El tiempo y la ausencia

Luciano Liguori Rechain

Cruzó la frontera durmiendo y no fue hasta la provincia de Santa Fé que pudo admirar el paisaje de otro país, dentro de lo que se podía ver por ese vidrio, empañado de calefacción y respiración humana. Nunca había salido de Uruguay, y estaba yendo a tomar posesión de la casa que había dejado su padre en las sierras de Córdoba. En un papel llevaba anotado el nombre del desconocido pueblo al que iba, junto a un teléfono del señor que lo había contactado. Era el abogado de su difunto, y casi inexistente durante los últimos 30 años de su vida, padre que lo esperaba en la terminal de ómnibus de la ciudad de Córdoba. De ahí partieron juntos en un coche viejo. El viaje, de unas tres horas aproximadamente, sirvió para que el abogado, y también amigo de su padre, lo pusiera al tanto sobre la situación que iba a encontrar. Al llegar a Quebrada de los Pozos, un caserío muy pequeño sobre el camino, pararon en un decrépito y sucio almacén de campaña, donde el abogado logró confirmar la información del mapa que tenía, y se dirigieron por un camino de ripio durante 3 kilómetros más, hasta llegar a un campo dentro del cual le habían dado permiso para hacerse una pequeña choza de barro y paja. La vegetación del lugar era exuberante y muy seca, con árboles frondosos y llenos de espinas. Hacia el poniente se divisaba una sierra muy grande y verde que tenía un efecto magnético en el paisaje. La casa tenía muy pocas cosas, apenas libros y cuadernos con anotaciones, una cama, un escritorio y una silla, y en la cocina unos pocos utensilios. A pesar del encierro el olor era agradable, sin embargo abrió la ventana y recién ahí se percató que el abogado había vuelto al vehículo. Mejor, pensó, no tenía ganas de articular ni media palabra. Tampoco hubiera podido del nudo en la garganta que tenía. La última vez que Aníbal había visto a su padre fue hace 35 años, cuando él tenía 11 y su hermano 15. Se fue diciendo que iba a hacer unos negocios, acomodó sus pocas cosas en una camioneta prestada y les dejó un sobre a cada uno con una carta y dinero. Las cosas con la madre de sus hijos iban bastante mal, pero nadie esperaba un desenlace así. En las 2 cartas que dejó prometió escribir, y lo hizo, al menos los primeros años, pero sus hijos estaban muy enojados por su ausencia y lo empezaron a ignorar, y en la medida que él no recibía noticias, tampoco se comunicaba. Así se fue haciendo inexistente el diálogo hasta que desapareció por completo. Ahora, 30 años más tarde del ultimo contacto, se enfrentaba a algo casi desconocido para él: su padre. Miraba las cosas con atención sin saber por donde empezar. Su intención era empezar a desentrañar ese enigma que representaba su padre. Cerró los ojos y respiró profundamente. Al abrirlos sintió que algo le llamaba, una hoja entre todas las que había en la mesa. Algún contenido había ahí que le exigía su atención. Entonces agarró la silla, le pasó rápidamente la mano para sacar el polvo que tenía encima, tomó asiento e hizo un esfuerzo entrecerrando los ojos para adaptar sus retinas a la tenue luz que entraba, y comenzó a leer en silencio. Lo siguiente es la versión textual tal como Aníbal la encontró y luego de muchos años mostrara a Federico, su hermano mayor, quien por mucho tiempo no quiso saber nada de su padre, hasta sus últimas horas de vida cuando pidió para leerla. En el reverso de la hoja, leyó que estaba dedicada para él.

“Ana decidió, en su Murcia natal, viajar a conocer Sudamérica. No sé bien cuál motivo la movió pero si sé que llegó a casa por una casualidad más que fortuita: el primo de ella, Adrián, un valenciano fornido y muy amante de la bohemia, se enamoró de una de las chicas que compartía la vivienda conmigo, Daphne, y enseguida se vino a vivir con nosotros. Eran los comienzos del siglo XXI y Montevideo estaba renaciendo, luego de dormir la siesta neoliberal pos dictadura, en un siglo marcado por revoluciones y guerras. Teníamos veinti-pocos años de vida y muchas ganas de vivir. Junto a Paola también, compartíamos una vivienda como una gran familia. Fue una época que recuerdo con mucho cariño, vivíamos el día a día con mucha intensidad sin pensar en un mañana. Ana, ya con fecha de llegada, se comunicó con el primo y terminó parando en casa. Pronto nos hicimos muy amigos, hablamos de libros, de lugares y hasta de comidas. Ella me confesó que quería ser escritora. Yo no le respondí, pero sonreí para mis adentros con el pensamiento de “claro, todos queremos serlo” un poco como mofándome de su inocencia. Montevideo era un lugar ideal para caminar recorriendo sus callecitas, y junto con Ana lo hicimos durante muchas horas. En esa época me encontraba estudiando en la universidad y trabajaba sólo los fines de semana en gastronomía, que me permitía sostener alquiler y pocos gastos más, por lo que no disponía de mucho dinero mas si de bastante tiempo libre. Aquí, es donde entra a participar la actividad cultural que me salvó la vida en esos años tan austeros y bohemios: la Cinemateca. Por una módica suma tuve acceso a innumerables películas que iban desde las más ignotas hasta las más conocidas del séptimo arte, y de los más diversos orígenes. Fui muchas veces, acompañado en citas o con amigos, pero también sólo si no conseguía compañía. Esa vez fuimos, Ana y yo, a Cinemateca Pocitos. Vimos una película coreana, de la cual recuerdo muy poco, apenas lo esencial de la trama.
Como éramos poquitos pudimos ir conversando a lo largo de su desarrollo, y ella, mucho sensible que yo, me iba contando cosas que le pasaban y me ayudaba a liberar mis sentimientos, algo bastante inédito hasta entonces en mi vida. Cuando terminó salimos y nos fuimos caminando por la calle Chucarro. Era invierno, y a esa hora de la noche Pocitos estaba bastante solitario. Caminamos mucho tiempo, hablando y fumando, perdiéndonos en las intrincadas calles del barrio. En un momento comenzó a lloviznar, bastante tenue al principio, tanto que jugamos con el agua, mostrándole la cara y las manos a la lluvia como para atraparla, pero luego se intensificó y decidimos refugiarnos bajo un techito de chapa. El espacio era muy pequeño y para no mojarnos debimos apretarnos. Me reí del lugar común, como introduciendo lo que iba a hacer, y la besé. Y ella me correspondió los besos y nos besamos, con mucha pasión. Y la lluvia aumentaba y nosotros más nos excitábamos, en una solitaria noche pocitense donde no pasaba un alma por la calle. Y nos acariciamos y apretamos sin parar durante mucho tiempo, hasta no darnos cuenta de donde estábamos parados. Luego nos quedamos fumando en silencio, pensando y mirando la calle mientras la lluvia alimentaba arroyos que corrían contra los cordones de la vereda. A la mañana siguiente ella continuaba su viaje, y me invitó a seguirla. Muy seguro le agradecí y decliné su invitación. Mi vida tenía un objetivo claro por esos días, y estaba decidido a conseguirlo. Esa noche marcaría mi futuro: mi objetivo nunca fue cumplido y a su vez perdí a la persona que había estado esperando tantos años de mi vida. No supe más nada de ella por mucho tiempo. Medio siglo más tarde, y siendo un viejo solitario que apenas vive de una pensión que me paga la comuna y un huerto casi abandonado, me siento en el jardín a leer sus libros. La escritora pudo cumplir su sueño: vive en Nueva York y da clases de literatura en la Universidad mientras publica novelas, poesía y ensayos de una calidad que emociona. Y me dan ganas de llorar. No sé bien aún por qué. Hay un momento de la vida que es muy intenso, y se juegan muchas cosas. Lo importante es estar atento a las señales en el camino, dando todo y absorbiendo cada gota de vida y emociones. Esas cosas ya nunca volverán, salvo en la memoria o con suerte en algún escrito. Mientras recuerdo esa y otras noches me doy cuenta que ya ni registro cuando fue la última vez que pisé un cine, tal vez ni siquiera existan más. Hay emociones que se me fueron apagando, y hoy no puedo siquiera plasmarlas en papel. Montevideo es tan lejano como podría ser Júpiter, no sólo porque hace muchos años que no voy sino porque además debe ser un lugar completamente diferente del que conocí. Supongo que eso le pasará a todos los que viven muchos años. Como que pasan a ser ajenos a las cosas que conocieron durante toda su vida, y los amigos y hermanos, coetáneos, van desapareciendo. Quizás aislarme no fue una buena decisión, yo quería escribir todo lo que venía acumulando en décadas de vida, pero cuando uno no comparte con las nuevas generaciones no sólo nos aislamos del contacto humano, también nos aislamos del tiempo que vivimos. ¿Y para qué? Ahora tengo montones de hojas escritas como para llenar cien libros, pero nadie que los lea, o peor aún, que no tenga cómo hacerlo. Quizás debería hacer como Kafka e intentar quemarlos en una hoguera, junto conmigo. Y el perjudicado será el resto del mundo, lo sé, pero al menos no viviré para soportarlo.”

Epílogo
Federico cumplió el objetivo que no pudo lograr su padre y fue uno de los escritores más importantes de su época, produciendo y colaborando en numerosos proyectos artísticos, con los cuales ganó muchos premios y se convirtió en un referente de la literatura nacional y latinoamericana. También trabajó como docente dando cursos en varias universidades de Iberoamérica, y fue honrado con varias distinciones hasta su muerte a los 67 años de edad. Aníbal murió en un accidente de tránsito 3 meses
después.