Finalmente está ocurriendo. Juego con la servilleta en la mesa y el mozo sigue de largo y no ve la seña que le hago con la mano. Al fin me he decidido, y estoy un poco nerviosa. ¿Por qué no lo hice antes? Supongo que es mejor ir acompañada, pero bien acompañada. Mis dedos juegan recorriendo las letras de la servilleta. Suben y bajan y le dan la vuelta al rulo que hace el palito de la T, como la lengua de una mariposa. La tasa con restos de café, pequeña en su plato, me mira como un ojo triste. En la mesa de al lado una señora le dice algo a una niña de pelo negro, y ambas ríen por lo bajo. Ahí pasa el mozo de nuevo, ocupado en otras mesas y olvidandose de mí. Busco mi teléfono, perdido en algún bolsillo, y compruebo que aún hay tiempo. No era mi idea inicial venir sola, pero no supe a quien invitar. Después de la última vez con Lucy, renuncié a ella para este tipo de instancia.
No sé si es que no entiende lo que ve, pero algo deja insatisfecha. Que no conoce a los actores, que todo es muy lento, que los finales son tristes. Así es el buen cine, trato de convencerla, sin lograrlo. La señora y la niña brindan y me contagian un poco de su alegría. El mozo se decidió a venir y me trae la cuenta. Miro más allá de las mesas y del vidrio de la ventana. Ya no llueve. Lucy cantando con su sonrisa alegre, al ritmo de la guitarra de su esposo. Lucy orando por nuestros examenes de fin de curso, por nuestra vida espiritual. Usando su voz de oración, una voz que me hace gracia. ¿Tendré yo también una voz de oración? Y los finales tristes la deprimen, así que el rango de actividades compartidas se redujo bastante. El esposo de Lucy tocando la guitarra y cantando, con su cara buena y llena de barba. Me levanto de golpe y la niña y la señora me miran y me sonríen, y yo también les sonrío, y es como si saludara al tiempo. Enrosco la bufanda en el cuello y me meto adentro del saco, antes de salir al frío. Lucy en mi casa, hablando con mi madre, predicándole a mi madre, cantando con mi madre. Hay algo turbio que no sé describirte, me dijo, que no está solo en la película. Yo también lo siento, pero no se lo dije. Algo turbio que no emana solo de la película.
Un hambre insatisfecha. Un dolor contenido pero que excita bastante. Mi madre hubiera venido si se lo pido, pero tampoco entiende mucho lo que ve. Nuestra charla de hace un rato, por teléfono. El parte diario de las aventuras de su gato Malfi. Hay poca gente en las calles, y camino entre lo que queda del sol de la tarde, las cuatro cuadras que me separan del cine. Estuvo varias horas en el techo, sin querer bajar, ni siquiera para comer. Le puso un tarrito con las pastillas y otro con un poco de agua, al lado de la chimenea. Subo los cuatro escalones y entro al edificio. Ya había estado antes antes allí, con Lucy, por supuesto. Hay gente sacando la entrada, y me pongo en la fila. Una pareja joven merienda en la parte de cafetería.
Dos señoras mayores ya han sacado su entrada y las pierdo de vista en la gran escalera. ¿Todavía seguirá en el techo? Quién sabe qué halla de interesante en eso. ¿Qué fue lo último que vimos? Una película en blanco y negro, de Fellini. Un hombre malo y una muchacha fiel. Qué hermosa palabra. Fiel. A pesar de toda la infidelidad del mundo. Fiel. Y un final triste, para la colección de finales tristes que tanto molestan a Lucy. Un sentimiento que no puedo describir, pero al acecho. Escondido entre las butacas, detrás de la pantalla, en los baños. Algo irrealizado, sutil pero intenso. Lucy mirándome con cierta pena y yo tratando de encontrar las palabras que busco. Es mi turno de comprar la entrada. Estando sola el sentimiento crece, se intensifica. Camino sin tocar el suelo. Elijo la película. La chica me pregunta por el lugar, y me queda mirando. Yo también me la quedo mirando. Me siento una tonta y le pido que me recomiende una butaca. La chica me sigue mirando, y vuelca el monitor hacia mí y me ayuda a encontrar un sitio. Ni muy arriba ni muy abajo. Ni muy a la derecha ni muy a la izquierda. G-7 propone ella, y señala con el dedo el cuadradito verde que se corresponde con la butaca G-7.
¿Habrá comido las pastillas, o bebido el agua? ¿Dónde nos sentamos con Lucy durante la película de Fellini? Un olor a café que me llega de alguna mesa. Me imagino entrando en la sala y ocupando el sitio G-7, yo y toda mi soledad, en el centro de atención. Los cuadraditos de la pantalla están todos verdes. ¿Proyectarán la película si soy la única asistente? El G-7 no es para mí, está demasiado en el medio. Busco en la pantalla la referencia de la entrada a la sala, para no alejarme mucho de ella. Mejor el G-14. Está arriba pero cerca de la puerta, por si debo salir corriendo. ¿Y por qué tendría que salir corriendo? Miraría las casas vecinas, los techos vecinos.
¿Otros gatos vecinos? Mejor el G-14, le digo a la chica, y pago la entrada. Nos sentamos en el centro, pero bien arriba, en la última fila. Una especie de culpa me invade. Ignoro al sentimiento. Vine preparada. Sabía que pasaría, y estoy preparada. No lo alimento. Lo dejo ser. Que agote sus mordidas como un lobo viejo. Subo las escalera y recorro con los dedos el cilindro de plata del barandal. Lucy bajando por esa misma escalera. El rostro inexpresivo. A mí me gustó, me apresuro a decirle, solo por decir algo porque nadie decía nada. Sea lo que sea está en todos lados. No es una persona, no soy yo, pero está en todos nosotros. Debajo de la alfombra, en el vidrio de las ventanas, al final del largo pasillo. El acomodador me saluda y me sonríe con toda su juventud.
Me señala la puerta y entramos juntos a la sala en penumbras, y me señala el caminito de escaleras hacia el G-14. Muchas gracias, y subo por el caminito empinado rumbo a mi asiento. Hay dos sombras que son dos personas sentadas en la última fila, al medio. El lugar de Lucy y mío. Busco el teléfono y lo silencio, y me retiro el abrigo y me siento con el saco sobre las piernas. Busco un momento la cartera que no traje, y me quedo quieta, mirando la pantalla blanca. Ya estoy allí, no fue tan difícil. Otra persona irrumpe en la
sala y pasa por adelante del enorme rectángulo blanco, hasta el otro caminito de escaleras. Según mis
cálculos, se ubicó en E-1. Es un joven de barba menos tupida que el esposo de Lucy.
Saca un libro y se pone a leer, y yo pagaría una buena suma por leer el titulo de lo que tiene en las manos. Al rato mira hacia mi lado, y me hago la disimulada. Ahora tengo el celular en la mano, no sé para qué. Reviso mensajes que ya revisé. Hago tiempo. Estoy deseando que empiece la película. El esposo de Lucy cantando y tocando la guitarra, con su mirada de bueno perdida en algún punto del cielo raso. El joven que se levanta de su asiento y trepa dos lugares arriba. ¿Por qué se movió? ¿Qué cambia su situación estar dos lugares arriba? Ahora somos los extremos de una recta. El Alfa y el Omega.
Miro hacia el horizonte de su lado sin mirarlo a él. Su cabeza, sin lugar a dudas, apuntó a G-14. Las dos personas, en las alturas, hablan bajito de alguna cosa. Una señora acaba de entrar con mi amigo el acomodador, y empieza a subir por mi caminito de escaleras. No se detiene hasta que llega hasta mí, y me indica moviendo su cabeza que la deje pasar. De todos los lugares disponibles, se viene a la fila G. Me pongo de pie, consciente de que el lector de la punta me mira. Que me mire si quiere. Muevo un poco el pelo para darme aires de diva, pero el saco me tapa y parece que voy envuelta en una frazada.
La señora es un poco gorda y avanza hasta su sitio en el medio de la fila, en G-6 o mi antiguo G-7. Y así nos perdimos de vista, G-1 y yo. Al rato empieza la película y ya no llega más nadie a la sala. Solo las dos sombras de arriba, y nosotros tres en la fila G, alineados como planetas. No fue una mala película. Me gustó bastante, pero Lucy la habría detestado. Empiezan los créditos y ya es mi hora. Sin dar tiempo a nada me pongo de pie y me envuelvo en la frazada de mi saco, y bajo por la escalerita. Adiós, G-1, le digo con el pensamiento. ¿Me estás mirando partir? ¿Te habría gustado saber mi nombre? ¿Invitarme un café y hablar de la película? Respondé que yo escucho. Decime que pensás, que yo escucho.
Salgo de la sala. Un adiós, ahora, para el joven de la puerta. Adiós, también, para la escalera de mango de plata. Adiós a los pisos brillantes y las puertas de vidrio. Adios a las sombras que se me cruzan en la vereda, a los autos que esquivo en la calle, a la luna que me mira detrás de una nube. Llego a la parada. Reviso si tengo algún mensaje en el telefóno. Subo a mi ómnibus, buenas noches, paso la tarjeta, gracias y retiro el boleto. Todos los asientos vacíos, y elijo uno, sobre el medio del coche, en la hilera detrás del conductor. Apoyo la frente en el vidrio de la ventana. Un señor caminando se detiene ante la luz roja y deja que el ómnibus pase. Sonrío.