Cosas Raras, Incomprensibles

Pablo Fernández Agosto

Siempre llegaba justo, pero ese día llegué media hora antes a Cinemateca 18. Los martes no tenía clase y ya era mi ritual personal ir a la función de siete y cuarto, desde que podía pagar la cuota. Salía del call center a las seis, hacía tiempo en la Plaza de los Bomberos y después me metía al cine, incluso sin saber qué película daban. El ritual incluía muchas veces una siesta involuntaria. Las películas no tenían la culpa. Dormí durante obras maestras excepcionales. Siestas ligeras, intermitentes. Las imágenes de la pantalla se fundían con las de mi propia creación onírica, produciendo una versión de ensueño del film de la que yo era el único espectador.

Aquel martes era antes del verano. Hacía calorcito y ese mismo día habíamos cobrado. Quizá por eso Carla, la compañera de trabajo que me encantaba, había aceptado mi invitación de ir a ver La última película (Peter Bogdanovich, 1971). En lugar de hacer tiempo en la plaza, fui a casa a ducharme y cambiarme, anticipando lo que pasaría después del cine. Iríamos a tomar algo, comentaríamos la película. Caminaríamos en la noche, entre risas, chistes y comentarios con inconfundible afán seductor. Le pondría mi abrigo sobre sus hombros cuando sintiera frío. «Creo que hay algo que deberíamos hacer lo antes posible» le diría después, citando con ingenio y picardía las últimas líneas de Ojos bien cerrados (Stanley Kubrick, 1999). Después de coger seguiríamos conversando y fumando en la cama hasta quedarnos dormidos. Ella me despertaría horas después para desayunar, vestida con la camisa que había usado yo en la noche.

Carla era del Cerrito de la Victoria. Estudiaba letras, le gustaba el metal y podía pasar horas hablando de filosofía. Se parecía a Winona Ryder, o a alguna versión de Winona Ryder. Yo nunca había conocido a alguien así. Trabajar en un call center era una forma tolerada de tortura que había proliferado en esa época, pero fue un lugar muy formativo, muy fértil en su variedad humana. En mi grupo más cercano éramos seis. Luis era de La Paz, estudiaba medicina y tenía una banda hardcore. Tenía tatuajes debajo de los nudillos y no comía carne ni tomaba alcohol. Entre nosotros dos se produjo una disputa tácita por conquistar a Carla. En mi opinión, Luis era mucho más interesante y yo estaba en desventaja. Pero yo contaba con la carta de Cinemateca: Carla también era socia. Luis la había invitado una vez a ver Wall-E al cine de Ejido y ella dijo que no podía. Luis no sabía que el New Hollywood era su debilidad.

Yo suponía que esta vez no me iba a dormir. Pero no podía estar seguro. Había estado acelerado en el día, y dentro de la sala iba a aflojar, como siempre. Estaba cansado, y un poco resfriado. Me bajé del taxi en 18 y Yaguarón y corrí para cruzar el semáforo, apurado sin necesidad. Me paré antes de la primera puerta de Cinemateca 18, frente a la vidriera de una librería, y armé un tabaco para esperar a Carla. La parada estaba llena. Ya pensando en el interior de la sala, fresca y oscura, contemplé la escena como desde afuera. A esa hora, el sol se metía en 18 como con un resplandor, y pintaba de dorado toda la cuadra. La gente se atiborraba en los ómnibus o caminando por el pedazo de vereda que deja libre la parada. Era difícil distinguir a unos de otros, exceptuando a uno o dos personajes, que por alguna seña particular o por su lugar en la escena destacaban entre la multitud. Por ejemplo, una mujer ciega en la puerta del supermercado, que se dio vuelta, soltó unas flores de plástico en el piso y caminó hacia mí. Tanteaba con su bastón en una mano e iba con un tarro para recibir dinero en la otra, que al empezar a caminar había dejado de agitar ruidosamente.

—¿Me das un tabaco?— me dijo.
—Sí— le dije y sostuve el mío en la boca para armar otro.
—¿Vas al cine?— me preguntó la mujer, que era muy flaca y chiquita y aparentaba unos 50 años, pero podría tener diez menos, o tal vez diez más. Vestía una remera negra de Megadeth, un jean blanco y havaianas negras. Sus lentes negros eran viejos y gastados. Le dije un sí de costado, cerrando un ojo para que no me entrara el humo, un poco descolocado por su pregunta.
—Yo vi una película una vez— me dijo. —Bueno, vi varias capaz. Pero me acuerdo de una porque la vi en el cine, o si no en un videoclub. Pensé en preguntarle algo sobre su ceguera pero me arrepentí.
—Ah— le dije, tratando de enfatizar con el tono que estaba interesado.
—Porque yo no siempre fui ciega— siguió diciendo. —Solamente desde que nací— agregó, y largó una risita falsa, calculada, pero simpática porque formaba parte del mismo remate. Casi sin pausa, retomó la seriedad: —No. Me fui quedando ciega, pero me acuerdo que vi esa película con mi mamá—. Ahora sí hizo una pausa y quedó asintiendo con la cabeza como reafirmando que se acordaba. Aproveché la pausa para darle el tabaco.
—Tomá—. Apoyó el bastón en la vidriera y extendió dos dedos para recibir el cigarro. Después se lo puso en la boca y me pidió fuego sin hablar, con un gesto y un movimiento casi desafiante. El tarro con monedas y billetes seguía en su mano izquierda.
—Creo que era con Al Pacino— me dijo.
—Estaría buena entonces— le dije.
—No sé. Pasaban cosas raras, incomprensibles. Había una nena muy parecida a mí— dijo.
—¿Has visto alguna película con una nena parecida a mí?— me preguntó. No podía imaginar una nena parecida a ella.
—Pah, capaz que sí— le respondí.
—Me llamo Virginia, pero me dicen Vicky— dijo, y me pareció que lo decía como para ayudarme a ubicar a alguien parecido.
—Encantado, Vicky. Soy Iván.
Había llevado un porro para proponerle a Carla fumar antes de entrar, pero decidí prenderlo. Ya habían pasado las siete. Lo prendí, aspiré hondo, solté el humo lentamente y tosí un poco.
—Una vez fumé porro— dijo Vicky. —¡Nunca más! Qué miedo pasé.
—Uh. ¿Pero qué te pasó?— le pregunté.
—Yo qué sé qué me pasó. Solo sé qué tenía mucho miedo de que me pasara algo y entonces me quedé quieta, totalmente quieta, no me moví por no sé cuánto, pero la cabeza sí parecía que se movía mucho y todos los ruidos eran peligrosos, después no me acuerdo más que me pasó y me dormí por no sé cuánto.
—Qué viaje— le dije.
—Pero capaz que alguna vez pruebo de vuelta— dijo, cambiando de opinión.
—Sí, a veces pega mal, a mi alguna vez me pasó, pero después todo bien— dije.
Pero Vicky dio por finalizada esa parte de la charla, porque se quedó callada y dio una pitada lenta y saboreada al tabaco.

Se me cruzó la idea de que Carla había cambiado de opinión y no iba a venir. Eran más de siete y diez. Las luces de la ciudad ya se imponían a la luz del día, que sin embargo se resistía, degradándose suave detrás de los edificios. Me imaginé viendo solo La última película y saliendo después, aletargado por la siesta, ya en la noche cerrada y con la calle en calma, y me amargué.
—Qué raro que vayas solo al cine— me dijo Vicky.
Su comentario conectado a mis preocupaciones me hizo reír.
—Estoy esperando a una amiga— le aclaré. —Pero qué es tan raro, yo siempre vengo solo al cine.
—Qué aburrido, tenés que traer una novia— me dijo.
—Bueno, vamos a ver si mi amiga acepta ser mi novia— le dije y me reí.
—¿Cómo se llama tu amiga?
—Carla.
—Ah, va a aceptar sí— me dijo, como infiriéndolo de su nombre.
—No sé. No sé si va a venir. Ya empieza la película— le dije.
—¡Ay, se le hizo tarde!— afirmó Vicky.

—Ay, perdón, se me hizo re tarde— dijo Carla, apareciendo de golpe en el cuadro, con un trotecito por detrás mío. —Estoy resfriada y pasé a comprar pañuelos.
—Ah, no pasa nada, estaba conversando con Vicky— le dije y se la presenté. —Ella es Carla.
—Hola, Vicky— le dijo Carla, y volviéndose a mí me dijo: —¿Vamos?
—Chau, Vicky. Un gustazo— me despedí.
—Chau, chau— dijo Vicky, saludando con la mano que tenía libre.
—Chau. ¡Aguante Megadeth!— le tiró Carla, y me miró con una sonrisa cómplice y una expresión alegre, divina.
—Carla, dice Iván que no le gusta venir solo al cine— le dijo Vicky a modo de despedida, y los dos nos reímos.

Durante La última película no dormí, en absoluto. En el hall de salida, mientras bajábamos la escalera, no podía dejar de pensar en el pequeño Billy. Y también en Cybill Shepherd. Y también en la imagen que había captado de reojo durante toda la película: Carla, con los ojos fijos en la pantalla y la boca semiabierta, hundida en su butaca, casi horizontal. Me pareció que nunca había estado tan cerca de ella.

Tres patrulleros y una ambulancia atravesados en 18 detuvieron todos mis pensamientos. Ahora la cuadra era todo luces. En el pavimento, en las baldosas de las veredas, en las vidrieras y en las fachadas de los edificios giraban los reflejos rojos y azules de las sirenas. Un ómnibus de Cutcsa había sido el protagonista del accidente. Un grupo de curiosos rodeaba la escena. Había sido hacía minutos. Todavía había caras de espanto y voces nerviosas, y los policías aún intentaban tomar control de la situación.
Con miedo y curiosidad miré la calle. Vi el tarro de lata, y monedas y billetes tirados, y supe lo que había pasado. Igual le pregunté a un señor que estaba atento a todo lo que ocurría.

—Una mujer se tiró delante del ómnibus— me dijo.
—¡No se tiró! El ómnibus la enganchó— dijo otro que había al lado.
Una mujer se dio vuelta y aseguró: —Se quiso matar.
—Era ciega. Creo que iba a subir a vender flores— dijo el otro.

Carla me miraba incrédula y apenada. Le hice seña para irnos. Nos alejamos caminando hacia la Intendencia. No comentamos la película sino el accidente. Toda la situación se nos antojaba irreal, como si fuera un sueño que habíamos soñado juntos. Coincidimos en que Vicky no se había querido matar. Compramos una cerveza en un almacén y nos sentamos en la Plaza de los Bomberos. Recién en la segunda cerveza hablamos de la película y también coincidimos: era una de las películas más tristes que habíamos visto. Carla se me acercó y puso sus brazos sobre mis hombros, con un movimiento lento y casual, como sin importancia.
—Que sirva como consuelo— dijo, antes del fundido a negro.