Alas del Deseo

Walter Bordoni Queirolo

“Cuando el niño era niño andaba con los brazos colgando. Quería que el arroyo fuera un río; el río, un torrente; y que este charco fuera el mar. Cuando el niño era niño no sabía que era niño. Para él todo estaba animado y todas las almas eran una. Cuando el niño era niño no tenía opinión sobre nada. No tenía ninguna costumbre. Se sentaba en cuclillas, se levantaba corriendo, tenía un remolino en el cabello y no ponía caras cuando lo fotografiaban”.

El pizzicato de los violines orquestados por Jurgen Knieper va dando paso a los créditos al inicio del film, para terminar fundiéndose con los nubarrones en blanco y negro del comienzo de la acción.
Hago girar mi cabeza, rotando de derecha a izquierda, y compruebo que hay poca gente en la sala. La llovizna fría que descendió sobre el pueblo determinó que apenas seamos entre veinte y treinta sumergidos en la penumbra de La Linterna Mágica.

A estas alturas, he perdido la cuenta de las veces en las que he entrado en distintos cines para volver a ver esta película. La primera fue casi de casualidad. Y, si bien salí maravillado, hubo cabos sueltos que me quedaron sin entender. Por eso volví, pocos días después. Ya hace años de aquello. Yo era un muchachito sin canas, sin arrugas, pero tan solitario como ahora. A partir de la tercera función que me tuvo en la platea, comencé a llegar portando un largo sobretodo negro y el pelo atado, tomándole el gusto a jugar al papel del ángel caído, aunque no en Berlín sino en mi pobre aldea al sur del sur. Y sin la posibilidad de una armadura salvadora.

Tres filas adelante, una muchacha flaquita, de pelo enrulado y anteojos redonditos a lo Lennon, ofrece su mirada concentrada a los primeros pasajes. Yo dejo la pantalla para hacer foco en su perfil. No tiene más de veinte años. Está allí, sola, con su pequeño rostro pecoso iluminándose levemente cuando descubre las alas en la espalda de Damiel, oteando la ciudad desde el borde de una cornisa. Se la ve firmemente concentrada; diríase que, casi con seguridad, ésta sea su primera vez.

“Cuando el niño era niño. . . era tiempo de preguntas como ¿por qué yo soy yo y por qué no tú?”
La copia 35 mm que están exhibiendo hoy se encuentra en un estado de calidad aceptable, cosa que no siempre ocurre (a veces uno se topa con materiales que parecen haber sido merendados para alguna
pareja de roedores. . . aunque lo peor es, sin dudas, cuando pretenden engatusarnos exhibiendo un dvd).
Transcurridas las primeras escenas, ya las almas han ido discurriendo, una tras otra, en el tren o en una moderna biblioteca pública. Hasta que la cámara acompaña a los ojos de Damiel llegando al circo, donde el director corrige los movimientos de Marion encima del trapecio. Con ella en el aire, la atmósfera vira increíblemente al color. En su butaca la jovencita sonríe, mientras enrosca el dedo meñique en uno de sus bucles. Me gusta. Tiene una extraña forma de belleza en el gesto leve de su cara sin maquillar. Es una suerte que haya venido. Es lindo ver la película con ella ahí, a dos metros escasos de mi ubicación. Secretamente fantaseo con la posibilidad de una menor distancia entre ambos, para poder tocarla como ahora toca Damiel la espalda desnuda de la trapecista mientras un oscuro cantante berrea tristemente desde el tocadiscos.

Ha pasado Peter Falk eligiendo sombreros y deambulando entre los extras del film dentro del film. Mi anónima colega de función sigue la trama divertida, inclinándose hacia delante, intentando descifrar las líneas del rostro de mujer que dibuja el ajado Columbo posando a ser él mismo. También ha pasado el circo a media tarde, y Marion con cola y orejas de gata meciéndose en la cuerda.

Sé de sobra lo que viene. Sé que, sobresaltada en su asiento, la chica apenas podrá contener el grito al ver al suicida caer al vacío. Sé que una lágrima rodará por su mejilla de estudiante. También la veré llevando las manos al rostro cuando la acción vuelva al circo en luna llena y Marión esté a punto de venirse al suelo.

Ya está, ya está, pasó. . . . .

Antes del fin, Marion ha llegado al amplio salón donde actúan los Bad Seeds. Todos sacudimos la cabeza junto con la audiencia del club, acompañando a Nick Cave que aulla From her to eternity. Son las secuencias finales. “No existe una historia más grande que la nuestra” dice Marion, ya definitivamente aferrada al ángel Damiel, que la mira embobadamente feliz. Se han besado, se han abrazado tiernamente. “Yo sé ahora lo que ningún ángel sabe”, ha dicho él. A esa altura, yo ya busco la puerta de salida, para estar fuera de la sala antes que aparezca la palabra CONTINUARÁ en la pantalla. Me voy esbozando las posibles frases del abordaje, algo que me permita ciertamente acercarme a la muchacha de pelo enrulado y anteojos redonditos a lo Lennon. Elijo, por conocerlas de memoria, las palabras del Homero encarnado por Curt Bois, esas que desgrana en la última escena, yéndose bajo su paraguas por la desierta Berlín.
Allá voy yo también.

Los pocos asistentes de hoy ya habrán salido del cine. Yo me les adelanté, con paso ligero, para llegar a la parada del ómnibus antes que nadie. Cruzo los dedos para que ella pase por aquí.

El conjuro hizo su efecto. Pocos minutos después la muchacha va acercándose a la esquina donde la espero. A mitad de camino, abre su pequeño bolso, guarda los lentes y saca una gomita para atarse el
cabello. Afortunadamente, el resto de los espectadores se fue en auto o partió en otra dirección, dejando la parada solo para nosotros. Le sonrío tímidamente. Ella me mira también, con un dejo de curiosidad.

-Nombradme a los hombres, mujeres y niños que me buscarán, a mí, su narrador, su cantor y portavoz, porque me necesitan, más que a nada en el mundo. Nos hemos embarcado. – le dije de un tirón, casi sin tartamudear pese al fragor de los nervios.

Apenas concluí mi parlamento la muchachita tomó algo de distancia y giró sobre sí misma, nerviosa y dándome la espalda. Vio que venía un ómnibus y le hizo señas, casi sin mirar el destino. Subió al colectivo y se perdió, entre la llovizna y la niebla que habían regresado. Ella no sabe que pudo ser la trapecista de mis sueños. Ya es tarde, ya todo quedó solo, otra vez.