La chica de Cinemateca

Washington Luis Alonzo Musculiato

1977 fue muy complicado políticamente: hacía cuatro años se había instalado una dictadura militar. Fue un período en el que todos los derechos individuales, el arte y la libertad de expresión se estaban coartando por la milicia que gobernaba el país.

En Uruguay se acostumbraba a vivir con las puertas abiertas. Era una sociedad alegre y muy de barrio, acostumbrada a tener niños en las calles jugando al fútbol y otras actividades al aire libre, pero eso ya se había terminado. Los vecinos tenían miedo y al caer la noche, se encerraban en sus casas.

En ese momento yo daba clases en la UTU de Artes Aplicadas —actualmente escuela Pedro Figari— y tenía horarios muy cortados. Cuando pasaba de un turno a otro, los espacios libres eran más extensos, como de una hora y media o dos. Eso me ocurría desde el turno de la tarde al de la noche y por eso no me podía ir a casa: viajar en bondi era muy lento y no me daba el tiempo. Entonces tenía que quedarme
cerca, porque llegar tarde a clase era una falta de respeto hacia mis alumnos.

La solución era hacer tiempo en algún bar del barrio, no muy lejos de la UTU. Generalmente iba al Tango’s, que quedaba a media cuadra, y si este estaba lleno me iba a otro, en la esquina de Tacuarembó y Constituyente. Quedaba un poco más lejos, pero como era más grande, siempre había alguna mesa vacía. Si no había mucha gente, elegía una mesa que daba a la ventana de la calle Tacuarembó.

Ahí me acomodaba, sacaba un cuaderno del portafolio y me ponía a escribir: siempre era algún proyecto para una escultura o algún invento loco que me venía a la mente. Esos proyectos siempre me quedaban inconclusos, pero igual me entretenía mucho. También tenía algunos libros. El que más consultaba era uno de la Bauhaus. Era el que más me apasionaba.

Lo peor de estar mucho tiempo solo en el boliche era que si pasaban los milicos y te veían una hora sentado en el mismo lugar, entraban y te pedían documentos. Y si no les gustaba tu cara, marchabas para la Seccional Cuarta, que quedaba en la calle Minas. Ya me había pasado dos veces y la verdad no era nada agradable.

Por suerte, en el barrio estaba Cinemateca, que quedaba en Tacuarembó entre Constituyente y Soriano, y siempre tenía alguna promoción para hacerte socio. Esa fue la solución al problema de los horarios libres. Recuerdo que me dieron una cuponera en la que te marcaban cada película que veías. A mí me encantaba el cine, y lo más interesante de todo es que hacían ciclos temáticos: españoles, alemanes, italianos, rusos. No solo te entretenías, aprendías de cine, de sus directores, escritores, fotógrafos y de todos los pormenores de este arte tan fabuloso.

Ese mismo año hubo un ciclo de directores y presentaron a un ruso que se llamaba Sergio Mijailovich Eisenstein. En realidad, yo no podía creer que en plena dictadura estuvieran pasando cine ruso. Era muy osado, arriesgado y desafiante. Después de haber visto un ciclo italiano, no podía dejar de ver el ruso. El problema que tenía era que cuando las películas duraban más de una hora y media me tenía que ir volando a la clase.

Cuando me iba, la chica de la boletería me miraba raro. A la tercera vez que salí me preguntó si no me había gustado la película. Entonces le conté lo que me pasaba. El caso es que no las volvían a repetir, porque pasaban una por día. Le conté que me daba pena mirar este próximo ciclo ruso sin poder ver el final de algunas películas y me preguntó a qué hora salía de clase:

—A las nueve y media —dije.
—¡Justo cuando cerramos el cine! —respondió.
—Sí, estupendo y ¿qué hacemos?
—Pasás por acá y te cuento lo que te perdiste.
—¿En serio harías eso por mí?
—Sí, ¿por qué no? Después de acá no tengo nada que hacer y me aburro mucho.
—Bueno, me encanta tu sinceridad y tu propuesta.

En ese momento yo la podría haber invitado a salir, pero no quise acelerar la situación. Además, ese sábado y domingo ya tenía agendadas dos salidas y no necesitaba complicarme la vida. Después de esa propuesta, me fui bien rápido a clase porque no quería llegar tarde.

Era viernes y el ciclo de cine ruso empezaba el lunes. La primera fue Octubre y la pude ver toda. El martes dieron La huelga, también la pude ver toda. El miércoles Lo viejo y lo nuevo. Cuando salí, miré a la muchacha y le dije:

—Estas son más cortas.
—Y sí —contestó, y me hizo un gesto con la mano como diciendo «¿qué le vamos a
hacer?»

Antes de salir del cine, le pregunté el nombre y me dijo:

—Rosario.
—Yo me llamo Luis —agregué, y ella levantó el pulgar como diciendo «ok».

El jueves, Ivan el terrible 1.a parte, también la pude ver toda. Cuando me estaba
yendo, Rosario me dijo:

—La de mañana es un poco más larga y empieza quince minutos más tarde que las
otras.

—¡Hasta mañana, entonces! —le dije, y me fui a clase más contento que los demás
días.

El viernes, llegué a Cinemateca y Rosario estaba en la boletería. Me marcó la tarjeta y entré, pasaron algo de publicidad y luego comenzó El acorazado Potemkin. Llegó la hora en que me tenía que ir y salí super contento, porque hoy sería la noche en la que Rosario me contaría el final de la película. Era una hermosa noche de primavera.

Fui a trabajar con una sonrisa de oreja a oreja y mis alumnos me preguntaron qué me pasaba. Les dije «es la primavera» y todos se rieron. Eran personas mayores y no se les escapaba nada. La hora pasó rapidísimo, pasé la lista y se fueron. Cerré el salón y fui a la dirección a dejar las libretas.

Recuerdo que estaba el administrativo Guillermo, me vio llegar y dijo:

—¿Qué va a pasar hoy? Se te nota diferente.
—¿En serio? —le dije— ¿Tanto se nota?
—Sí, tenés el sello de la primavera en la cara.
—Bueno, ¡qué suerte!

Firmé y me fui.

Cuando estaba llegando a Cinemateca, apenas crucé la calle Soriano, la vi: estaba sentada en un escalón de la entrada y casi a oscuras. Cuando me acerqué, me dijo: «Hola, Luis», y me dio un beso en la mejilla con sus labios húmedos y fríos. Es que la noche primaveral estaba un poco fresca.

—Hola —le dije—, gracias por esperarme.
—No hay problema, recién se fueron todos.

La noche no era propicia para estar mucho tiempo afuera, entonces la invité al bar que estaba en la esquina de Constituyente y Tacuarembó. Por suerte estaba muy calentito y había poca gente. El calor seguramente provenía del horno de pizza que estaba todo el día prendido. Nos sentamos en la mesa donde yo lo hacía generalmente. Me saqué la campera, ella se sacó el abrigo que era un Montgomery de tela muy abrigada de color beige, que se abrochaba con unos botones de madera.

Ya acomodados, le pregunté qué quería comer y tomar. Antes de que ella pudiera contestarme, el mozo se arrimó y nos preguntó qué íbamos a pedir. Entonces, Rosario dijo: «una muzarella y un fainá de orillo». Yo le dije: «lo mismo, pero el fainá del centro». «¿Y para tomar?», pregunta el mozo, y ella me mira a los ojos y me dice: «¿Qué tal un vino blanco?». Entonces le dije al mozo que sí, «pero que sea frío».

Luego, se hizo un silencio, como que no había tema, pero sí lo había. Ella parecía un poco tímida, a pesar de que fue ella la que me encaró a mí. Entonces le pregunté por la película y me dijo que en realidad no me había perdido mucho. Me contó cómo la flota rusa se había unido al acorazado Potemkin y salieron triunfantes. También me comentó que la bandera roja que aparece después de la revuelta, está pintada a mano cuadro por cuadro. Le dije: «eso es algo realmente fabuloso».

En seguida vino el mozo con el pedido. Ya eran más de las diez de la noche. Para mí no era muy tarde porque estaba acostumbrado a trasnochar, pero ella me contó que quería acostarse temprano porque al día siguiente tenía que madrugar para ir a su pueblo en el interior, a visitar a sus padres.

Entonces le pregunté si podía ir con ella y me dijo que no, porque ellos eran un tanto estrictos y un poco antiguos. Le dije, «Bueno, quizás la próxima». Ella no me contestó y me quedó mirando. Se quedó muy callada, parecía como asustada y yo no quería incomodarla. Le pregunté dónde vivía y me dijo: «en Colonia y Vázquez».

Llamé al mozo, me trajo la cuenta, la pagué, y por supuesto le dejé propina. Entonces ella me dijo: «la próxima pago yo». Asentí y le ayudé a ponerse el abrigo. Después me puse la campera y salimos: estaba bastante fresco. La tomé de la mano y fuimos caminando. Le pregunté en qué parte del interior vivía y me dijo:

—En Flores.
—Bueno —le dije—, voy a tener que ir porque ese departamento no lo conozco.
— Sí —me dijo—, en otra oportunidad.

Cuando llegamos a la puerta del edificio, mientras sacaba las llaves, la tomé de la cintura y le quise dar un beso en la boca. Me dijo que «no, todavía no». «Bueno, está bien». Se lo di en la mejilla y estaba helada. Ella también me dio un beso en la mejilla y cuando se acercó, me di cuenta de que se le estaban cayendo algunas lágrimas. Sus labios estaban helados. Le pregunté qué le pasaba y me dijo: «nada, son cosas mías».

Cuando estaba traspasando el umbral y antes de cerrar la puerta, le dije: «¡nos vemos el lunes!» «Sí», me dijo y se fue. Yo salí rumbo a 18 de Julio, a tomarme un bondi o un taxi: lo que viniera primero. Llegó un Trolley número 60 a Malvín. Estaba prácticamente vacío, seguro por la hora. Llegué a casa y no dejaba de pensar en Rosario, la chica de Cinemateca.

El fin de semana pasó rapidísimo, entre la ida a pescar a las rocas del Puertito del Buceo y algún partidito de fútbol en la plazoleta Madame Curie.

El lunes, a las cinco y media, cuando terminé las clases de la tarde, me fui más que apurado para Cinemateca. Cuando llegué, me llevé tremenda sorpresa: estaba toda cercada con paneles de madera. Parecía una obra en construcción. De hecho, lo era. Me preguntaba qué estaría pasando.

Entonces vi salir a varios operarios y tres personas de traje, que trataban de sacudirse la tierra de encima. Me acerqué y les pregunté qué había pasado. Me dijeron que se había prendido fuego y estaban haciendo las reparaciones. Atónito, pregunté: «¿Pero cuándo fue?» Y uno de ellos respondió: «hace dos meses».