Me pregunto por qué sigo volviendo, qué encuentro de fascinante en asomarme a contemplar el otro lado, qué me seduce de ese espejo descomunal y necio, que refleja una realidad que solo existe en mi memoria y en su luna sepia y sin brillo, escupiéndome a la cara lo que fui y con tanta determinación dejé atrás. Nada de lo que veo en él me produce nostalgia o arrepentimiento. Y no porque mi nueva vida sea el paraíso que, aunque nadie me prometió, decidí imaginar cuando partí. Desde que crucé el umbral del viejo mundo con una maleta en cada mano ya fui otro y, como muchos emigrantes, me convertí en un hombre libre y solo. Un nadie arrojado al futuro inimaginable sin más herramientas que el deseo de no regresar y el sosiego del desposeído, del que sabe que nada va a perder. Ahora, sentado en mi lugar habitual y sin reparar en las voces que, más compasivas que burlonas, murmuran algo a mi paso como si vieran a un lunático familiar y dócil, me asalta nuevamente el recuerdo de los últimos momentos en el inminente infierno del que escapé. Mi cabeza vuelve a aquel largo día que debió ser de preparativos, tranquilidad y vigilia y que, en cambio, fue de distracciones, conflictos y amores improbables. Hasta que cayó finalmente la noche y enmudecieron los ecos de los pasos apurados de los rezagados, volviendo exhaustos y felices a casa tras una jornada entera de celebración y emociones.
De pronto, no estoy más en Montevideo en 1983. Tampoco se escuchan ya las estridentes notas de la música marcial ni la voz aguda del locutor, que habían sonado el día entero y a todo volumen desde la radio encendida en la planta baja. Las sombras, implacables, han ido tomando a zarpazos cada corredor del enorme edificio, cada recodo de las escaleras y del patio central, pero también de la ciudad y, hasta donde alcanza la vista, del mundo. Solo las luces tenues de un puñado de ventanas denuncian la presencia de gente aún despierta. Una de ellas es la mía, entreabierta, dejando que la brisa fresca inunde el apartamento mientras termino de cerrar las dos únicas maletas que me acompañarán, cargando lo que queda de mi existencia. Fuera del dormitorio me esperan los encargados de guiarme, serios y pacientes, mientras yo doy una mirada final al lugar que fue mi hogar durante los últimos días. Guarecido en mi gabardina y flanqueado por los dos hombres, empiezo a bajar los seis pisos por la amplia escalera que me llevará a la calle en penumbras y, espero con anhelo y ciertas dudas, a la libertad y al día. Cada detalle se calculó con tanto cuidado como fue posible teniendo en cuenta lo urgente de la situación. A último momento, sin embargo, el empeño por no dejar nada librado al azar, repasar una y otra vez los pasos del plan y evitar llamar la atención a como diera lugar, se rindió a la irrupción de mi vecina de piso y su bendito mirlo. No me quejo de aquella intrusión porque, cuando se produjo, el estrés estaba a punto de vencerme y mi mente deliraba, urdía estrategias alternativas e imaginaba soluciones más rápidas y fáciles que la que, con más suerte que esfuerzo y menos convencimiento que esperanzas, finalmente hallé y acepté probar. De hecho, en el preciso momento en el que llamaron a la puerta, estaba terminando de firmar y cerrar algunas cartas de despedida a amigos y familiares con explicaciones y excusas que ni yo mismo creía y que, como suele suceder en estos casos, duelen más de lo que aclaran. Junto a los sobres aún sin cerrar, la pistola esperaba que un hombre como yo, que nunca había disparado un arma, la empuñara y terminara con el problema y con cualquier solución previamente considerada. Pero sonó el timbre y, excepto lo esencial, todo cambió.
Me contaron el plan de escape al final de mi último día en la radio. Mi buena amiga Arianna, la misma que tantas veces fue mi coartada y me sostén cuando comenzaron las investigaciones y el acoso, me pasó el contacto. Hasta pocos días atrás, la sola idea de huir me hubiera parecido un desquicio. En el fondo, pocos creyeron que la situación se agravaría al punto en que lo hizo. Yo fui uno de los muchos incautos que malinterpretó las señales. Pero ninguna elucubración, por descabellada que me hubiera sonado entonces, se comparaba con la del plan en sí mismo. Me hablaron de investigaciones científicas secretas y revolucionarias conducidas por las más destacadas mentes del propio partido, de nuevos niveles de conocimiento, de ventanas de oportunidad y de la suerte que tenía de haber llegado a ellos (que estaban arriesgando todo por mí) en el momento justo. Cuando terminaron su larga exposición me reí y les pregunté si me estaban tomando por imbécil. Con seriedad y paciencia, me calmaron y me prometieron que todo saldría bien. También me aseguraron que no había otra salida. Más por respeto a Arianna que otra cosa acepté seguir con aquello. Me dijeron que no había mucho tiempo y que las posibilidades de éxito disminuían con cada minuto de demora. Eran convincentes, lo reconozco. Aun así, hasta último momento estuve buscando y considerando alternativas. La más radical de ellas fue el suicidio, al que no llegué por la aparición de Antonietta y su pájaro fugitivo (¡vaya metáfora, ahora que pienso!).
Antonietta era, ante todo, una mujer que impactaba por su tristeza. Parada frente a mí en la puerta, casi aplastada por aquel viejo vestido de fajina que parecía más amortajarla que ataviarla, ni sus enormes ojos ni su sonrisa amplia escapaban al halo de desolación que la cubría como un burka. Su llegada intempestiva, en busca del pajarraco que había volado de su jaula hasta mi ventana, no solo demolió mis intenciones suicidas, también hizo que olvidara por algunas horas cualquier otro proyecto o artimaña de huida a alguna parte. Todo desde su aparición fue nuevo, confuso y liberador. En su apurada compañía volví a ser el niño irresponsable y feliz que había sido con mi madre y mi hermano demasiados años atrás. Pero lo más destacable fue que, después de mucho tiempo, olvidé por un rato que ya no pertenecía a aquel lugar, que era un prófugo en peligro, que iba de salida. Recién al final del día, luego de haberle revelado incluso mis más oscuros secretos y profundo temores, aunque también mis más firmes principios, reparé en lo efímero que había sido ese destello en la noche, ese fugaz contraeclipse lunar. Todavía hoy, pese a todo el tiempo transcurrido, puedo recordar la desolación que experimenté mientras me susurraba, con el último abrazo, que quería verme el sábado siguiente, cuando su esposo no estuviera. Ese fue para mí el momento más sobrecogedor de una jornada particular. Para ella, quizás, lo fue el instante en el que comprendió, aterida, por qué yo no era un marido, ni un padre, ni un soldado (es decir, un buen fascista). Pese a mi confesión, que nos desgarró a ambos un momento, el sexo tuvo su breve oportunidad para calmar las ansias suyas y devolverme a mí el control. Cuando se fue, algo había cambiado para siempre en aquella figura menesterosa que llamó a mi puerta tan a la mañana. Como si la pesadez de la mortaja se hubiera debilitado y los ventanales ojos y la sonrisa abierta proyectaran una luz diferente que, aunque fuera solo por momentos, vulneraba la apretada trama.
Al salir del edificio me condujeron directamente a un coche grande en el que me acomodé, siempre con mis maletas y con un guía a cada lado. Poco después llegamos a una construcción maciza y bien iluminada por cuya entrada lateral ingresó el vehículo sin detenerse. Descendimos y me llevaron a una oficina donde me esperaban tres hombres con sus túnicas blancas que me acostaron en una camilla y controlaron mis documentos. Después me colocaron sensores y electrodos en varias partes, me explicaron que me inyectarían un sedante y me dieron dos pastillas que debía tragar. Ya sin ganas ni fuerzas para ponerme a discutir alternativas, decidí optar por la esperanza y hacer lo que me pedían. Al despertar, luego del procedimiento, me devolvieron los papeles y me llevaron a otra habitación, sin muebles, dividida a la mitad por una especie de membrana transparente y luminosa, hecha de un material que nunca había visto. Al otro lado había una segunda puerta y otro hombre que me miraba con la misma curiosidad que yo a él. Comprendí que era mi reemplazo, el hombre quien, según el delirante ardid, iba a vivir de ahí en más mi vida. Del mismo modo, yo seguiría viviendo la suya del otro lado. Nos estudiamos un momento y comenzamos a acercarnos, esperando ambos que algo sucediera. Al llegar a la extraña pared que nos separaba comprobé que no era sólida, sino una especie de proyección o haz de luz espesa y brillante cuya fuente estaba en el techo o en el piso o en las paredes de la pieza. Sin pensarlo demasiado, los dos cruzamos el plasma al mismo tiempo y nos intercambiamos los documentos en silencio, siguiendo las instrucciones recibidas. Una vez en la otra parte de la habitación, no sentí nada especial, excepto curiosidad por conocer mi nueva identidad. Comprobé que, en lugar de Gabriele, nacido en Viterbo, ahora era un tal Marcello, también latino pero de Frosinone. Desde entonces, me he cruzado al nuevo Gabriele y a Antonietta cada tanto, en algún ciclo, tras el espejo averiado que no deja de reflejar, función tras función, mi pasado.
Hoy es uno de esos días y, por alguna razón, quiero abandonar el lugar antes de que enciendan las luces. Tengo ganas de salir de la sala en silencio y solo. No porque me incomoden demasiado los rumores apagados, ni las tímidas risas, ni el apodo por el que me conocen, haciendo referencia al viejísimo abrigo que traje conmigo desde el otro lado. Qué saben ellos, me digo mientras cruzo el portal de Estudio Uno y empiezo a caminar por Camacuá. Al doblar por Brecha para tomar Reconquista y Ciudadela hasta el Tasende, me parece volver a sentir sobre las hombreras y solapas el levísimo peso de los últimos fulgores ionizados de los primeros días, como retazos de luna.