Selección

Haciendo un pasado

Jaime Ballestero

Llegué de noche, en los primeros días de primavera, y de inmediato me advirtieron de la alergia que me podría llegar a dar debido a la pelusa que soltaba por esa época un árbol hegemónico en la ciudad de Montevideo, un árbol llamado plátano.

Cuando lo vi, con la luz del día siguiente, me pareció hermoso el efecto de la réplica de ese árbol enmarcando las calles. Pero consecutivamente los montevideanos siguieron dejándome en claro que por esos días no era un árbol muy querido, por sus efectos en la salud respiratoria. Sin embargo, la magnífica arquitectura de la ciudad me decía otra cosa, me decía que el árbol era perfecto para la estampa mental que un recién llegado se hace de la ciudad. Así me lo gritaron el monumento a Artigas y la puerta de la Ciudadela, el señorial teatro Solís, la veterana sala del Sodre y el impresionante Palacio Salvo. Ahora bien, mi destino no se cumplía en los exteriores de Montevideo. Así que, lentamente, al ritmo de Uruguay, cobijado por los arcos naturales formados por la repetición de aquel árbol, y flanqueado por la guardia de honor de las fachadas antiguas, me fui guiando, conduciendo hasta mi verdadero destino, que era un interior de Montevideo acostumbrado a capturar la oscuridad, a un espacio que la nación del cine latinoamericano, constituida por miles de aficionados que disfrutan pasar su tiempo al frente de alguna pantalla cultivada en cualquier sala de cine venerada, habían edificado mediante rumores resonantes por décadas como un verdadero mito: la Cinemateca uruguaya.

Y cuando al fin llegué a Lorenzo Carnelli 1311, la dirección de la Cinemateca Uruguaya, estaba cerrada. Me refiero a que estaba cerrada del todo.

Horas antes aterrizaba en el aeropuerto de Carrasco. De Bogotá a Lima y luego a Montevideo, pasó algo, quizá imperceptible para el común de los viajeros, pero no para alguien acostumbrado a ver el tiempo capturado en una pantalla de cine. Aconteció que el ritmo de la vida a bordo se ralentizó.

Ya el escritor argentino Bioy Casares lo había notado: “cuando viajamos, el presente no logra su plena realidad; es casi un pasado, casi una anécdota; por eso es nostálgico y, también feliz”. Y eso es lo que iba haciendo mientras volaba desde el norte hacia el sur del continente: iba haciendo un pasado, incrementando la nostalgia y mi felicidad con cada milla, iba hacia la Cinemateca Uruguaya.

La idea de conocer la Cinemateca nació en mí muchos años atrás, en una época en la que me había enfrascado en el mundo de la tras bambalina de los teatros, de las entrañas mismas del cine. Quienes se animen a auscultar la épica historia de los territorios urbanos en los que el cine latinoamericano se hizo ciudadano del mundo, no demorará en escuchar los rumores altisonantes de ese sitio que inventó una manera única de estar frente a una pantalla de cine, de ese sitio inmenso edificado por un pequeño país que respiró cine casi que desde el mismo instante en que los primeros espectadores de la historia, los parisinos de 1895 lo hicieron (apenas seis meses después de que en París aconteciera la primera función pública de cine, en el salón Rouge de Montevideo, un 18 de julio de 1896, se estaba dando la chispa a un incendio fílmico que se esparciría a todo el país, y luego, a todo el continente). Posteriormente, la idea se convirtió en un sueño por realizar, cuando vi la película uruguaya La vida útil del director Federico Veiroj, protagonizada por el crítico de cine Jorge Jellinek, que trata sobre el cambio de vida al que se ve abocado un trabajador de una cinemateca cuando ésta entra en crisis económica. Película rodada en las instalaciones propias de la Cinemateca en Montevideo, que incluso emplea a Manuel Martínez Carril quien fuera director por más de 40 años y leyenda dentro de la historia de ésta. Ver La vida útil es examinar las entrañas de un mito.

Si cuando fui niño, cada vez que salía de un cinema, después de haber visto alguna película que me hubiese abducido de la realidad me convertía en los personajes de la pantalla (alzaba mi pierna intimidando a mi reflejo en un espejo a lo Chuck Norris), cuando vi La vida útil, salí bailando como su protagonista, imaginándome recorriendo los pasillos de la Cinemateca Uruguaya, haciendo fila para entrar a la Sala 2, o sentándome en cualquiera de sus butacas tapizadas con más relatos para contar que cualquier enciclopedia de cine.

La historia de la Cinemateca es la misma historia de la cultura uruguaya del siglo XX.

La Cinemateca Uruguaya había tenido varias salas en Montevideo, ésta había sido una característica propia prácticamente desde su inicio. Para el momento de mi viaje aún estaban la Cinemateca 18, por la avenida 18 de julio diagonal a la estatua del Gardel sentado que custodia al eterno café Facal, y a la fuente prisionera por miles de candados. Estaba la sala Pocitos, la Tomás Berreta, y, también la sala Cinemateca y la sala 2, estas últimas las más emblemáticas para los de la nación de amantes del cine.

Cuando llegué a Lorenzo Carnelli y la encontré cerrada, me informaron que estaban trasladando a la Cinemateca, pero que podían hacer una excepción conmigo y dejarme entrar para cumplir mi sueño de recorrer el mito así fuera en ese estado de coma inducido que buscaba salvarle la vida.

Alguna vez escuché a un astronauta decir que la película Gravedad de Alfonso Cuarón era tan realista que lo único que le faltaba era replicar en los teatros el olor a nueces que él aseguraba que había percibido cada vez que había abierto una escotilla por fuera del mundo. Y eso me pasó a mí, cuando abrieron la histórica puerta en Lorenzo Carnelli 1311 para que yo pudiera ingresar. Me golpeó el olor a cine, a cine viejo.

En 1917 Montevideo ya mostraba sus aprendizajes alcanzados en las oscuridades capturadas alrededor de las imágenes proyectadas, ya mostraba la educación amorosa en las salas de cine. Y es que en ese entonces se practicaba en sus cuarenta teatros (número excesivo para una población tan escasa), un acuerdo que consistía en que al hacer sonar una campana minutos antes de prender la luz de la sala, los espectadores, hombres y mujeres, se componían sus atuendos que habían desorganizado en sus escarceos en la oscuridad, y, se presentaban entonces vestidos debidamente en la luz de la decencia. Pues, esta práctica de esos años, fue la que deseé que de repente reviviera, cuando caminé los pasillos de la Cinemateca rodeado por la oscuridad y el abandono del trasteo en ciernes, y quise que al “tirin tirin” de una campana centenaria, aquellos rincones, paredes y muebles descompuestos, se organizaran su atuendo de décadas atrás y se presentaran ante mí con la compostura de la mejor época de la Cinemateca

Caminé como un pequeño niño con una carcajada estampada en mi cara, y mientras tomaba fotos y videos a las costuras de la Cinemateca, me encontré un espacio cuya entrada estaba custodiada por los afiches de las películas 25 Watts, Metrópolis, Los Pájaros, y como no, La Vida Útil. Había arribado a uno de los grandes tesoros de la Cinemateca: su afamado Centro de Documentación Cinematográfica.

Desde cualquier otro país latinoamericano, muchos habitantes de la nación de los amantes del cine, sabemos de sus tres tesoros: sus porfiadas salas, su famoso archivo fílmico, y, su invaluable centro de documentación.

La tristeza de haber llegado tarde, cuando ya la estaban desmantelando, se fue diezmando en medio de libros y documentos apilados. Trasladar correctamente el inmenso centro de documentación a la nueva sede, lucía equivalente al tener que trasladar un barco por una montaña en medio del Amazonas (los de la nación de amantes del cine me entenderán mejor). Y cuando la alegría recobrada me hizo suspirar de nuevo, quedé hipnotizado por un afiche más, uno que resplandecía entre todo ese archivo de textos y papeles esenciales. Era el afiche del primer film uruguayo, de la película Almas de la Costa, exhibida en Montevideo en 1923. La forma en que estaba colgado a unos parales metálicos de una estantería, con su vejez sepia reinando en medio de innumerables libros, revistas, prensa, colecciones, historia del cine, guiones, catálogos de festivales, biografías de directores, y todo sobre cine volcado a papel que se pudiera imaginar, me dijo con toda claridad: ¡tranquilo, está en Uruguay, y aquí la permanencia del pasado siempre estará garantizada en el presente! Eso es Uruguay: un estado de la mente, un asedio del pasado que se sostiene porque todo se discute, porque la lentitud se cultiva, y el tiempo descansa a orillas del Río de la Plata.

Tomé todas las fotos posibles de aquella cinemateca en trasteo poco fotogénica. Grabé mis pasos, mis recorridos por el mito que se desmantelaba despacio. Me senté en una de las sillas de la abandonada sala Cinemateca. Vi las hueveras instaladas en las paredes. Me paré al lado de la entrada de la Sala 2, imaginándome haciendo fila para ingresar en tiempos donde gobernaban los carretes de cinta. Y por último me fui, con la extraña sensación de que algo me había faltado por capturar de la vieja Cinemateca en mi teléfono móvil. Sensación que me duró toda mi estadía en Uruguay, y que al regresar, en el aeropuerto, se extinguió. Como si le faltara un ingrediente cinematográfico más a mi viaje, precisamente cuando me aprestaba a volver a mi país, en el aeropuerto de Carrasco, me encontré en la sala de espera a Jorge Jellinek, el crítico de cine que hizo el papel protagónico de la película La Vida Útil. Me di cuenta entonces que hasta al aeropuerto mismo ella, la Cinemateca, me había ido a despedir. Saqué mi celular, me tomé una foto con el crítico y actor, y, capturé así lo último que me faltaba de la Cinemateca. Infortunadamente él moriría pocos meses después, para tristeza de la nación del cine latinoamericano, pero, la Cinemateca sobreviviría el coma inducido, y saldría renovada.

Por cierto, siempre terminó dándome la alergia por el árbol llamado plátano.