Primera Mención

Las alas del deseo

María José Pieri

Con 18 años recién cumplidos, entrar a estudiar a facultad y hacerme socia de Cinemateca fueron actividades paralelas. Y la base de mi formación cultural y profesional.

Retirar el librillo con la programación mensual en las distintas Salas de Cinemateca, leer desde el editorial hasta los últimos avisos, repasar la ficha técnica de cada estreno, cada ciclo, era de un disfrute increíble. Marcar con fluorescente las películas que quería ver, y luego con otro las que efectivamente podría ir a ver (por cuestión de horarios) era un ritual que me tomaba muy en serio. Y luego de visionar cada pieza, volver a la ficha y ver si coincidía con el comentario, verificar que no se me hubiera pasado nada… una extensión de la experiencia cinematográfica.

Una vez pasó algo curioso: la misma película se programó dos veces en el mismo mes: como estreno en la Linterna Mágica y como parte del Ciclo Wim Wenders en la Sala de Fernández Crespo (hoy La Trastienda). Se trataba de Las Alas del Deseo, y su imagen venía en la tapa del librillo, y dentro muchísima información al respecto. Era una película que, de ninguna manera, podíamos dejar de ver.

Decidí intentar verla en Fernandez Crespo, un martes a las 18 horas. Yo sabía que era mal horario, ya que a las 19 horas debía entrar a clase en facultad que me quedaba muy cerca, pero no podía esperar a la otra función que sería recién como diez días más tarde. Ansiedad, mi vieja amiga.

Corría el año 1989, se me había ocurrido estudiar la novel carrera Ciencias de la Comunicación y teníamos muchos inconvenientes para llevar adelante las clases. No contábamos con sede propia, nos prestaban salones en la Facultad de Derecho, casi siempre insuficientes en tamaño y recursos para los más de 300 estudiantes que pretendíamos sentarnos en una silla y escuchar al docente en vivo.

Por ese motivo, eran habituales las suspensiones de clases por falta de salones y donde se aprovechaba para hacer asambleas, buscando alternativas para mejorar las condiciones de estudio. Así había alguna posibilidad de que no tuviera clase. Faltar, a propósito, para ir al cine, no era una opción.

Me la jugué y fui a verla. No éramos muchos en la sala… un martes de otoño, tan temprano. Comenzó la película en blanco y negro. Era interesante: la música, las imágenes desde arriba, la narración en off… de todas formas yo estaba nerviosa, como universitaria de reciente estreno no quería perderme la clase y además pretendía conseguir asiento… sino, me tocaría con suerte escuchar desde las escaleras.

A los 45 minutos decidí que me iba a ir a clase. Aguanté un poco más, hasta que mi sentido de la responsabilidad no me dejó quedarme un instante más. Me levanté silenciosa y fui subiendo los escalones en la penumbra. Cada tanto me daba vuelta para intentar rescatar una imagen adicional, llevarme un fotograma en la retina y en la memoria. Sentimientos encontrados.

En una de esas veces, mi cerebro me jugó una broma pesada: mientras el ángel desde el piso veía volar en su columpio a la equilibrista, la carpa del circo se tiñó de colores: rojo, amarillo, verde. Di un paso más, me volví a dar vuelta para comprobar esa catarata de luz y color que había creído ver, y la imagen en blanco y negro, aburrida y plana, me dijo que estaba equivocada.

Corrí a facultad, comprobé que no había clase, participé de la asamblea, con la convicción de que tendría que haberme quedado en aquella sala de cine.

La imagen en colores que creí haber visto me desvelaba. ¿Cómo podía ser que mis ojos, mi cerebro, hubieran teñido la imagen? Lo atribuía a mi ansiedad, al sentimiento de culpa por querer estar en dos lados a la vez; al miedo a hacer ruido y que me chistaran, a las miradas de desaprobación por abandonar la sala antes de tiempo.

No le comenté la experiencia a nadie, temía que se burlaran de mí.

Semanas después fui con todo el tiempo del mundo, a La Linterna Mágica. Dispuesta a ver hasta el último título de los créditos.

Tuve que pelearme con el señor que marcaba las tarjetas, porque me decía que yo ya la había visto y no podía entrar. Le expliqué que no deberían usar el mismo número en la planilla, si daban una película dos veces y en dos salas distintas…

Finalmente, el estricto señor me vio tan determinada que me dejó entrar.

No verla no era una opción. Yo tenía que entrar, a terminar de verla, pero además a comprobar que ese instante technicolor existía realmente.

Y existió. Y la película gradualmente se fue llenando de color y de vida, así como el ángel se iba acercando a planos más terrenales.

Podría haberme ido del primer cine unos instantes antes o después… podría haberme dado vuelta en otro momento. Pero fue en el segundo mágico exacto y es un recuerdo que atesoraré toda mi vida.

Wenders me enseñó que se podía hacer cine de una forma distinta, que el lenguaje de los colores era una decisión estética y narrativa. Qué emoción entender con 18 años que el mundo del cine era tan vasto y elástico, que la mirada del director puede ser tan definitiva, que los recursos técnicos están para ser usados.

Es que un proyecto como Cinemateca Uruguaya te da eso: sienta las bases para construir tu propio pensamiento crítico.

Agradezco al genio (o ángel) que tomó la decisión de incluir la película en doble programación. Seguramente no sospecha el efecto que tuvo en aquella joven estudiante que, más de 30 años más tarde, está escribiendo estas líneas.