Los habían presentado en la despedida de un amigo que partía hacia España, y si bien esa noche conversaron un buen rato solo empezaron a frecuentarse semanas más tarde, después de una noche en La Linterna Mágica por una de las tantas Trasnoches Jóvenes. Agustina lo reconoció mientras se formaba la cola. Nadie más parece un violinista romántico, le dijo, aludiendo al cabello largo que Federico peinaba hacia un costado. Más bien Jimmy Page, le respondió, y ella fingió un suspiro de resignación, como si aceptara otra más de las tonterías reiteradas de un niño pesado.
Federico había reparado en su cabello rojo y en las pecas que le espolvoreaban los pómulos, y eso fue lo que permitió a su memoria darse cuenta de quién era la chica y dónde la había conocido. Después hablaron de la despedida y entraron a la película; para sorpresa de Federico, Agustina se sentó a su lado con naturalidad, como si hubiesen pactado aquella cita o se tratara de una vieja costumbre, y no se levantó del asiento hasta que la sala quedó vacía (me encanta irme cuando ya no queda nadie, explicó). Federico tenía planes y solo atinó a pedirle su número de teléfono. La llamó al mediodía siguiente; esta tarde voy a ir al cine, dijo ella, si querés nos vemos.
Se encontraron en la esquina de Magallanes y 18, y después de la función fueron a uno de los bares consabidos de la zona, donde Agustina habló de sus ambiciones de cineasta; intercambiaron referencias y Federico entendió que su conocimiento sobre el tema era mínimo en comparación con la cinefilia deslumbrante de la chica. Decidió jugar una carta provocadora y decir que le gustaban algunas películas pero detestaba el cine; a Agustina le hizo gracia, o lástima, y empezó a acariciarle la mano con dedos tan finos como el azúcar espolvoreada de sus pecas.
La relación duró apenas seis meses, porque Agustina también partía hacia España, donde un primo de su madre le conseguiría trabajo. Federico trató de tomárselo todo con el estoicismo que decía admirar, pero no lo logró, y en el peor momento de la despedida forzó el lagrimeo de un actor particularmente malo. Que Agustina no pudiera reprimir una risa breve le permitió abandonar la escena sin despedirse, y después ya no volvieron a hablar ni a escribirse. Proustiano hasta el final, Federico se arrepintió rápidamente de la desaparición de su Albertina (el parecido entre los nombres había sido motivo de no pocas cursilerías), así que jugó a ser muy infeliz durante los meses que siguieron, mientras aludía entre sus amigos varones a una pelirroja que se había estado cogiendo, enloquecida porlas películas, capaz de ver cinco o seis por fin de semana. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que se descubriera esperando a que todo el mundo se fuera de la sala para ser una vez más el último en salir.
A la vez, empezó a obsesionarse con una película que creía haber visto con Agustina y que no logró precisar jamás, salvo por la imagen de dos árboles en la noche. Nunca se había sentido tan relajado y a gusto con otro ser humano, se repetía, como lo había estado con Agustina ante esa escena singular, y sabía que si los había unido el asombro estético no debía tratarse tanto de la película en sí misma sino del estéreo de la mirada doble, su duplicación de armonía perfecta, esa sincronía que alcanzaba su cenit.
Una noche se quedó dormido apenas empezados los créditos, y cuando despertó ya no había nadie o, mejor dicho, había solo un hombre más. Pero no lucía como parte del público: a Federico le extrañó el uniforme plateado, que no guardaba ninguna relación apreciable con la Cinemateca y que debía remitir a una empresa de limpieza. Federico notó además que la tarea que llevaba a cabo el hombre no consistía en barrer los pisos o limpiar los asientos, sino en pasar un aparato de gran tamaño por las paredes, como si se tratara de un detector de metales con el que escanear las arenas de una playa. Avergonzado, se levantó a toda prisa.
En los días que siguieron siguió preguntándose por el hombre, así que decidió repetir la situación. No importaba qué película sería proyectada: debía quedarse hasta el final, esperar a que todo el mundo abandonara la sala y permanecer atento. Podía fingir haberse quedado dormido, y, al momento de repetir la escena del despertar y la sorpresa, acercarse más al hombre y al curioso aparato: una suerte de mochila cargada de módulosinterconectados que terminaba en un cable, a su vez prolongado en otro aparato, el órgano receptor de un sentido maquínico y alien.
El sábado, una vez terminada la película, Federico se acomodó en su asiento. Probó cerrar los ojos, pero temió volverse a dormir. Pasaron los minutos, y cuando parecía que no había más remedio que darse por derrotado, el hombre hizo su aparición. No lo vio entrar, sin embargo, o al menos no desde la entrada, sino que fue más bien como si hubiese accedido a la sala desde una imposible puerta lateral. ¿Qué hacer? Federico se levantó y tramó un intento de sonrisa. Podía jugar la carta de la simpatía y preguntarle qué hacía con la máquina y las paredes, pero no fue necesario: el hombre habló primero, con el extremo de la aspiradora apuntando al piso. —Qué cosa más rara —dijo—, debés ser el primero en décadas que llega a
verme.
El hombre tendió la mano libre.
—Walter Ramírez.
—Pero ¿qué es, bien, lo que usted hace? —Federico señaló el aparato.
—Limpieza de residuos y vestigios, una ocupación tan vieja como el cine, qué le digo, más vieja que el cine. No con estos aparatos, claro.
De pronto Federico se preguntó por qué no entraba alguien del personal de Cinemateca, la chica que tildaba las cuponeras, el portero, quién sabe quién más. El hombre, Ramírez, se había vuelto de pronto más extraño y su postura algo amenazante, mientras su voz se doblaba bajo un acento eslavo.
—Tranquilo; mirá, si querés saber, ya que se dio que me pudieras ver, esperame en la esquina de Yi, después vamos al Zungri y te muestro.
Federico asintió y salió de la sala. No había nadie en la entrada, y buscó por Soriano un quiosco abierto las veinticuatro horas donde pudiera comprar algo que le ayudara a sobrellevar los nervios. No lo encontró, pero tampoco faltó a la cita; Ramírez estaba esperándolo en la esquina pactada.
—Soy limpiador de vestigios —dijo, y mostró un maletín negro y metálico—, todo lo que resuena en la sala y toda la luz, todo deja su rastro en las paredes. Esas paredes se van volviendo más sensibles con el tiempo y retienen más.
—¿Vestigios? Pero…
—Acompañame.
Caminaron hasta un bar que Federico no conocía, completamente vacío excepto por las fotos de Gardel, Luis Batlle Berres y una formación grisácea de Peñarol. El mozo los saludó con una inclinación de cabeza mientras Ramírez apoyaba el maletín en la mesa y pedía dos cañas.
—Yo te puedo explicar todo acá que nadie va a hablar de lo que no se debe. Ahora voy a abrir esto y vos vas a ver que hay un instrumental. De ahí va a salir un ocular, como el de una cámara.
—¿Pero qué voy a ver?
—Todo lo que limpié esta noche.
Había diales, botones, indicadores y luces piloto; había letras cirílicas y una estrella soviética. Todo parecía tener treinta o cuarenta años, como una reliquia de la Guerra Fría, uno de los aparatos de espionaje diseñados por Léon Theremin para ser ocultados en la mansión del embajador estadounidense en Moscú. El ocular se desplegó con un soplido metálico y Federico acercó su ojo derecho.
Lo que vio le recordó aquel estereoscopio de su abuelo, que funcionaba con discos de cartón donde se intercalaban diapositivas diminutas capaces de tramar vistas en tres dimensiones. Pero luego vio más, y creyó escuchar también. Sintió que se abría camino por capas y capas de imágenes, una fuente, un beso, un escote, un gran hotel en la montaña, un caballo blanco en el campo, y de pronto la vio: aquella escena con los árboles en la noche, más la sensación de bienestar y belleza.
—Por el tiempo que te llevó, lo que encontraste debe ser viejo… A veces se quedan adheridos y crecen, se comen a los otros.
Federico volvió a apoyar el ojo en el ocular y a avanzar entre las formas para dar con los árboles. Allí persistían, en una vida inmóvil cuya carne luminosa Federico sintió que podía alojarle la noche entera. Pero la imagen no estaba sola, descubrió, o mejor dicho no era apenas eso, una escena, sino también una
conexión. Del otro lado debía estar él, entonces, su propia mirada, su presencia, y junto a la suya la de Agustina. Habían sonreído o ahogado una expresión de asombro y de goce, juntos, y ese sonido y la luz de la pantalla, reflejada en la piel de sus rostros y en sus ojos y en el cabello rojo de Agustina, habían viajado hasta la pared y dejado su rastro imborrable. Entonces, algo que había sido de ambos volvía del tiempo y se abría camino hacia él, para comenzar a tramarle la impresión de un contacto, una compañía íntima.
—Mejor dejemos.
Ramírez cerró el maletín. Toda la tibieza se había dispersado.
—Si no limpiara las paredes desbordarían. Toda la vida se llenaría de estas cosas, estos parásitos; se abrirían camino como estática, muertos de hambre, y nos terminarían por llevar a un mundo de ficciones. No nos soltarían más.
A partir de ese momento ya no hablaron. Pidieron dos cañas, Federico bebió la suya, dejó unos billetes y se fue.
Dejó pasar el sábado siguiente, pero al otro repitió el proceso. Esperó a que se fuera el último espectador, se acomodó en su asiento, clavó los ojos en el piso y esperó. Recordó los árboles, ahora más singulares que nunca. Pronto, una mano posada en su hombro lo sobresaltó. La chica de las cuponeras le sonrió con lástima.
Cuando salió a la calle sintió que una soledad densa lo había invadido hacía tiempo. Caminó por Soriano imaginándose en una de aquellas estereoscopías de su abuelo: una ciudad desierta, calcárea y fantasmal como un barco vacío en una deriva inexplicable, sin signos de violencia o de emergencia, con el banquete del capitán y los oficiales todavía servido en la mesa.