Cine-más-para-eso

Camila Cabrera

Los martes eran días de resistencia. A la soledad de mi monoambiente. Al silencio estridente en decibeles negativos que quedaba cuando las bocinas de los autos y el tintineo lejano de las suelas apuradas, que llegaban a escucharse desde el 408, se extinguían. Resistencia a los desencuentros nacidos del desprecio tecnopatológico hacia las interacciones humanas.

No se podía compartir posteos con frases motivacionales insulsas en tonos pastel, ni pedir comida a través de la aplicación móvil del momento. En casos extremos, era posible llamar al Nuevo Imperial, pero solo desde el teléfono de línea. Estaba prohibido usar las cajas automáticas del supermercado y debía saludar al chofer de cada ómnibus al que subiera. Los martes eran días de resistencia al individualismo inmanente disfrazado de independencia.

El despliegue del operativo comenzaba puntualmente a las 17.15. El primer paso era sacarme los zapatos de taco bajo y el segundo consistía en extirparme el arnés arcaico encargado de resguardar un secreto inconfesable: el hecho de que tengo dos pezones desarrollados, al igual que la mitad de la población mundial adulta. Una vez derribadas las primeras fichas del dominó, seguía ducharme, ponerme ropa cómoda y tomar el 116 para atrincherarme en defensa de los espacios de encuentro, aquellos que se niegan a licuar los acervos de memoria para transformarla en otro líquido circunstancial y descartable.

Sin embargo, ese día la merma de pasajeros, típica de la tercera semana de enero, hizo que mi transporte estratégico pasara algunos minutos antes, por lo que tuve que esperar al siguiente.

Al llegar, la brisa de la rambla ofrecía un contraste deficiente al reflejo infrarrojo de la vereda. El interior del prisma estaba fresco, murmurante y tranquilo, similar al insurgente que disimula estar tramando la revolución, mientras pasea con su perro frente a la casa central del Banco un domingo cualquiera. Como no alcancé el inicio de Golden Dawn Girls, esta vez tocaría repasar La Haine. En los días de resistencia sólo estaba permitido dejarse atravesar por el arte colectivamente. Todas las sesiones en plataformas de streaming debían estar cerradas y era necesario adaptarse a los horarios inflexiblemente ya programados.

Hice tiempo en una mesa amplia, en cuyo centro se apilaban varios diarios disponibles para los visitantes. Mientras los ojeaba, saludé respetuosamente al regimiento de honor que día y noche custodiaba el recinto: un tablero de ajedrez perfectamente formado, esperando ser la excusa justa que permitiera a dos extraños deshacer sus desencuentros. Allí me percaté de que uno de los zainos negros estaba inquieto, como si quisiera advertirme algo, pero aún me llevaría algunas horas más comprender que estaba a punto de perder algo difícil de recuperar.

Me concentraba en descifrar sus corcoveos estáticos cuando una sonrisa distraída me preguntó en qué sala se proyectaba el panorama de cortos. Yo venía a la sala uno, y recordé que esa seguidilla era en la contigua. Estaba paralizada.

—La dos —dije bajito.
Los ojos de almendra y chocolate me escrutaron burlonamente en silencio.
—En la sala dos, está subiendo la escalera —declaré tan firme como un flan recién horneado.
—Gracias, creo que voy un poco tarde —refractó la voz de mar en calma y cairel.
Antes de que pudiera reaccionar, dos pies de fauno enfundados en zapatillas de skate iban dando saltitos por la escalera. Bastante aturdida, y un poco más lento, subí yo también y me puse en la fila para la función de La Haine, un excelso drama francés preocupantemente atemporal y absolutamente atrapante. El mismo film que se transformó en un plomazo turbulento desde que supe que las manos de cedro tallado iban a estar ceñidas a los reposabrazos de la sala contigua. Me acomodé en el trono igualitario número 3 de la fila 6, mientras que el resto del escuadrón de entusiastas del plomo y demás metales pesados tomaban sus respectivas posiciones.
Cuando salí ya no quedaba ningún asistente a la sesión de cortos. Ni media huella de fauno marcando la alfombra, ni un camino intermitente de migas de maíz que me permitiera seguir su rastro. Se había ido, como la cordura de Hubert sobre el gatillo cuando vio desplomarse a Vinz.

Si me hubiese tomado el 116 que debió pasar menos diez, como minuciosamente había orquestado, nunca hubiese sufrido el desasosiego y la rabia que se instalan cuando, más allá del endeble sentido de control comprado a crédito, la vida sopla apenas un poco más fuerte y te deja mirando para el otro lado.
Como a las últimas notas en fuga de un final de Morricone, saboreaba en bucle cada una de sus palabras “… creo que voy un poco tarde”. ¡Inaudito! ¿Qué tanta cuerda le faltaba a su reloj como para no marcar que, en verdad, llegó justo a tiempo para nuestra primera función?