Selección

La hora de los raros

Valentina Pérez

Casi como siempre, fui sola. Disfruté mientras duraron las funciones tempraneras, a las que comúnmente los viejos iban a tirarse pedos y a dormir la siesta sin temor a que los roben. Confirmo esto último porque Alberto, Susana, y otros tantos innumerables viejos, me lo confesaron. Las funciones de los ronquidos, los pedos, las toses, los carraspeos secos de unos tubérculos añejos que en vez de someterse a lo mismo de manera solitaria en el living de su casa frente a la TV, lo hacían de manera anónima y compartida, rodeados de asientos destartaladas y olor a humedad y orín. La película de ese día era en blanco y negro, polaca. No recuerdo el nombre pero sí todo lo demás.

Eran pocos los viejos, casi todos varones. Una vez adentro nos distribuimos naturalmente por las butacas sin mirarnos demasiado. La película tardó en comenzar y una vez que lo hizo, los subtítulos estaban en griego. La pantalla se apagó y volvió a encenderse un par de veces hasta que sintonizó y no volvió a detenerse. Esto también era parte de la función de viejos. Habrían habido días donde esto me hubiera puesto de pésimo humor, lo cierto es que ese día no me importó porque no estaba buscando entender.

La película transcurría en el campo, recuerdo un niño agarrando una gallina de las patas atravesando un largo prado de pasto lleno de ovejas. Muy poco diálogo. A mi izquierda y un par de butacas allá, casi enseguida, rugió el primer ronquido. Me reí contenidamente pues, no habían pasado ni diez minutos que, vaya a saber que Walter, se había entregado. Así fueron apareciendo las toses, los suspiros largos, la sonada de nariz aislada, hasta que otro Walter se paró, y se fue. Esto último me hizo padecer un agudo y súbito estado de somnolencia. Creo que en parte mi cuerpo debía sintonizar con los viejos y la falta total de entendimiento de la película de ese día, bajar de revoluciones, caer en el sometimiento consciente de no comprender, o tan solo dejar que 18 de Julio se pudra ahí fuera mientras nosotros dentro no entendíamos nada pero, nos sentíamos amparados.

En no sé cuál abrir y cerrar de ojos, apareció. Logró sentarse a mi lado con absoluta destreza, cosa que me maravilló y asustó al mismo tiempo. Su cabellera algo larga le cubría de la frente hasta los pómulos, dejando ver la punta de su nariz y una quijada peligrosamente angular. La intermitencia de mis párpados pesados y la ausencia de luz constante no me dejaron reconocerlo nunca.

Solo recuerdo cómo de repente sentí el deseo de que me tocara, de que pudiera apoyarme sobre su hombro sin miramientos. Incluso sentí el impulso de besarlo y todo lo que eso despierta después. Y como si mis pensamientos hubieran hablado en voz alta, o más bien, como si mis sentimientos hubieran salido expresos en forma de feromonas, el desconocido de cabellera algo larga y quijada angular, me tocó.

Primero apoyó su pierna contra la mía innecesariamente, después dejó caer su mano sobre mi rodilla y, cuando el erizo de mi piel ya estaba llegándome a la nuca, apoyó su mano sobre la mía. Sin pensarlo, acaricié su mano y me la llevé a la cara. Su postura seguía inmóvil, el pelo aún cubría gran parte de su cara y pude reconocer a través del pulso que su corazón ahora latía más rápido. Olía bien. Recuerdo que era de los varones que por suerte no usan desodorante y que seguramente era medianamente feliz porque, su olor corporal era dulce y para nada ácido. Me cubrí la cara con su mano y la fui descendiendo lentamente por mi cuello, mi torso, hasta llegar a mi vientre. Me detuve a buscarle la mirada, por un momento volví a mí y me cuestioné si lo que estaba haciendo tenía su consentimiento, como si necesitara un sí con los ojos para seguir con mi recorrido. Él no giró la cabeza en ningún momento y tampoco se negaba a ninguna de mis caricias. Sin pensarlo demasiado solté su mano apoyándola entre mis piernas y le corrí el pelo detrás de la oreja para buscar sus ojos.

Lo que encontré me dejó sin aliento. En vez de ojos, dos cristales de mar azogado, un par de circunferencias blancas y brillantes que reflejaban los destellos provenientes de la pantalla sin manifestar la más mínima reacción muscular ni emocional. El hombre era ciego como un topo. Me estremecí y él lo sintió. Sin girar hacia mí apretó sus sensibles y delicados dedos sobre mi pelvis, recorrió en forma de círculos diminutos toda mi entrepierna subiendo por el cierre hasta llegar al botón de mi pantalón. Mi corazón estalla y ahora no solo no entiendo la película, ni por qué me gusta tanto esta hora llena de raros. Lo que no entiendo es cómo alguien completamente ciego va al cine y cómo es capaz de realizar tal osadía brutal. ¿Cómo sabía que yo era una mujer? ¿Le gustarían también los hombres? ¿Le daría igual? ¿Alguna vez se habrá metido en problemas? El aire de mis pensamientos cesó al sentir su piel contra la mía. Me valió madre todo lo anterior.