás, se lo alcancé.
Era ella. Aún la recordaba. Tomó mi pañuelo, y balbuceando apenas un “gracias”, se secó las lágrimas. Seguí viendo la película como pude, teniendo la certeza de que ella ni siquiera se acordaría de mi. Además, me dije a mi mismo: “Dejate de pavadas, no te ilusiones. A la salida debe estar alguien esperándola”. Extrañamente, pude distanciarme mentalmente de la situación. Me sentí con un estado de tranquilidad y paz total, lo que me permitió disfrutar plenamente del resto de la película sin pensar en nada más. Cuando terminó, me quedé en mi butaca hasta lo último, hasta el último crédito, hasta que la pantalla se puso en blanco. Salí de la sala y bajé las escaleras que daban al hall.
Entre un grupo reducido de gente, estaba ella. Se me acercó con una sonrisa y me devolvió el pañuelo, agradeciéndome.
— ¡Qué pensarás de mi, que mujer más tonta!!
— ¿…?
Yo no pensaba nada.
— Suele sucederme, hay películas que me emocionan, que me tocan alguna fibra íntima,
no sé qué ni por qué, pero me pasa.
Le dije que no se excusara, que era normal, que a mí también me había pasado alguna vez. Eso dio lugar a una breve y agradable charla sobre cine, teatro, música. La conversación me convenció más aún de que esa era la mujer para mi. Tras unos minutos se despidió, dándome las gracias nuevamente. Afuera la esperaban unos amigos.
Me quedé mirando las películas del Video Club de la planta baja, cuando sentí una mano posarse en mi brazo. Era ella nuevamente.
Me miró fijamente con sus preciosos ojos verdes, y sin dejar de sonreír me dijo:
— ¿Querés venir a tomar algo con nosotros?