Aquel 3 de enero de 1978 cuando apenas —según el calendario— comenzaba el tercer día de otra vuelta al sol, el verano volvía a mostrar las calles de Montevideo con poca actividad. Algo acostumbrado en esta ciudad tan al sur de todo en donde la temporada estival parece provocar una suerte de siesta. Corrían ya cinco años de instaurada la dictadura cívico-militar y algunos años más desde que el autoritarismo se había instalado en nuestro país. Aparicio Méndez era el presidente títere de la junta militar.
Represión, cárcel, tortura, desapariciones y muertes, también exilios eran por esos días moneda corriente. Para algunos la cuestión era sobrevivir, para otros, además de la supervivencia, la razón de la vida era la resistencia al régimen oprobioso.
Ese día en Estudio Uno (Camacuá y Reconquista, sede de AEBU) Cinemateca Uruguaya proyectaba un filme realizado seis años antes pero que, para los cinéfilos de aquellos tiempos, en nuestro país todavía resultaba ser casi un estreno. Se trataba de Todo lo que usted quería saber acerca del sexo y nunca se atrevió a preguntar de Woody Allen, protagonizado por el propio Allen junto a Gene Wilder, Louisse Lasser, Lynn Redgrave, Burt Reynolds y John Carradine, entre otros. Una comedia de tono satírico que aborda algunos temas tabúes de la sexualidad humana.
Desarticulados los gremios, prohibidos los sindicatos y todo lo que se conectara de una u otra forma con los partidos políticos y las organizaciones sociales, sin prensa opositora, en 1976 la dictadura recrudeció su represión en el ámbito cultural. Prohibiciones, censuras, cierre de salas, requisas y quema de libros, destituciones y muchas veces torturas y cárcel para educadores y artistas.
En ese contexto, en 1976, un puñado de viejos amigos, compinches y compañeros, decidimos poner en marcha una biblioteca ambulante. Esta comprendía libros, textos, discos y folletos prohibidos por el régimen imperante. Circularía entre personas de estricta y probada confianza. Sería totalmente clandestina y se idearía un sistema de entregas y recepciones en el cual nadie vería a quien llevaba el libro ni quien lo recibía. Ex profeso omito aquí los detalles del sistema, porque vaya uno a saber si en algún momento será necesario volver a utilizarlo. Pensemos solamente en el famoso juego de la batalla naval. Por ejemplo: D.B2 o E1-F8-A6 (Disquería, Batea 2 o Estudio 1, Fila 8, Asiento 6).
Cinemateca Uruguaya, así como una pequeña pero nutrida disquería que se encontraba en la Avenida 18 de Julio casi la Universidad y una sala teatral eran los sitios en donde se producían los intercambios. Referentes de esos lugares, Manuel, Liliana, Martín, Nancy y Eduardo aceptaron bajo estrictas normas de seguridad y reserva que este peligroso juego se jugase en sus territorios. En el caso de que ocurriese lo peor, sabíamos cómo deslindar a estas instituciones de toda responsabilidad. Y en el caso de alguna sospecha, la publicación periódica en los avisos clasificados del diario El Día donde se leía “compro libros, taso bibliotecas, voy a domicilio” nos brindaba una cobertura más o menos creíble. Los libros así adquiridos, específicamente los que trataban sobre cine, luego fueron donados a Cinemateca.
Dos años funcionando clandestina y a la perfección, la biblioteca acrecentaba su acervo y en 1978 se preveía la inauguración de las salas de Lorenzo Carnelli, por lo que se ampliaría el radio de acción. Demasiado bien. Por eso, aquella noche de luna menguante tal vez fuera el presagio de que algo iría mal, o por lo menos, no bien del todo.
Finalizada la última función del exitoso filme de Allen, me dispuse a marchar rumbo a mi casa con tres libros que me habían sido devueltos, allí en Estudio Uno, sin saber por quién. Los tres títulos: Qué hacer de Lenin, Qué es el materialismo dialéctico de Ovshi Yajot y Conciencia de clase de Antonio Gramsci.
Cerca de la medianoche ya a bordo de un ómnibus rumbo a mi domicilio y cuando el 164 avanzaba por la calle Miguelete, al llegar frente a la actual seccional Cuarta de Policía (en ese entonces era la Octava), dos individuos que viajaban en el bus y cuya presencia no me había llamado la atención, ordenan al chofer detener su marcha y abrir la puerta trasera del vehículo y a mi tomándome de sorpresa y por la espalda, me tiran sobre el pasillo y me arrastran fuera.
Un descuido al pagar el boleto había permitido que vieran el título de uno de los libros. No sabían ni nunca supieron de donde yo venía.
Una vez en la seccional el interrogatorio, el llamado a superiores y el traslado a mi domicilio con tres camionetas, dos de ellas del Ejército que prestamente arribaron a la seccional policial y que popularmente fueron conocidas como camellos.
Era casi medianoche, adelante un camello, en el medio la camioneta policial conmigo dentro y detrás el otro camello. Cerraron el paso en las dos esquinas, me bajaron a golpes apuntando con sus metralletas y exigiendo que abriera la puerta.
Tomé las llaves, abrí la puerta y me zambullí dentro… la sorpresa por mi movimiento les hizo titubear un instante. Unos preciosos segundos que sirvieron para advertir a mis padres lo que ocurría y esconder algunos libros. Luego de vencer el ridículo temor de ser recibidos a los tiros, policías y militares (fuerzas conjuntas) entraron nerviosos y a los gritos empuñando sus armas. Golpearon a mi padre, patearon al perro. Apenas encontraron un par de libros. Una veintena más estaban en lugar seguro. Frustrados por un botín tan magro se dedicaron a romper una guitarra, algunos vasos y platos y a robar discos y algunos objetos.
Bajo insultos y amenazando con sus armas a mis padres, me devolvieron a golpes dentro de la camioneta. Luego la marcha hacia la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, un centro de torturas ubicado en la calle Maldonado casi Paraguay.
Allí encapuchado con mi propia campera de nylon, el plantón, los golpes y el tacho, un tanque cilíndrico de metal lleno de orines y agua putrefacta. Calabozo, de dos por dos, piso paredes y techo de cemento, nada dentro.
Nada pudieron probar más allá de lo que estaba a la vista. Al segundo día ingresaron detenidos a un par de hombres de saco y corbata acusados de contrabando y cuando me llevaron al baño por un estrecho pasillo, el guardia les dijo “no miren a ese que es muy peligroso, es un subversivo”. Nada pudieron probar, golpeado y sin recibir ningún tipo de alimento, solo agua, cuatro días después me dejaron libre. Cuatro días desaparecido, sin que nadie de mi conocimiento supiera de mi destino, sin que nadie supiera qué había sido de mi tras el secuestro.
Una vez libre, por razones de seguridad, podría estar siendo vigilado —de hecho ocurrió así— dejé de integrar el grupo, la célula de la biblioteca.
Biblioteca que siguió funcionando un par de años más, hasta el plebiscito de 1980.
Por esto y por muchas cosas más Cinemateca Uruguaya, es mucho más que un cine. Es mucho más que la conservación de un material fílmico y la exhibición de películas. Cinemateca es todo lo que usted siempre quiso saber y nunca se atrevió a preguntar.