Selección

La luz de la linterna

Marina Artigas

No entendía nada. No me sentía cómoda en ningún lado. Salvo en mi casa, la rambla o Cinemateca. Había entendido que podía subirme a la bicicleta y en media hora estaba mirando el agua, sentada en la arena y calmando la cantata agobiante. Y también podía meterme en el cine un domingo a las cinco de la tarde, o un jueves de lluvia a las nueve de la noche. Se disipaban las voces y la melancolía. Me enteraba del mundo y de la historia. Yugoslavia, 1955. Francia, 1998. Estrenos. El resto era todo caos.

Siempre tuve una sensación de amenaza exterior inexplicable que aprendí a disimular. Aprendí a pararme normal, a verme, incluso, relajada. La adolescencia es horrible. Pero había una forma de volver a un útero en penumbras, de butacas incómodas. De un aire frío y húmedo en invierno. De una comunión casi hermanada, de un silencio pactado que invariablemente alguien se ocupaba de romper. Nunca voy a entender por qué la gente siempre espera a que empiece la película para abrirse el caramelo.

Sólo ahí me olvidaba de mí. Dejaba de sentirme observada y me dejaba tomar por la luz, el sonido, la trama. Muchísimas veces, la mayoría en esa época, salía sin haber entendido nada en absoluto y sin embargo no había podido despegar los ojos de la pantalla. Era reconciliador. Con mi torpeza, con mi falta de autoestima, con mi propia intolerancia. Me perdonaba todo lo que no podía captar, todo lo que se me escapaba, y sólo me enfocaba en lo que recibía. En esas salas entendí de otros tipos de inteligencia, de otra capacidad para descifrar, de otro disfrute. Me lo permitía y era liberador.

Me quedaba hasta el final de los créditos. Siempre. Como una militante. Estaba convencida de que la película no terminaba hasta que pasaran los últimos logos. Me maravillaban todos esos nombres y trataba de leer la mayor cantidad posible, incluso aunque fueran indescifrables. Especialmente si eran indescifrables. Cuando digo que se estaba abriendo el mundo, no es una exageración.

Las cabezas iluminadas por la mitad, con las nucas a oscuras eran mis compañeras de concilio. Me divertía la idea de comunión con esas figuras a las que no reconocería si me las cruzara en la calle o en el mismo hall del cine al salir, pero que en el momento en que coincidíamos en una risa o en un sonarse los mocos, eran mis almas gemelas. Me sentía parte. Me recibían con tal abrazo y a la vez tal indiferencia que era aliviador. Desaparecer y unirme a algo colectivo, aunque en la sala sólo hubiéramos dos personas. No que fuera frecuente pero cuando pasaba eso era una fiesta. Volvía diciendo que tenía mi propio cine.

Fue tan sutil la inmersión y tan perseverante. Tan hábilmente fue plantado en mí el deseo con una precisión quirúrgica que ni siquiera llegué a enterarme de que me habían anestesiado. Simplemente un día mientras me duchaba me sorprendí pensando en que yo también quería poder darle algo a ese útero. Ya no solamente desde la butaca, aunque ese espacio no querría abandonarlo nunca. Me tembló la panza. Tuve miedo y ganas de llorar. Inmediatamente me dije las peores cosas que escuché jamás sobre mí misma y me seguí bañando. Pero no importaba, porque las salas ya habían hecho su trabajo y esa sensación de pertenencia no tenía vuelta atrás.

Me llevó años, otra carrera, otros trabajos y un día, con ese momento de la ducha bien presente en mi pecho, me anoté en un curso de actuación. Empezó otra vida. El precio fue irme a vivir a otra ciudad en otro país, lejos de la rambla y de mi Cinemateca querida. Me gusta pensar que lo entendió y que me miró irme con cierta sonrisa de padre que ve salir al bicho del nido, y comenta con quienes tiene alrededor: ahí va una más de nosotros que se encontró.