Primer Premio / Ficción

El tigre y el mendigo

Ernesto Blanco

“De la nada, una cabeza; de una cabeza, la cara de un tigre.”

Sy Montgomery, El embrujo del tigre

“En un excelente cuento sobre Ulises y las sirenas, Franz Kafka ha narrado cómo el héroe griego se taponó los oídos con cera, a fin de atravesar el mar sin sentirse tentado por el canto de las sirenas. Pero de inmediato, Kafka agrega: “Ahora bien, si hay algo irresistible en las sirenas es su silencio.”

Homero Alsina Thevenet, El arte de la nada,

Una enciclopedia de datos inútiles I

¿Quiere saber qué me pasó? Le cuento y tal vez usted pueda ayudarme a encontrar una explicación.

Mi madre creía que durante la proyección de una película puede aparecer una escena nueva. No se refería a que al volver a verla notamos detalles que antes pasamos por alto; según ella efectivamente aparecen escenas de la nada, como si fueran obras de magia o milagros. Yo era niña cuando me lo dijo; no es imposible que fuera una forma poética de referirse a algo demasiado complejo para mí. Pero no lo sé. Ya nunca lo sabré.

Era una noche despejada al inicio del otoño. Salimos a caminar por el barrio, como era habitual después de cenar, y le pedí que me diera ejemplos de esas apariciones. La primera vez que lo notó fue en Dersu Uzala. La había visto a finales de los setenta en un cine de verano en Atlántida a la edad de ocho o nueve años. La función era de noche y ella tenía sueño. Sólo la mantuvo despierta la promesa de su padre de que en la pantalla se mostraría un tigre siberiano. No podía seguir los subtítulos; se la pasó sacudiendo sus piernas para hacer crujir la butaca de madera y rascando el pegajoso barniz del reposabrazos. Cada tanto cerraba los ojos y aspiraba profundamente el aroma a colonia que venía desde el fondo de la sala. La distraía cada sonido: un envoltorio de caramelo, el roce de un pantalón, un suspiro. Hasta que vio al tigre y todos los movimientos de la fiera comenzaron a grabarse en su memoria. El ardiente felino le acecharía metódicamente en sueños, la inspiraría para combinar crayones anaranjados y negros sobre la pradera seca de las hojas de garbanzo del colegio, le quitaría el miedo a mirar hacia arriba.

Años después, siendo estudiante universitaria, fue a la sala pequeña de la Cinemateca que había en Lorenzo Carnelli a ver Dersu Uzala con un muchacho de su barrio. Antes de que empezara la proyección, cuando ya estaban sentados, hubo un apagón. El olor acre del tapizado de las butacas se intensificó; la oscuridad y el silencio se fundieron en una forma omnipresente y monstruosa que reptaba por la sala. Pensó en la promesa de su padre: el tigre que esperaba reencontrar. Buscó refugio en las cualidades del animal: la mirada vertical, las garras, los dientes, el corazón de bronce. Entonces se supo capaz de enfrentar a cualquier sustancia olorosa y reptante. Había logrado controlar su pánico. Y cuando la abrumadora percepción de sus propios latidos renovaba la amenaza, volvió la electricidad.

Empezó la película y casi inmediatamente vio al tigre. La cara de la fiera apareció como una luna entre los árboles crepusculares de la taiga. El animal, remarcando su terrible simetría, miró directamente a la cámara y avanzó hacia los espectadores hasta llenar completamente la pantalla. Mi madre sintió dos descargas de adrenalina: una suave por la excitante presencia y luego una cascada de horror al notar que la escena era nueva. ¿Cómo era posible? ¡Dios! Nunca le contó a nadie esa experiencia y jamás volvió a ver esa película. Me confesó que el misterio era una garantía contra la muerte. Mientras no entendiera el origen de aquella aparición el mundo seguiría andando.

Pero mamá, ¿no es posible que te hubieras dormido por un momento o que simplemente te hubieras olvidado de esa escena? Me concedió con ternura condescendiente que esas explicaciones eran razonables, pero ella sabía que la escena no estuvo en Atlántida y apareció en Cinemateca. Nada había más cierto en su vida que eso. No entiendo, ¿cómo lo sabes? No intentó darme ningún argumento, insistía con que simplemente lo sabía. Me imagino que quienes tienen fe deben sentir algo parecido: pienso luego existo; Dios existe; un tigre se creó de la nada; yo sé lo que sé.

En lugar de una explicación, me dijo que su vida siempre había estado lejos de ser perfecta; por eso era capaz de aceptar cambios e irregularidades en aquello que debería ser más o menos duradero y constante. Hablaba poco de su infancia, pero sé, aunque no estoy segura cómo, que su padre no permanecía mucho tiempo en un mismo trabajo y que cambiaron muchas veces de casa, incluso de ciudad.

Lo de los cambios en una película volvió a pasarle. Fue precisamente en la película que acabo de ver: el primer capítulo de El Decálogo de Kieslowski. La primera vez que mi madre la vio ya había terminado la carrera de escribanía y fue sola a la sala que estaba en Pocitos. Era setiembre, precisamente aquel día del año en que se siente por primera vez un inconfundible aroma a primavera. Al entrar a la sala encontró que allí perduraba el frío del invierno. Se abrigó con un saco de lana que había llevado atado a su cintura y con los brazos cruzados sobre el pecho asistió a la tragedia: un padre viudo, que confió en un cálculo computacional del espesor del hielo del lago, perdió a su hijo por permitirle patinar allí. Ella, precisamente ella, la misma capaz de creer sin más en la mágica aparición del tigre, sintió que en este caso tenía que haber una explicación racional. Era espantoso que Dios hubiera matado a un niño para castigar la idolatría científica de un padre atormentado. Entró de nuevo a ver la película en el siguiente horario, buscando pistas de por qué falló el cálculo de la resistencia del hielo. Estuvo tan atenta a cada detalle que pudiera explicar el accidente como lo había estado de niña a las escenas del tigre. No encontró nada. Odió a Kieslowski y por muchos años no volvió a pensar en el tema.

Mucho después, ya estando embarazada de mí, volvió a ver la película en un ciclo sobre el director polaco. Sus miedos de primeriza que seguía todos los controles médicos hicieron eco con aquel padre racional y precavido al cual Dios, o algo, le había arrebatado su único hijo. En esta ocasión fue al cine con mi padre. No quiso adelantarle nada de la trama: iba a probar el temple de su marido, quería saber si contaba con un aliado capaz de diseñar una vía de escape en caso de fatalidad. En la pantalla era de noche y nevaba. Un mendigo que aparece en el decálogo y que, como al tigre, ella ya conocía, hacía fuego en una lata. Pero en este caso se infiltró una escena nueva: en un plano general se le veía atizando su fuego cerca del lago congelado. Luego, el mendigo giró enfrentándose a la cámara, se tensó levemente como si hubiera reconocido a alguien entre las butacas de la sala y levantó un brazo. El fuego había debilitado al hielo: ¡esa era la variable que faltaba! El mendigo obró en lugar de Dios. Dios era inocente. El mundo del decálogo, el del cine, podía ser racional aunque la realidad admitiera milagros como el de escenas surgiendo de la nada e introduciéndose en los carretes de las películas.

Mi madre murió hace poco más de un año. Fue una enfermedad larga que enfrentó con serenidad y buen humor. No dejó de venir al cine. No sé cuál fue la última película que vio. Supongo que si hubiera visto otra escena surgiendo de la nada me lo habría dicho.

¿Qué piensa? Usted es físico. ¿Hay algún mecanismo hipotético que pudiera explicar lo del tigre y el mendigo? ¿Algo de mecánica cuántica, agujeros negros, multiversos o algo así? Es todo muy descabellado, ¿no? Es más razonable una explicación psicológica: fallos en la memoria, alucinaciones, incluso mitomanía o un intento deliberado de darle un toque de fantasía y misterio a la vida. Hay muchos estudios que muestran la fragilidad de la memoria y nuestra capacidad de crear recuerdos inexistentes; nuestra percepción también es engañosa. Usted debe haber escuchado sobre esas cosas, ¿verdad?

Tal vez esas escenas siempre estuvieron ahí y ella no las notó. Podría ser algo que únicamente ocurre en una sala de cine bajo el efecto de la supresión de la incredulidad.

Pero también podría deberse a la mecánica de la proyección. Es posible que una película se hubiera dañado. Solía pasar que se quemaran trozos de cinta durante las exhibiciones. Mi madre me contó que en casos así los espectadores aplaudían enérgicamente en un gesto a medio camino entre el aviso y la protesta. Tal vez, luego del accidente, el operario se limitaba a empalmar de nuevo los dos fragmentos buenos y se perdía una escena. Eso pudo haberle pasado al tigre: en una noche de verano una parte suya se quemó al calor de la lámpara del proyector dejando como únicos residuos el olor a plástico quemado, una materia negra irreconocible y los ecos de un aplauso.

Hasta ahora nunca me decidí a ver Dersu Uzala. Tal vez para conservar la ilusión del milagro, de la racionalidad o para tener también yo un antídoto contra la muerte. Pero, como le dije, hoy me pasó algo. Estoy aquí porque vine a ver el primer capítulo de El Decálogo. En un momento me pareció ver al mendigo haciendo fuego cerca del lago; pero fue algo fugaz y no la escena vívida y detallada que describía mi madre. A pesar de que todo ocurrió hace un momento no podría afirmar que realmente vi algo o si fue apenas una sensación. Fue como las lágrimas bajo la lluvia de Roy Batty o como un relámpago en un día soleado. Enseguida busqué el brazo de mi madre. La toqué. Y descubrí que la había imaginado todo el tiempo a mi lado. Fue como cuando desde mi cuarto, sin verla ni oírla, sabía que estaba en la cocina preparando la cena. Ahora mismo siento que todavía está allí, en aquella butaca. ¿Me entiende? Sigue allí, en el cine, esperando la siguiente proyección. Y hoy yo toqué su brazo frío envuelto en un delicado sudario de lana.

Pero esto también debe tener alguna explicación científica. Psicológica. No física. Supongo. ¿No? Por favor, dígame Ernesto, ¿qué piensa usted?