Las luces bajas me recuerdan las matinés de domingo del cine Glucksmann Palace. Es mi primer baile en esta ciudad. Tengo puesta la pollera de jean y unos borcegos que traje de Buenos Aires. Vine con mi hermana y su marido. Me quedo sentada en una grada del club donde el baile se desarrolla.
Miro alrededor, quieta pero con la palma siguiendo el ritmo en la pierna. Se acerca un joven, más bien maduro. Se sienta a mi lado y conversamos. Me pregunta si estudio. Me avergüenza decirle que voy al Liceo. También me cuido: tengo aun diecisiete años y no podría estar en este baile. Afirmo: “Arquitectura”, que es lo que pienso comenzar el próximo año.
Me da timidez, él hace un Doctorado en Geología en Brasil y desconozco ese universo.
Miro las bolas de espejo que se mueven a mi entender muy lentamente, pareciera que con pocas ganas. Geólogo me dice de bailar. No lo veo para nada hábil en el metier pero me levanto y comenzamos a movernos. Tomamos de un mismo vaso de plástico con cerveza y reímos brevemente de chistes que apenas escuchamos. Mi hermana pasa cerca y me hace caritas. Yo no quiero ni mirarla. Geólogo es serio y mi hermana una pava.
DJ pasa unos temas lentos y nos acercamos sin demasiado convencimiento, como si una parte de los dos quisiera mucho y la otra, no. Geólogo es discreto, habla poco, me mira intenso, me mira los labios fundamentalmente. No pienso besarnos.
Las luces del baile se encienden en señal de que todo finaliza. Caminamos hacia casa, o sea, hacia la casa de mi hermana y su marido donde vivo una temporada mientras hallo donde quedarme. La pareja va adelante, nosotros caminamos conversando, no sé si de música o de plantas.
Me dice si quiero que volvamos a vernos. Le digo que sí, no demasiado comprometida. Me pregunta si me gustaría ir al cine, respondo que me encanta la idea.
Yo no tengo teléfono, él recuerda el edificio y confirmo el número de apartamento. Nos damos un toque de labios. Cuando entramos, mi hermana y su marido intentan extraerme toda información, como si fuera la piedra de la locura. Digo que no, que quiero meditar en recogimiento la noche vivida.
Tengo una molestia, nada vaga: saber que he mentido sobre mi condición de estudiante. Quizá, y lo más seguro, es que no vuelva a ver a Geólogo.
El lunes, antes de ir al Liceo, estaba recogiendo los asuntos de la mesa para no dejar la pila de platos en la cocina. Ya con el uniforme puesto, me pongo a discutir con mi hermana por asuntos intrascendentes: que venía el tipo que limpia la grasera, que no le comenté que entro a primera, que se tiene que duchar. Me quedo en el molde porque me siento de agregada en ese depto, donde no quiero estar aunque mi dinero
sirva.
Voy a abrir la puerta cuando toca timbre el sanitario. Allí, quedo detenida en el tiempo, como si fuera caminando en una cinta transportadora y, de golpe, se corta la luz.
No es el sanitario. Es Geólogo, con un ramito de jazmines en la mano.
Me defiendo sin decir “hola” y largo una catarata de apreciaciones: que son tiempos difíciles, que ya estoy grande para ir a ese baile, que si decía que no llego a los dieciocho nadie me iba a hablar, que después de las semanas que faltan para mi cumpleaños voy a pensar lo mismo que ahora, que no sea milico y un montón de descargos. Yo, de uniforme con el pomo de la puerta incrustado en mi mano. Él, con los jazmines goteando.
Geólogo traga saliva, no sé si ante mi uniforme o la catarata. Le digo que pase. Sale mi hermana del baño, le ofrece un café y se pone a hablar de cosas inútiles.
Doy por perdida la materia que tengo a primera, que es la que determina la singularidad de mi sexto año liceal para entrar en Arquitectura. Perderé Dibujo pero puedo aumentar mi honra. Así que voy a mi cuarto, me pongo un jean y decido faltar al Liceo.
Geólogo se hace el que escucha a mi hermana pero está atento a que mi falda gris tableada se evaporó, como una visión. El reloj ayuda a que mi hermana se vaya y quedo encargada del sanitario.
Empiezo a hacer círculos con los dedos sobre la mesa, como trazando lentes que den amplitud a mi malestar. Más preocupada estoy ahora por todo lo que dije en la puerta que por haber mentido el sábado. Pasada la hora y el café ordinario de cafetera eléctrica, sé que Geólogo casi está seducido por mi mentira. Sigue serio pero detrás de unas pestañas preciosas veo, saltando, una sonrisa.
Me comenta que tocó arriba porque le abrieron la puerta del edificio, que lo disculpe. Con mis pocos años, sé que ese pedido de disculpa significa que estoy perdonada. Quedamos en ir al cine al otro día.
Geólogo pasa por mí, pero esta vez toca timbre en la puerta del edificio y yo bajo. Hace frío y estoy de nuevo con mi minifalda de jean y los borcegos traídos de Buenos Aires.
Me dice que vamos a ir a Cinemateca. “Ah, no conozco” le digo. Me cuenta de las múltiples salas esparcidas por el Centro y Pocitos. Le pregunto: “¿qué vamos a ver?”. Dice: “Tommy, una ópera rock del grupo The Who”. Me alegro de haber escuchado a esta banda en el dormitorio de un novio metalero de mi pueblo, que tenía una discoteca de vinilos. Pero no conozco esta película ni nunca vi un video de la banda.
Me distiende la idea de que la salida se trate de música, no tengo resto para sostener algo demasiado intelectual.
La tensión que siento es porque mi padre me ha dicho que no acepte invitaciones, que pague mis consumiciones o gastos de salida. Pero Geólogo es grande y ahora no sé bien cómo tramitar esta instancia. Cuando llegamos a la puerta de la Sala Pocitos, después de un bondi ágil que nos llevó desde el Cordón, Geólogo saca de su bolsillo unos papeles blancos prolijamente doblados.
“Entrás con la tarjeta de mi vieja, cualquier cosa te llamás Susana”. Se ríe y lo tomo como una venganza por mi mentira. Desconozco el tema de las tarjetas de suscripciones y con eso de la madre, pienso que es un avaro montevideano. Por un rato, en la oscuridad del cine, entre las imágenes fluorescentes de la película, sigo sin entender si hice bien en aceptar esta invitación.
De pronto, me capturan los ojos de Tommy. Los que alucinan con los labios pintados y las muecas en los espejos. Los que vieron al “tío” Frank matando a su padre, el Capitán Walker, cuando este, al fin, regresó de la desaparición como piloto de guerra, con el cuerpo quemado, y encuentra en la cama matrimonial a su mujer con el sujeto. Luego, la madre y Frank convencerán a Tommy, con modos poco amables, de que no vio lo que vio. Él se convertirá en uno que no habla, no ve, no escucha.
Desapariciones, guerras, ojos, el primo torturador, quemados, desapariciones. Le digo a Geólogo que voy al baño. Obviamente que conozco las reglas del cine: no interrumpir, levantándose. Me levanto. En el baño de mujeres, me distraigo leyendo teléfonos de chicas para otras chicas, escritos en las puertas batientes de los inodoros. Me miro al espejo, me recupero un poco. Vuelvo a la sala, fila lateral entrando por la derecha, más bien atrás.
Me resulta fuerte esta primera salida. Entonces, aparece el flipper, Tommy es un astro del pinball. No hay cosa que me guste más que estos juegos. Me relajo y empiezo a disfrutar la película. Confirmo que el cine te pone cosas adelante y no podés cerrar los ojos porque vas para ver.
En medio de la psicodelia épica de esta adaptación cinematográfica que hizo Russell, nos miramos con Geólogo. Acercamos los labios. Siento la música. La sala muta hacia un baile suave en medio del estruendo de la revelación que tiene Tommy como salvador de mundo, su cruzada, el desastre. Y el retiro final, hacia el sol naciente.
Cuando salimos del cine, compramos una cerveza y nos sentamos en un muro. Le pregunto a Geólogo cuánto sale la suscripción a Cinemateca. No quiero ser otra mujer. Quiero tener mi propia tarjeta.
Siento que he salido de la piel de manteca que habitaba, a través de un pasaje casi místico de luces sobre sombras.
La calle es empedrada, miro los borceguíes que están con suelas nuevas.
En esta incipiente primavera, empezaré mi deambular por diferentes salas de cine, con un librillo mágico que mes a mes, llegará a casa.
Conoceré una larga serie de nombres que, desde entonces, serán mis amigos, mis hermanas.