Llegué tarde. Eran más de las seis y cinco, pero la película no había empezado. Yo trabajaba a la vuelta, en la misma manzana, en un supermercado por Constituyente. Había arreglado salir diez minutos antes, pero conseguir la autorización de la supervisora para llevarme unas cervezas que un distribuidor había dejado de cortesía me demoró más de lo previsto. Finalmente pude rescatar tres botellas, aunque antes debí acudir a la intervención de la delegada sindical. Todavía era de día, pero las sombras de otoño ya ocupaban las calles del centro. La humedad pesaba sobre los escasos infortunados que permanecíamos en Montevideo esa semana de abril, cargada de días santos, laicamente deshabitada. Era la segunda Semana de Turismo que vivía acá, y era la segunda Semana de Turismo que la pasaba trabajando. Absorbida por la calma repentina, tan familiar al páramo del que venía, la ciudad me parecía sin embargo más ajena.
Pero esa semana había conocido a Manuel y con él había emergido una semana distinta. Por supuesto que conocía Cinemateca, al menos su aura mítica, pero nunca había ido, aunque trabajara a tres minutos de distancia. Obsesivo, Manuel había sacado la cuenta unos días antes, cuando fuimos a la sala Carnelli, la de arriba dijo él, la que tenía porte de templo, sacro y popular, entre vitrales y profanos cartones de huevos. Esa noche nos besamos sobre la pared de la Ose. En la otra vereda, el jocoso cartel luminoso de un hotel solo alumbraba tres letras que formaban la palabra HOT.
Al despedirnos, Manuel me regaló un abono para el festival y su propio boletín para que repasara las películas que él había marcado. Quedamos en volver a encontrarnos el martes, ese día en el que yo estaba llegando tarde, pero con una conquista laboral sobre mis espaldas para nada desdeñable. Mientras subía las escaleras con la culpa incorporada de los primeros incumplimientos, pasé mi nariz por los hombros, evaluando los efectos de una jornada de seis horas (menos diez minutos), y sin detenerme, me miré en los vidrios de las puertas de entrada. El rostro brilloso y pegajoso podría haberse quedado adherido a los vidrios. La señora de boletería, de cara fina y pelo colorado, me señaló, en un gesto breve, amable y contundente, el tímido resplandor de la luz que venía del subsuelo, cuando pregunté dónde iba la película argentina —no tenía muchos más detalles que ese, o que era, en palabras de Manuel, “un documental, pero distinto”—. Seguí entonces la procesión que bajaba por la escalera. Encima se erigía un fotograma de Chaplin, inconfundible aunque de espaldas, y la palabra Cinemateca en un neón que funcionaba a media máquina en involuntaria solidaridad con el hotel vecino.
En la sala de abajo, la Dos, no se habían apagado las luces, por lo que pude ver el gesto de Manuel cuando entré. Debajo de su frente prominente, como esos lentes que le sumaban años, ensayó una cara de ‘siempre lo mismo’, aunque esa era apenas la segunda vez que salíamos. En un intento por parecer comprensivo, cercano a la condescendencia, me ofreció su butaca y se sentó en el suelo, contra la pared, ocupando uno de los escalones. Entendí que sería incómodo compartir la misma botella, así que le di una y abrí otra para mí.
Cuando Martín —el nombre de los funcionarios los aprendería luego— terminó de acomodar las setenta personas en una sala con algunas butacas menos, empezó Cuatreros. Y después una voz en off, la de la directora, se nombró así misma, un nombre que escuché por primera vez y para siempre: Albertina. Todavía no sabía que nunca lo olvidaría.
No tenía la menor idea de qué había ido a ver, de qué estaba viendo, pero en unos minutos no podía parar de llorar. Estaba, digamos, en trance, sin desmerecer el indisimulable efecto del alcohol. Las imágenes se sucedían y superponían, fragmentando la pantalla en dos, tres y hasta cinco partes. Terminé mi botella y en un acto casi automático abrí la tercera. A la incomodidad narrativa, incluso política, se le sumó una incomodidad más animal, fisiológica.
Recién me acordé de Manuel al terminar la función: le di un beso apurado, le pregunté por el baño y corrí sintiendo la suerte de no tener que subir las escaleras. Cuando salí a la calle la pantalla se prolongaba en el hormigón inerte de la oficina pública de enfrente, de la que surgían luces azarosas por persianas indistintamente abiertas y cerradas. Todo se fragmentaba en cuadros, como si la película se me hubiera instalado en los ojos, y en su raro mecanismo entregaba mi vista a la proyección de una reflexión que, salida del magma cinematográfico lanzado por Carri, se desplegaba sobre o contra esa realidad que nos esperaba afuera. Fumé un cigarrillo, luego un segundo, el último de mi cajilla, y pedí el tercero a un grupo de gurises que, ocupando el espacio angosto de la vereda, todavía comentaba la película, titubeantes, como si juntaran las esquirlas de una explosión que acababa de ocurrir frente a ellos, pero Manuel no apareció. Hasta que nos agarró a todos la lluvia y yo dejé de esperarlo. Le mandé un mensaje al número que me había anotado en una estampita de Buñuel. No tuve respuesta, tampoco cuando lo invité al otro día, y dejé de intentar.
Con la íntima esperanza de volver a verlo, el resto del festival repetí el cronograma que había trazado Manuel en su boletín que nunca pude devolverle. Siempre al día con los anglicismos en circulación, Lore, una amiga, estudiante de comunicación, jodía con que me había hecho ghosting el mismísimo fantasma de Martínez Carril, y empezó a escribir su corto de egreso con esa premisa. Una investigación clase b de un detective paranormal.
No pocas veces pensé en el graffiti Manolo = Cinemateca, inscripto en la pared sobre la que nos besamos en aquella primera y única noche, que Manuel me había explicado con sutil orgullo, entre cigarrillos que encendía uno tras otro, en un ritmo difícil de seguir. Que me lo explicara con tanto detalle abonaba otro rumor, el de que eso solo podría haber sido obra de Martínez Carril en un simpático chiste autoparódico. Y si bien las fotos consultadas no arrojaron ninguna revelación, sí creí reconocer un aire entre los Manuel. Eso era suficiente.
Además la aparición había sido en Carnelli, justo para ver una obra moldeada con material de archivo, y en la sala que, según mis averiguaciones, fue precisamente la última a la que asistió en vida. Le conté de los avances a Lore, pero la misión del personaje de su corto ya no consistía tanto en demostrar la existencia sobrenatural de Martínez Carril, sino en recorrer oficinas procurando fondos y declaraciones públicas de interés: porque aquella figura por más espectral que fuera, argumentaba el módico detective ante funcionarios de muy diversos grises, también debía formar parte del patrimonio nacional a resguardar.
No duré mucho tiempo en el supermercado, fueron apenas unos meses, pero seguí yendo con frecuencia a Carnelli y establecimos con Lore una rutina cinematográfica que se fue consolidando. Pasaron los ciclos, las retrospectivas, los estrenos en 18, las películas de Trueba o los bodrios de Reygadas, algunas trasnoches en Pocitos, los boletines redujeron su tamaño, las salas cerraron y no volví a ver a Manuel en ellas, aunque lo esperara un par de puchos después de cada función. Hasta que un día cayó esa nave extraña en el espacio fronterizo entre Centro y Ciudad Vieja. La nueva Cinemateca de siempre, mudada, cambiada, con vista al mar.
Un 30 de diciembre voy a ver la última película del año, una de la temporada. Fue la mano de Dios. Al salir, alguien me mira sin preocuparse por esconder el contacto. Con fijeza me mira. Y en uno de los cruces de miradas, descubro que es él, que esos ojos, agigantados por los lentes gruesos, son de Manuel. Nos saludamos a distancia, reconociéndonos, nos acercamos, nos volvemos a saludar con un beso cordial, y luego me invita un café.
Él salía de ver otra, porque Sorrentino le parecía un tano decadente y pretencioso, y con lamento, reivindicaba las viejas salas. Cualquier espectador sabe que una butaca de cine que se precie de tal no puede prescindir de la incomodidad, decía. Me costó ver al Manuel ausente y esperado en ese cinéfilo perdido en las aguas estancas de la nostalgia; yo le contesté con alguna vaga referencia a aquella película de Albertina. Sabíamos que por debajo del intercambio de comentarios más o menos banales estábamos preparando el terreno, asentando la confianza suficiente para lo importante. Terminó el trago de agua que quedaba en su vaso y hubo un silencio, no muy extendido pero lo suficientemente incómodo. Pidió la cuenta, y mientras esperábamos la vuelta del mozo, le pregunté qué había pasado aquel martes de abril. Manuel volvió a tragar, probablemente su propia saliva, y con notorio esfuerzo
se esforzó en empezar.
—A ver, cómo te digo —hizo una pausa, como si tuviera que imaginar aquella Sala Dos para encontrar las palabras antes de continuar. Tenías un olor insoportable.
Contó que una mancha de orina bajaba ostensible por mi pantalón. Usó esa palabra, ‘orina’, como si le pusiera comillas, como si el eufemismo le protegiera, no sé, su nariz. Y antes de irse, a modo de disculpa o conclusión innecesaria, dijo:
—Cuando fuiste al baño, aproveché para rajar. No supe cómo decírtelo.
Y yo no supe cómo decírselo a Lorena. Le conté sí que me pareció ver a Manuel, de lejos, entrando a una de las salas mientras yo salía de otra. Con el tiempo me convencí de que todo ese relato decoroso era solo una excusa que escondía, bajo una fingida timidez, la imposibilidad de asumir una conversación frontal y adulta. Dejé que Lore siguiera con su guion, que contara la historia desde otro lugar. Porque ese fantasma que nos habíamos imaginado era un gran personaje, y tampoco se quedaba atrás el detective que lo perseguía. Y sobre todo, porque ese tipo amargo que me encontré el penúltimo día del año, ese pacato y nostálgico, por una simple casualidad nominal, nunca podría ser Martínez Carril. No, eso sí que no.