La Carrera

Federica Bordaberry Maisonnave

Veo, en la penumbra, el contorno del rostro. Veo medio rostro. La nariz es recta, tajante, filosa. Las pestañas cortas, débiles. Los labios flacos, consumidos hacia adentro. Sobre la parte de arriba, asoma un poco de pelo. De pelos. Veo a través de ellos. Puedo ver la pantalla detrás, a pesar de ellos.

La mujer que se sienta delante de mí se toca la punta de la nariz con un dedo. Aprieta hacia adentro, como si fuera un botón. Lo suelta, para no romperlo. Como si estuviera prendiéndose. Baja, luego, y ese dedo ingresa en su boca, distraído, y se mantiene a flote ahí dentro, apoyado en nada. Los segundos aquellos, dentro de un agujero negro, no tuvieron tiempo ni espacio.

El color de la piel cambia de acuerdo a lo que esté pasando en la película. Cuando hay mar, su piel se torna azulada. Cuando hay jardines, se torna verdosa. Si hay un sol, se es, más bien, acaramelada. Si hay prostíbulos o sangre, se torna demonio. Todo eso hay en la película que sucede después de la mujer que se sienta delante de mí. Le veo los hombros y, de a ratos, la camisa floreada de seda me parece de mal gusto. De a ratos combina con los asientos de la sala, que son celeste chillón, y se vuelve atractivo.

Lo blanco que le rodea la cabeza no tiene que ver con que haya nieve en la pantalla. Tiene que ver con la edad que revela la mujer que se sienta delante de mí. A su lado, en otro asiento, sobresale el mango de un bastón. La mira, sumiso, y la espera.

Minutos antes de que termine la película, sucede. Minutos antes del clímax, sucede. Se cuelga un bolso al hombro, dándole forma de acordeón a la camisa. Aprieta con el codo y ajusta contra su costilla lo que lleva ahí dentro. Con ese mismo brazo, el que ahora es percha, sube su mano hasta las astas del bolso y las rodea. Las sostiene, las envuelve. Las asegura. Y espera.

Siempre soy la última en irme de la sala, pero me alcanza el contagio. La mujer que se sienta delante de mí me prepara para irme. Me obliga. Me escupe su ansiedad. Su ancianidad. Su miedo del mundo.

Saco de abajo del asiento mi bolso. Lo cuelgo de mis hombros, alisando antes la tela para no repetir el acordeón. Aprieto entre el codo y la costilla. Sostengo con la mano las astas y espero. Le miro la nuca, fija. Y espero. Su cuerpo, inerte, inmóvil, parece que no respira. Pero lo hace: espera.

La pantalla en negro indica el final. En realidad, exagera el final. La mujer que se sienta delante de mí se para lento. La apura el asiento, que comienza a levantarse solo mientras que ella se mueve. A medida que emerge, la pollera larga le va quedando atascada, como si fuera una carpa. Una cola de novia o una sombra extensa.

Da un paso y la tela la sostiene. Los créditos comienzan a correr. Forcejea con su cadera para soltar el nudo. Sabe lo que está sucediendo y no mira hacia atrás, no intenta resolver. Marcha, marcha, marcha. Es corriente de río. Se agranda, se enfurece en la oscuridad de la sala.

La mujer que se para delante de mí no logra desenredarse. Me acerco de a poco. Me arrastro por el asiento hacia ella, hacia su pollera, hacia su cuerpo. No parece mansa, así que no digo nada. Ni que la ayudo, ni que no la ayudo, ni que la veo, ni que si tiene un problema, ni que las luces de la sala siguen apagadas.

Estiro el brazo de a poco, para corroborar que no me ve, que no mira hacia atrás, que no quiere. Llego hasta el borde del asiento donde su pollera está trancada y la levanto. La suelto y arranca. Y baja la escalera con el bastón, sumiso, mientras todo sigue oscuro. Se prenden las luces y ya no queda más nada de ella.

Me paro y empiezo a cruzar entre piernas largas para salir. Me atasco. Me brota del pecho un llanto. Quiero verla para saber si es cierto, si es verdad que las mujeres que se sientan delante de mí desaparecen con la luz.