El Sátiro de Cinemateca

Elizabeth Katzenstein Berro

Setenta años son unos cuantos y muchos personajes y sucesos, se han contado acerca de las funciones de cine y de los socios de Cinemateca.

Algunos son leyenda, otros, sencillamente, historias inventadas de la primera a la última letra y varios son relativas verdades adornadas con adjetivos y exageraciones de todo tenor.

Lo que voy a relatar podría bien haber sucedido, pero es mera creación de mi fantasía.

Nunca me enteré de que un personaje saltara de la pantalla a la platea como sucede en “LA ROSA PÚRPURA DEL CAIRO”; ni tampoco supe de que una pareja fuera sorprendida, en la oscuridad cómplice de las salas, teniendo sexo sin pudor alguno, o que en medio de la proyección alguna mujer gritara: “Saque su mano de ahí, viejo asqueroso” y se cambiara de asiento, o peor, saliera de la sala perdiéndose el final del film.

Tampoco yo, ni ningún amigo o amiga tuvimos  la fortuna de encontrar el amor de su vida en Carnelli o en La Linterna. Tal vez haya leyendas de fantasmas de las anteriores vidas de las salas, quizás el propio Manuel Martínez Carril se haya apersonado en estos últimos años a algún socio.

No. Nunca supe de suceso extraordinario alguno que hubiera ocurrido en Cinemateca.

Dadas esas circunstancias, es necesario crear una historia simpática, componer unos personajes poco habituales, escapar de lo común, de lo cotidiano de las funciones vespertinas y nocturnas en Sala 1, o Sala 3, o en la querida Linterna.

Aquí los personajes son Mariela, cuarentona, separada pero no divorciada aún y Salvador, soltero o ya solterón. A ambos los conozco. A ella desde hace unos años, es profesora de geografía, bastante fanática de la ecología y del ambiente, bichera y adicta a la cafeína.

Es una exageración decir que a él lo conozco. Lo he visto decenas de veces pero nunca hablé con él. Lo vi siempre en la vereda de Carnelli, a tres o cinco metros de la entrada a Sala Cinemateca. Allí parado, como si esperara a alguien que al terminar la peli hubiera ido al baño. No es un Adonis, pero “no está nada mal”, diríamos las mujeres. Ni muy alto, ni petizo, prolijo, bien peinado, la barba bien recortada, pelo oscuro. En fin, como ya dije “nada mal”. En algún momento empecé a observarlo y lo vi acercarse a alguna mujer y conversar algo breve. No habían venido juntos, eso se notaba. Él las abordaba allí, en la vereda. Y se me ocurrió bautizarlo con bastante maldad “el sátiro de Cinemateca”. Pobre individuo; seguramente era totalmente inofensivo. Pero me gustó el mote. Ya se sabe que los uruguayos somos afectos a colocar etiquetas. 

Mariela es amiga, colega, solíamos ir juntas al teatro, al cine, compartir caminatas y bicicleteadas. Y después de cinematequear el clásico era tomar algo en el San Rafael o el Expreso Pocitos, según el caso. Charlábamos horas. Teníamos temas comunes, la profesión, la postura política. Yo conocía a su familia y era también amiga de su hermana. Nunca me quedó claro por qué no se divorciaba. En fin, cada separación tiene su historia y su desenlace.

Un buen día estábamos en el San Rafael,  habíamos visto una francesa que nos había gustado mucho. De esas impecables, buen guion, buenos actores, música acorde que no interrumpe ni distorsiona. Todo bien (disculpen la redundancia). El mozo nos había abierto la puerta con un “Adelante, simpáticas, hace tiempo que no las veía por acá”.

Ya habíamos desmenuzado la película, tal vez una de las de los tres colores, BLEU, BLANC, ROUGE  y Mariela comenzó a contarme de un tipo que conoció y con el que “salió algunas veces”. La invitó a tomar un café un día al salir de una función a la que ella había ido sola. Charlaron amablemente e intercambiaron teléfonos y se vieron muchas veces después.

– A mí me empezó a gustar, no te digo que estaba re-enamorada. No. Eso no, pero me caía bien el Salvador. Pero pasaba el tiempo y el loco no avanzaba- dijo Mariela

– ¿Y por qué no avanzás tú?  Decile que te gusta, preguntale que siente él por ti.

– ¡Pah! No sé, no soy tan osada, me da no sé qué…

Le dije que no fuera boba, que dentro de poco terminaba el siglo veinte, que la mujer ya no es la pasmada de la generación de nuestros padres y que bla, bla, bla. Dijo que lo iba a pensar, a ver si le daba el coraje.

Entonces se me iluminó la mente:

– Decime, ¿es uno con barba? ¿Estabas en Carnelli?- pregunté y ella asintió

– Ya sé quién es. Yo lo llamo “el sátiro de Cinemateca”

– ¿A ti también te habló? ¡No me digas…!

– No. A mí no me encaró, se ve que no soy su tipo, y no hagas caso a lo del sátiro, es una exageración mía, un invento, pero como siempre está ahí, como a la espera, se me ocurrió. No me des bolilla…

Algunos días después la llamé para salir y fuimos a caminar por la rambla.

– Y… ¿Te animaste? ¿Le dijiste algo a tu salvador?

– Sí, habíamos ido al Galpón y por la mitad de la función puse mi mano sobre la suya.

– ¡Bien ahí! ¡Corajuda me saliste! ¿Y qué hizo?

– Nada. No sacó la mano, pero ni movió un dedo, ni me miró. Terminó la función, salimos y yo propuse ir a la Papoñita. “Me duele la cabeza, disculpá”, dijo. Me puso la mano en el hombro y se fue. Me quedé ahí parada como una pelotuda y me castigué con una torta de chocolate y un cortado.

– ¡Ah! ¡Qué cosa, che, le queda muy grande lo de sátiro!

– Sí, totalmente.

– ¿Y estás decepcionada, dolorida?

– No. No. Me dio bronca, no entiendo que sea tan cobarde. Podría haber dicho algo, pero nada, yo intento acercarme y él ni mu, ¡qué cagón!

Algunos meses después volvimos a hablar de él porque habíamos sabido la historia que había detrás de ese raro comportamiento. Una tragedia familiar, la muerte de una persona muy querida para él lo había trastornado irreversiblemente. El hombre no trabajaba, no estudiaba, ni tenía mucha más actividad que sus asistencias a Carnelli y sus acercamientos a féminas. Se le pasaba el día en salir a caminar por el barrio, hacer palabras cruzadas y cocinar de vez en cuando algún arroz a la cubana que era su especialidad. La familia lo mantenía y vivía con una hermana casada y con tres hijos jóvenes. Era buen tío y no molestaba en la casa.

Mariela hoy vive con un viudo padre de tres hijos grandes. No se ha divorciado aún, según ella dice “por perezosa”.

En las Salas nuevas de Cinemateca no lo he visto nunca a Salvador. No recuerdo cuando dejé de verlo, puede que ya hayan pasado años desde que desapareció.

La Sala Carnelli pasó a la historia como antes habían pasado también a la historia La Linterna, Sala Uno y Sala Tres. Y mis idas en bicicleta al Pocitos o al Centro. Todo pasa a la historia, a la historia con minúscula, pero no menos importante que la “HISTORIA PATRIA” de H.D.