El último refugio

Gustavo Roberto García Núñez

“Pero el primer agradecimiento debe ser para mí madre: que supo tolerar en
mi adolescencia la pérdida de tiempo, de dinero y de estudios que implicaba
el periodismo cinematográfico”.
H. A .T.
“¡Mi querido amigo! Ahora que me asocié a la Cinemateca, entiendo qué es
eso de “la programación que más hace pensar en el Uruguay”.
Cinemateca Revista, 1984.
Dedicado a la memoria de Jorge Ángel Arteaga.

El cine es el último refugio; es a donde uno va cuando ya cree haberlo perdido todo. Y asimismo donde uno, si tan solo se tuviera el poder de elegir en esos instantes, elegiría estar en el momento de perderlo todo. La realidad es que nosotros podríamos haber perdido todo lo que tenía la vida para ofrecernos. Lo bueno y lo malo, con el mismo vigor en ambos casos, sí no nos hubiéramos rebelado de manera ímproba a nuestros contextos, negando nuestras realidades, a lo que querían de nosotros; que es el espíritu cinematográfico por antonomasia.

Al cerrar mis ojos con el ejemplar de la Cinemateca Revista en mis manos, el río imparable de los recuerdos, y por lo tanto de los sueños, comienza a fluir. No es fácil, ni tampoco deseoso extraordinariamente olvidar la vez primera que vi a Gustavo De Grazia. Fue en el glorioso Estudio 1 de Camacúa y Reconquista; salíamos con Irene de ver una de Andrzej Wajda cuyo nombre ya no recuerdo, pero que la estábamos comentando juntos, y ella como siempre ya me estaba tirando alguna punta
para la crónica. Al lado nuestro había un pibe alto y flaco, de lentes y bigotón, leyendo la revista Film, y que en un momento dado (uno de esos momentos que ya están dados y solamente deben suceder por una de las partes) se unió a la conversación. Y terminamos charlando largo y tendido de la película, y de las películas que veníamos viendo en los ciclos. Esas gloriosas charlas apasionadas que solo suceden, o solo parecen poder suceder cuando hay un punto de encuentro para que los apasionados se junten. Al final nos fuimos a tomar café en el fabuloso y difunto Sorocabana y lo invitamos, a lo que él muy amablemente, con permanente sonrisa que le marcaba los pómulos, declinó la oferta diciéndonos que del Estudio 1 se iba a la sala de la Asociación Cristiana, que quedaba por la calle Colonia, a continuar la odisea de ese día. Le pregunté su nombre, Gustavo, me contestó. Luego de presentarnos nos dijo:

—Encantado de conocerlos. Celaya, déjeme decirle que disfruto mucho su columna en el Foster.

Luego se despidió de Irene y de mí con un abrazo y un beso, guardó la revista en el morral, sacó el Walkman y los auriculares y se fue por las puertas de la Cinemateca. Mírate Carlos, me dijo Irene entre risas, ya te has ido a la fama. Y la verdad es que jamás me he vuelto a sentir, famoso definitivamente no es la palabra, pero sí honrado y pleno con una gratitud. En el Sorocabana me acuerdo que Irene me habló con fundada preocupación de la crítica uruguaya, en general, no solo en el rubro cinematográfico; hacía unos pocos años que habíamos perdido a Emir Rodríguez Monegal, a Ángel Rama, a René Arturo Despouey (el Pater familias de todos), y el luto entre los críticos me gustaría decir que era colectivo pero por lo menos era remanente. Porque en líneas generales, la muerte de los maestros, de los verdaderos maestros, siempre ha sido pobremente homenajeada y sobre todo conversada y memorizada. Luego está el caso contrario: cuándo los maestros son reconocidos luego de su muerte. ¡Qué sponsor la muerte! Pero el caso de Rodríguez Monegal, lo que se sentía por lo menos, era el del olvido de los
verdaderos maestros, aquellos que marcaron el canon y de quienes mamaron todos los que vinieron después. En aquella época, en la crítica cinematográfica, había una gran promesa generacional por parte de los discípulos de Homero Alsina Thevenet. El cronista piensa que Alsina era un tipo por lo demás intratable, pero que evidentemente era el maestro de cualquier persona del Río de la Plata que quisiera incursionar en la crítica.

Sí nos vamos a las raíces, y esto también me permitirá narrar mi primer contacto con el mundo cinematográfico de Montevideo: Periquito el Aguador, es decir el heroico Onetti, bajo las heroicas manos de Quijano en los heroicos tiempos del Semanario Marcha, fue el primero en marcar una tendencia crítica dentro de la tradición cultural uruguaya. Esa se podría decir que fue la primera semilla, que luego Alsina y Hugo Alfaro se encargarían de germinar, primero en Marcha y luego mudándose a la revista Film en el Cine Universitario. Ahí fue donde comenzó la edad de oro de la crítica de cine en Uruguay. No obstante es menester recordar el madrazgo de la revista Cine Radio Actualidad, fundada en el 36 y dónde se enseñó a toda una generación de uruguayos a ver cine, entre esa generación, Alsina y Hugo Alfaro. Se podría incluso decir que esa revista, a pesar de tener una publicación más bien fantasmal y subterránea, logró que los espectadores entrarán al cine y salieran convertidos en personajes. Lo que se pretendía en Film era exactamente lo que Alsina y Alfaro habían aprendido de Despouey; que es ir más allá de la simpleza analítica que empieza y termina en el argumento de la obra, también muy influenciados por, inevitablemente Cahiers du Cinema, y los británicos, que fueron los pioneros en preocuparse por la educación del espectador; luego de leer sus críticas, uno podía ver cine
de la mejor forma posible. Es decir observando, que no es lo mismo que mirar, y digiriendo cada detalle que se presenta en la pantalla, ejerciendo la crítica como placer, la experiencia del espectador atento. Y a propósito de Onetti: mí primer “laburo” de pibe, en el ámbito cinematográfico acá en Montevideo, fue en un documental que realizó Jorge Ruffinelli a principios de los 70, en el que yo fui asistente de dirección. Realmente fui más plomo que otra cosa, ¡Pero qué experiencia! Todavía me acuerdo de Dolly, la mujer de Onetti, quien estuvo con él hasta el final y de quien, años después con Hortensia Campanella, compañera autora uruguaya que también tuvo la valentía y la pericia de entrevistar a Onetti de manera efectiva en su casa de Madrid, compartimos un recuerdo de inmensa ternura y admiración por ella; además era una excelente fotógrafa, y sin dudas, como privilegiadamente había podido comprobar, Onetti era un modelo muy interesante. Un equipo excelente, toda gente de cine, cámaras de 16 milímetros que en aquella época supongo que era lo más avanzado, con la oportunidad de registrar a un personaje como lo era Onetti. El documental lo realizamos en su apartamento de la calle Gonzalo Ramírez, donde fuimos recibidos, por Dolly casi todas las veces, y en ciertas ocasiones por él mismo Onetti, del que guardo un recuerdo inspirador, de profunda admiración, y de una tristeza irrevocable pero teñida de humor negro, que ese era el gran sentido del humor que tenía Onetti por encima de la seriedad que siempre lo caracterizó y con la que siempre se lo recuerda. En lo personal, sin embargo, (a mí), Onetti me parecía incluso hasta cierto punto una especie de Buster Keaton rioplatense, y perpetuamente vicioso. Y así como se lo ve en el plano fijo que prevalece en todo el documental, era él: fumaba como un murciélago, tomaba Whisky y sorprendentemente en ningún momento perdía la lucidez, y era capaz de dar una conversación donde uno tenía que estar con la libreta en mano para anotar todas las lecciones que te lanzaba, te atravesaban y que muy probablemente en alguna ocasión necesitarías cerrar los ojos un segundo para recordarla y encarar todo con su sabiduría. Cuando entré a
laburar en el Foster, unos años después, en la sección cultura no había más que los malos cronistas que no sabían mirar una película, ni mucho menos leer un libro y por ende escribir bien. No estoy seguro si yo colaboré a que esto cambiara, pero lo que sí sé es que desde la primera crónica aplique todo lo que había aprendido, que no era poco y que venía directa e inequívocamente de: convivir con los grandes, y estudiar sin parar a los grandes. “Ver cine, para mí es como una forma de vestirse bien”, me dijo Gus, en un momento de nuestra maravillosa conversación cuando nos encontramos en el Sorocabana antes de la función de aquel día. De ésta ocasión recuerdo, era el ciclo de István Szabó, director húngaro, y “Mefisto” era la película que abría el ciclo. La primera de la trilogía, continuada por “Coronel Redl” y concluida con “Hanussen”. Mi recuerdo de este visionado en buena parte se debe no solo por la indiscutible excelencia del film (Klaus Maria Brandauer es estelar), sino que también por la compañía, por las conversaciones que tuvimos con Gus ese día, esas conversaciones donde las personas se terminan de conocer en profundidad. Y recuerdo vivamente el sentirme más joven de lo que era (y de lo que jamás había pensado ser, ni siquiera hoy), y por ende tan apasionado y entusiasta como en realidad
éramos y seguimos siéndolo los dos. Pero en esa época aún en misión de llevarnos la vida por delante. Gus tomaba el fabuloso café helado del Sorocabana, yo un cortado; cuando entré, lo vi y estaba leyendo el espléndido “Historia del cine mundial” de Georges Sadoul, en un ejemplar de la biblioteca Artigas Washington, y fue ahí donde empecé a notar que De Grazia aprovechaba todos los recursos que se le presentaban, algo que denotaba un inmenso deseo de cultura, un deseo que yo ya de alguna manera intuía venía de un largo período que Gus me definió como “Oscurantismo” cuándo la conversación en el Sorocabana empezó a ir por el camino de las raíces y los orígenes.

— ¿Vos cuándo te hiciste socio de Cinemateca? –le pregunté–
—En el 77 –contestó Gus–.
—Ah, eras un pibe.
—Sí, doce años tenía, recién entrado al liceo –dijo con una sonrisa, ya
entrando en confianza–
— ¿Y en tu casa alguien ve cine, o algo?
—No, en realidad mi viejo, entre todos sus oficios, fue actor de Teatro,
entonces cuando éramos chicos hacíamos La Zarzuela. Ahí conocí a Jorge
Ángel Arteaga, que era el director.

Arteaga, otro nombre que hizo tanto por la cultura de éste país, y que está cada día más próximo a los abismos del olvido. La historia es la siguiente: luego de una guerrilla primitiva que hubo en el 53 entre Cine Club y la Cinemateca, un buen día José Carlos Álvarez, Jorge Ángel Arteaga, Miguel Castro, Walther Dassori, Eugenio Hintz y Alberto Mántaras Rogé, firmaron la paz uniendo ambas instituciones bajo el nombre de Cinemateca Uruguaya. Ese año además fue el año de las 19 millones de entradas vendidas en los cines, de la segunda fundación (porque la Cinemateca, como la patria, tuvo dos fechas de fundación) y el del Primer Concurso Nacional de Filmación, organizado por el Cine Universitario.

—Qué bárbaro.
Y luego surgieron anécdotas, que son evidencia de la elegancia perpetua que significa ver cine:

—Yo tenía una profesora de geografía, que un día estaba dándonos una clase sobre la tundra, la estepa y la taiga. Y ella, embelesada, tratando de que nosotros nos pudiéramos imaginar lo que realmente eran esos lugares ¿No? Y ella, como pensando para sí misma: “Hay una película maravillosa, lo que pasa es que, lógicamente, yo estoy pidiendo milagros ustedes están para otras cosas. Que describe exactamente lo que es la estepa, la tundra y la taiga”. Entonces yo, levanto la mano: “Dersu Uzala” y
la tipa abrió los ojos, ¿Cómo? Sí, sí, de Akira Kurosawa, la vi en Cinemateca. Y la profe se tomó así del pecho, no puede haber mayor orgullo para mí que un alumno mío haya visto esa película. Y desde ese día, yo le podía hablar en “francés”, que la mujer quedaba extasiada. Y bueno, luego hubo una profesora de química, yo jamás fui bueno para los números y todo eso, pero con esta profe no sé por qué nos llevábamos mal, pero era una cosa de que entrabamos a clase: “Mengano, fulano y sultano, afuera”. Entonces yo un día, me acuerdo que era el ciclo Teléfonos Blancos, de Cine Italiano, estaba
en la cola ahí en Camacúa, miro para atrás, era la profe. ¿Qué estás haciendo acá? Me pregunta, totalmente estupefacta, yo acá estoy haciendo la fila, soy socio de Cinemateca desde los doce años. ¿Vos? ¿Socio de Cinemateca? La tipa no lo podía creer, sí, sí, le digo, me gusta el cine, me gusta leer, me gusta la música, todas esas cosas. Fa, te juro, no tenía esa percepción de vos, de verdad. Y a partir de ese día, fue un cambio total, entraba a la clase, y la profesora ya no me echaba, me daba últimas oportunidades, me decía: “De Grazia, escúchame una cosa, esta es la prueba final, tenes que estudiar esto esto y esto, sí vos te sacas una nota suficiente, te apruebo el año”. Y yo pensaba para mí, la diferencia es el cine. Esa profe me acuerdo, quería que nos aprendiéramos, que saliéramos aprendiendo una sola cosa, la solubilidad, que hasta hoy en día me acuerdo y jamás me voy a olvidar: “Es la máxima cantidad de solutos que se disuelve en cien centímetros cúbicos de agua a una temperatura determinada”.

Escuchaba las anécdotas, y me quedaba tocadísimo, lo parió le contestaba, y me generaba una ternura y una alegría inmensas. Y a partir de este anecdotario, la conversación derivó rápidamente en la gente que había detrás de Cinemateca en aquellos años, y que colaboraba para que se mantuviera en pie: Manuel Martínez Carril, los críticos Henry Segura, Jorge Abbondanza, Ronald Melzer… y yo desde que se me dio la oportunidad, orienté un poco las cosas para que Cinemateca Revista y el Foster hicieran convenio, ya que desde que entré sabía que el aire fresco (más bien la turbonada) que necesitaba el periódico, era del cine. Del Sorocabana nos fuimos para la sala de Lorenzo Carnelli, la fila era larga y convenía ir temprano. El viento de 18 soplaba fuerte, y el garrapiñero anunciaba en voz alta:

—Fresquita, crocante, recién elaborada, ¡La garrapiñada!
A un lado del garrapiñero, poniendo las manos en el fuego, había lo que uno diría a primera vista, un pichi, que se le acercó a Gus y dijo:
—Botija, ¿No tenes unos pesos?
—Disculpa, no tengo nada –contestó Gus–.
A lo que yo saqué y le tiré unos mangos.
—Muchas gracias maestro –me dijo asintiendo con una sonrisa y alzando la boina–.

Cuando es el momento de entrar, el “pichi” entra aparte de la fila a la Cinemateca y lo perdemos de vista por el edificio. Con Gus tomamos el programa del servicio de documentación, con el inolvidable y abrigado olor a la tinta de impresión, y notamos un afiche: “Mateo y Maslíah” abrían la función. Entramos a la sala, la inolvidable voz de Martínez Carril:

—Cinemateca, con Cinemateca plus, todo el Cine, más Teatros y Conciertos. Sí no lo ves en la Cinemateca, jamás lo verás.

La platea está llena, Gus y yo nos sentamos más o menos en el medio, en el escenario frente a la pantalla hay dos micrófonos y dos bancos. En determinado momento entran el pichi, que era el mismísimo Eduardo Mateo, y Leo Maslíah, con todo el pelo y el bigote, los dos con guitarras, el
público aplaude, y al final de la ovación, los dos ya posicionados, Maslíah se acerca al micrófono:

—Este, ésta canción que vamos a tocar con Mateo se llama…
“Acordes”.

Me prendo de la guitarra y quisiera que me saliera algo.
Me escondo en estos acordes y un poco creo que estoy a salvo.
Al menos el tiempo corre y están conmigo, son mi respaldo (…)
No tengo mucho que hablar no soy tan locuaz como Zaratustra
No sé mucho que decir pero si me callo me muero de angustia.
Y en esos momentos uno hace lo que puede y se la rebusca.

Y el tema terminó, Maslíah agradeció, Mateo como siempre no emitió ningún sonido más que el de la viola, y se fueron. Luego empezó la función, se apagaron las luces, y toda esta escena es sintetizada a la perfección en las palabras de Gus: “En el cine apagan la luz, y somos todos espectadores, somos todos iguales. Y empieza el torbellino de cultura, lo que a mí me sacó del oscurantismo. La sensación primordial con Cinemateca, es la de entrar a un lugar donde perteneces”. Y recuerdo el visionado de Mefisto con Gus, como lo llaman los franceses: como un “État second”, donde por dos horas solo son la película y tus ojos, dominados y armonizados por los estertores de la pasión. “¿Qué han hecho los judíos? Que hasta las prostitutas hablan de ellos, no distinguen las braguetas”, dice el personaje de Karin Boyd en una de las grandes escenas del film, y que forma parte de mi canon personal de aforismos cinematográficos. Cuando sucedieron los créditos, me levanté con el cuerpo totalmente adormecido, con la sensación total de haber vivido una experiencia divina. Al salir de la sala, miré a Gus a los ojos, a quien le brillaban igual que a mí, y que sonreía igual que yo:

—Qué maravilla, eh –le dije–
—Fascinante –me contestó Gus–.

Luego de un rato salimos, yo me prendí un cigarrillo, y finalmente Gus se despidió de mí con un abrazo fraterno, para, como siempre, continuar la odisea en el Estudio 1. Y los dos sabíamos que, como en Casablanca: ese era el comienzo de una hermosa amistad.