No me gustan los finales. Ni los dramáticos ni los felices. Son los que transforman el andén en camposanto. No me gusta. Y para ser coherente, comenzaré este cuento por el final.
Hace dos o tres meses caminando por la calle Chucarro, me sorprendí, al ver una excavadora que retiraba los escombros del cine Pocitos. En la acera y apoyado en la empalizada, lucía un letrero de obras que ofrecía la construcción de amplios y luminosos departamentos. En el terreno, todavía quedaban restos de maderas apiladas sin ningún esmero. La boletería, recostada al muro, casi intacta, esperaba algún destino reservado… Más al fondo, donde se alzaba la pantalla, butacas semienterradas entre los desechos. Butacas, que ya no llevarían más a la fantasía ni a la ficción.
En este preciso instante, de congoja y perplejidad, me vinieron a la memoria las palabras de mi amigo Tomás: “ Mi padre, cuando emigró de Europa y llegó a Uruguay, compró el cine Pocitos.”
¿Quién no soñó alguna vez con el cine propio ?
Corrían las primeras décadas del siglo XX y favorecido por la moda de los baños de mar, el balneario de los Pocitos incrementó su población y la afluencia de bañistas que bajaban a la playa.
El desplazamiento de los pasajeros también influyó en el número de líneas y frecuencias que la Empresa de Tranvías tuvo que rediseñar.
Por la puerta del cine pasaba la línea, cuyo destino se leía con grandes caracteres: POCITOS, generando aquel chirrido inconfundible a hierros sueltos, que nadie podía ignorar.
Y todo este avance (como todo avance) trajo beneficios y complejidades. El tránsito se multiplicó, junto con los decibeles que superaban ampliamente las ordenanzas municipales, agregado a la inconducta de los automovilistas que estacionaban en la calzada sin advertir que corrían las vías del tranvía… De noche, cuando llegaban “bufando” por ser los últimos recorridos del día, los “motormen” veían con estupor, que las vías estaban ocupadas por automóviles. Detenidos allí, el personal de la Empresa de Transporte, hacía sonar las potentes campanillas y el escándalo subía de tono cuando la película que se estaba proyectando se cortaba y el portero entraba a la sala pidiendo a gritos que los infractores retiraran sus coches de las vías.
Este episodio, que nunca con más acierto, Pirandello podía calificar de “grotesco”, se repetía frecuentemente.
La Municipalidad no tomaba cartas en el asunto, la Seccional 10ma. de Policíase negaba a destacar a un agente para esa exclusiva vigilancia y los espectadores, reclamaban su derecho a ver la película sin cortes. Todo un embrollo barrial que duró varios meses, y que recién vino a resolverse, cuando una mañana de decisiones inconsultas, mi amigo Tomás compró una lata de pintura roja y le dió al cordón de la vereda…
Mi amigo, el hijo de aquel emigrante que levantó sus alas y compró la pequeña sala de 341 butacas de madera…..