Segundo Premio

Blues del sombrero

Federico Alemán

“El cine está entre el arte y la vida”.

Jean-Luc Godard

Bajé del 60 y crucé la avenida apurado, sin notar el semáforo en rojo. Alargué la zancada para evitar que un taxi me pasara por arriba. Después del bocinazo de rigor, una puteada perfectamente ajustada a derecho se deshizo en el aire frío de la tarde noche. Me sorprendió no ver movimiento en la puerta de la facultad. Empezaba a subir la escalinata de la entrada cuando vi a Pancho Jaurena que bajaba sonriendo. “No hay clase. Amenaza de bomba”, me dijo divertido. Me detuve. Traté de tomar aire. Estaba ahogado. Saqué el inhalador del bolsillo de la campera, me lo puse en la boca y disparé dos veces. Miré a Pancho que disfrutaba el espectáculo. “Están esperando a los bomberos. Alguno no estudió para el parcial. Vamos para el bar, fueron todos para allá”. Dudé un momento. “No, dejá. Andá vos. Me voy a Cinemateca”, le dije. “Seguro empieza alguna antes de las ocho. Nos vemos mañana”.

Llegué a Carnelli antes de que abrieran las puertas. Nadie esperaba afuera. Le pregunté al funcionario qué película daban. “19 y 50, la última de los Coen”. Le agradecí con el pulgar hacia arriba y una sonrisa. Siempre admiré el talento de los Coen para contar historias de gente corriente, cuyas vidas transcurren entre la seguridad y el tedio de una partida de ajedrez destinada a terminar en tablas. Pero entonces, uno de los jugadores hace un movimiento disruptivo y mal calculado que lo condena a un jaque mate inevitable, a pesar de su desesperación por arreglar la macana. Ese primer movimiento en falso dispara un efecto dominó de desgracias, una tragicómica comprobación de la Ley de Murphy. En esos divagues estaba cuando el frío me obligó a meterme en la sala aunque todavía faltaba casi media hora. Aproveché el beneficio de ser el primero en llegar y elegí la mejor ubicación, pero tuve que cambiarla dos veces porque las butacas estaban rotas. Me había olvidado de la revista con la programación en casa, así que para matar el tiempo me puse a contar las partes convexas de los cartones de huevos que forraban las paredes, creo que para mejorar la acústica. Estaba en eso cuando las luces de la sala empezaron a apagarse. Escudriñé las penumbras buscando alguna cara conocida. Pero la sala seguía desierta, a excepción de un tipo que se había sentado en el extremo izquierdo de la última fila.

Por la falta de luz, lo único que alcancé a distinguir fueron las grandes solapas de su gabardina, el sombrero oscuro sobre la cabeza y la incandescencia anaranjada de un cigarrillo encendido. Aquella imagen me perturbó. Aunque el público de Cinemateca siempre me hacía pensar en la fauna australiana, un gran catálogo de bichos raros y especies únicas, este tipo, que parecía el Marlowe de Chandler, fumando adentro de la sala, arrinconado en la última fila y con la cara completamente oculta detrás de una nube de humo, me pareció sospechoso. Un escalofrío me recorrió la espalda de arriba a abajo. Estuve a punto de levantarme e irme, pero en los parlantes de la sala empezó a sonar “Let it bleed” de los Stones. Me dejé llevar por el blues y la voz impostada de Jagger. Resbalé un poco hacia adelante en la butaca, apoyé la nuca en el borde del respaldo, cerré los ojos y traté de no pensar.

Lo que pasó después no lo tengo demasiado claro. Me sobresaltó una ráfaga de aire frío que me acarició la cabeza. Intenté incorporarme pero tenía el cuerpo entumecido y las piernas no me respondían. Las luces de la sala me cegaron por unos segundos. Cuando pude aclarar un poco los sentidos, vi que la gente a mí alrededor se paraba. Los escuchaba comentar sobre la película mientras se ponían los abrigos. En la pantalla se leían los últimos créditos. Me espabilé como pude, un poco avergonzado. Siempre me había parecido una terrajada quedarse dormido en el cine. Giré para ver si el tipo del sombrero seguía ahí, pero no estaba. Salí por el pasillo de la izquierda y cuando llegué a la última fila encontré el sombrero sobre el asiento de la butaca. Dudé un instante y lo levanté. Era gris oscuro, casi negro. Del lado de adentro estaba forrado de seda y tenía bordada la inscripción “EC”.

Salí de la sala con el sombrero en la mano. En el hall había gente esperando la función de las nueve y media. El mismo funcionario que había visto más temprano colgaba un afiche sobre la cartelera. La imagen, en blanco y negro, era un primer plano de Billy Bob Thornton detrás del volante de un auto viejo, con un cigarrillo en la boca y un sombrero, idéntico al que colgaba de mi mano, en la cabeza. Debajo, en grandes letras anaranjadas mayúsculas, se leía EL HOMBRE QUE NUNCA ESTUVO. Los nombres de Joel y Ethan Coen estaban impresos en blanco sobre el hombro del personaje. Quedé aturdido. Las piernas se me aflojaron y me escabullí entre la gente, rogando no cruzarme con nadie conocido que me obligara a parar. Bajé por Carnelli rumbo a Soriano. A lo lejos, distinguí perfectamente la voz de Pancho que me gritaba desde la puerta del cine. Hice como que no escuchaba y redoblé el paso. Ya en casa, encontré la revista de Cinemateca y busqué la reseña de la película: “Verano de 1949. Ed Crane (interpretado por Thornton), atiende una peluquería en un pequeño pueblo al norte de California. Insatisfecho con su rutinaria vida…”. Miré una vez más el sombrero, lo di vuelta. “EC”. Ed Crane.

La daban de nuevo al día siguiente. Llegué temprano. Entré en la sala todavía vacía y dejé el sombrero en el mismo lugar donde lo había encontrado. Me acomodé en la misma butaca del día anterior y esperé mientras hojeaba la programación del mes. Me daba vuelta cuando escuchaba a alguien entrar, pero empezó la película y nadie se había sentado en el extremo izquierdo de la última fila. En el momento en el que Ed Crane apareció en la pantalla, cortándole el pelo a un cliente, con un cigarrillo en la boca, la proyección se detuvo. Se encendieron las luces y avisaron por los parlantes que arreglar el desperfecto les tomaría diez minutos. Miré hacia atrás.

La vi apenas de espalda. Una rubia de pelo brillante, que caía ondulado sobre los hombros, salía de la sala con el sombrero en la mano. Entré en desesperación. Pasé literalmente por encima de mis compañeros de fila, mientras balbuceaba unas disculpas inútiles. Cuando alcancé la calle, escuché la puerta de un auto cerrarse a mi derecha. El viejo colachata americano tosió al acelerar rumbo a la esquina. Pude ver los mechones rubios de la mujer, sacudidos por el viento, que asomaban por la ventanilla derecha. El conductor se calzó el sombrero en la cabeza y una nube de humo inundó el interior del auto que desapareció al doblar por Soriano.

Volví a ver El hombre que nunca estuvo decenas de veces. Buscaba una pista, necesitaba entender. Pero fue inútil. No pude resolver el misterio y comencé a verlo con una cierta mirada. Cuestión de fe. La magia del cine.