El calor era tremendo, abrumador. El horizonte temblaba en un oleaje por la llanura interminablemente verde: ese mormazo-espejismo. Iba en la Pantera –que así nombró a su moto china, negra y rugiente de entonces- por un camino rojizo de balasto, averiado de pozos hondos, huellas enormes de camiones, y tan sinuoso como para enloquecer a la más audaz geometría. Más que tremendo, el calor era espantoso, insufrible.
Deseaba parar. Debería haberlo hecho, acaso. Pero le esperaba allá, lejos, la acreditación de su superiora autorizando la soñada licencia tras un calendario de fatiga: la sal en el sol, unos cuantos días de regocijo y ocio, la playa en el Este, los amigos, el monte, los fuegos, las guitarras y las cortas noches que tanto amaba.
Así que siguió. Siguió su andar acelerado. La mano derecha trancada en el acelerador mientras la aguja de la velocidad se fijaba a los 120 km/h. Sentía el traqueteo de la cadena en la transmisión venida a menos por tanto mal camino, pero le daba a la velocidad como poseído. La meta de cerrar por un par de meses el trabajo era su móvil. El vehículo se quejaba y era como si los dientes de la cadena tiritaran metálicos y sin aceite.
Estaba sin dormir, recordó. Claro que sí. La noche anterior se juntó consigo mismo a tomar una botella de alcohol que se debía, como festejando anticipadamente el comienzo de una libertad provisoria a la que quería sacarle y beberle todo el jugo sudado durante el calvario de diez meses. Empezó a chupar temprano con elocuentes pero inverosímiles intenciones de culminar antes de la aurora ese postergado brindis. Cortaba el trago fuerte con alguna gaseosa y estiraba el momento con alguna sustancia energizante (el aditivo adulterado que sacaba liendres en el acero de su peine).
Sonaban suavemente algunos de sus discos favoritos: “Songs” de L. Cohen, “The boatman’s call” de Nick Cave, “Desire” de Bob Dylan, alguna canción de Neill Young mientras el tiempo pasaba revisando y retocando viejos textos acunados en una similar soledad musical, viciada y artística. Así, como sin querer, la gaseosa se gastó y tuvo que entrarle a la Branca sin cortes y, además, sin hielo. Así, como disimuladamente, los primeros clarores del día se esfuminaron dando espacio al primer sol, a la hora maldita de tener que cumplir sus últimas obligaciones del año.
Mas no quería. Es decir, el cuerpo se negaba a ese esfuerzo artificioso de enfrentar una travesía de 130 km sin haber pegado un ojo y sintiéndose vulnerable en sus sentidos. Pero, algo más fuerte que el llamado de la naturaleza, le hizo tomar coraje, vestirse, acomodar las boletas del almacén para que las firmara allá el presidente de la Comisión, abrir la puerta, el portón, sacar la Pantera, encender su motor y ponerse en la ruta como un desaforado.
La hora prevista para el encuentro era las diez de la mañana. Cuando salió, ya se contaban minutos de las ocho. Les avisó –gato viejo- que se encontrarían a las doce y media. Hizo varias paradas en puentes del camino para que su ansiedad se aplacara fumando un par de cigarros en cada una de ellas. Sentía una sed inextinguible que sólo un buen farol colmaría pero que, como buen conductor negaba, mientras el agua tónica, en vano, trataba de suplir mientras aumentaba las ganas de que aquel incendio lo devorara. Atravesó por última vez, después de cientos de veces, los mismos caminos. Al llegar a Rincón –pueblito de los del costado de la ruta 8-, se detuvo alucinado, a comprar una latita energizante. Se la tomó de un tirón mientras pitaba dos puchos de corrido.
Continuó andando lo más veloz que la Pantera podía, exigiéndola al máximo. Deseaba llegar algunos minutos antes de lo pactado para simplemente apoyar su espalda en el frío del piso un cuarto de hora para recuperarse y estar en mejor porte para la reunión con aquellos seres tan extraños para él como él para ellos. A pesar de volar el felino y de sus deseos de anticiparse, vio con desagrado, que algunos de los citados ya estaban a pie de cañón quién sabe desde hace cuánto. Se rehízo en ese breve trecho que separó el darse cuenta de su presencia y el llegar como para afrontar su insomne y maltrecha forma de ser al tenerlos enfrente, tan espabilados por mates y buen dormir.
Obviamente, no era el mismo de siempre. Creo que las trasnoches y los malos pasos se nos pegan más que en las ojeras. Así y todo, la ceremonia, por fortuna, fue escueta y agradable. Nadie, pensó, puede ver el interior de los otros. Sentía que se caía a pedazos, a descargas de dinamita, a demoliciones de granada, mientras que, para ellos, según le hicieron notar, se le notaba la alegría y el bienestar de estar a un peldaño de irse de vacaciones. Bueno, firmaron las boletas. Le desearon lindas fiestas y se marcharon tan despiertos como habían llegado.
Lo cierto es que esa reunión, para él, había consumido la reserva de energía que le quedaba y algo así como una luz roja tintineaba anunciando el fin del combustible. Se bebió varios vasos de gaseosa fría. La magia de la efervescencia no actuaba, ni una burbuja lo rescataba. Creyó que ni una grúa podría levantar la modorra que lo invadía implacable. Pensó en dormir, en esperar un día más para los trámites finales esos. Mas le habían dado un ultimátum ya: ese día tenía sí o sí que entregar el libro de caja con todas las boletas firmadas.
Así que pulsó el Start eléctrico. Cargó la mochila y salió. Se detuvo enseguida para ponerse la campera de cuero negra y unas gafas oscuras. El calor se tornó doblemente insoportable bajo aquel abrigo. El viento en la cara me reanimará, pensó como dándose ánimo. Los primeros kilómetros lo recuperaron un poco, sí. Como a la ida, la derecha se mantenía bloqueada en el máximo salvo en los declives de algunas consabidas curvas que sorteaba mejor así maltrecho que estando en su entera percepción.
El camino de tierra era de unos 45 kilómetros. Era el mismo de siempre. La Pantera, fiel como siempre. El sol, el sol, ése sí, estaba en un esplendor de luz y temperatura como no recuerda haber sentido antes, insufribles, de pira, pensó pensando en todas las brujas en una plaza ardiendo. Era seguro, después del mediodía, cuando aquel apretaba más y provocaba algo que invitaba a las siestas. Serían cerca de las dos de la tarde. Las gafas opacaban ese poder en algo. Sólo apenas.
Ya estaba a unos quince kilómetros de la ruta cuando sintió que todas las cosas lo acercaban al hechizo del sueño: los vidrios oscuros del casco rallado y rayado tras su plástico semitransparente, el calor fuerte sudando en su cara y los hombros, el sonido del motor a todo babor, la serpiente roja del camino asolándose. Cerró los ojos apenas un momento como para descansar el ardor que los escocía. Sintió que era eso justamente lo que precisaba más que a ninguna cosa en el mundo: dormir, dormir, echarse al menos una cuchilada de unos diez minutos. Los párpados se reabrieron con pereza para confirmar que avanzaba por la misma recta de siempre hasta la curva que una noche compró al caer desprevenido y acaso, como ahora, no entero. Cerró los ojos un instante y los abrió algo asustado porque ya no pudo saber si lo había hecho un par de segundos o más de la cuenta.
Volvió a cerrar los ojos midiendo el momento de abrirlos al estar cerca de ese giro en noventa grados del trayecto. Los abrió acertadamente, y rebajando a tercera, maniobró para ponerse de vuelta a un trecho recto. No atinaba a reconocer en esos actos el peligro palpitante. El sueño era un visitante innegable, impostergable y peligroso. El calor eran chorros empapando la camisa y sudando hasta sus ojos ardientemente como si se tratara de un partido de fútbol entre amigos en una cancha ocasionalmente improvisada un día de verano. Empecinado, el cerrar los ojos, lo seguía. Sabía que no podía entregarse. Sería como un suicidio. Sentía que ya había coqueteado bastante con el azar funesto durmiendo segundos en su veloz andar. ¡Lo sabía! Pero no podía más. La batería de sus fuerzas llegaba a cero, la cuenta de la tarjeta no ofrecía más que tristeza como cuando iba antes del 1° con la esperanza vana de que ya tendría su salario. Y no se detuvo, no. Simplemente cerró los ojos para una siesta motorizada. Se durmió completamente apoyando su pecho en el tanque de la moto.
Los abrió un par de segundos después y logró ver cómo la Pantera se le iba. Se recostaba inminente en el durísimo pedregullo. Atinó a saltar antes del silencio y del vacío que sobrevinieron enseguida. Por un momento, sintió que daba dolorosas vueltas sobre el camino mientras arrastrándose la Pantera lo seguía de atrás resbalando hasta frenarse.
Lo maravilloso del verano no tiene adjetivación posible y es impagable. Despertó en la playa, cualquier playa al principio pues no lograba reconocer el sitio exacto. Supuso que era una de las costas de Rocha adónde siempre gustaba de ir. Trató de incorporarse ya que se hallaba tendido en la orilla y las pequeñas olas le molestaban al darle en la cara. Fue entonces que se percató del dolor punzante que sentía en su hombro izquierdo y de la sangre en sus manos y, sobre todo, del ardor del contacto de las heridas con el agua salada. Oyó que le gritaban: ¡QUEDATE QUIETO! Era una fuerte voz de mando femenina. Sintió sus pasos acercándose hasta que un cabello lacio goteó en su cara los restos de un baño reciente. Vio unos ojos de ébano brillante escudriñándolo desde la cabeza hasta los pies. Tendría unos treinta años muy bien llevados. Había fibra en cada parte de su cuerpo donde fijara sus ojos.
-¿Qué me pasó?- preguntó y apenas las palabras salían de su boca.
-De todo… Te vi encima de esas rocas juntando mejillones y una ola tremenda te hizo volar y darte de lleno con las rocas de abajo. Luego el agua te llevó envuelto en la sangre de tus heridas. Por suerte, te trajo de vuelta. Salí como loca a buscarte. Pensé que no la contarías… Ay, qué susto!!!
– ¿Te acordás de cuando nos conocimos?- preguntó con una voz de sueño profundo.
– Claro- dijo ella-. Me invitaste a algo sorpresa. Me citaste a las 19:30 en La tortuguita. Tomamos un café lento mientras no me dejabas pasar un aviso hablando de la luna…
-…y de la poesía…
-Sí, claro. De la luna nombrada por Li Po, nombrada por Dylan, por Darnauchans, por Borges,…,una lista de poetas que no podría recordar. Y luego me dijiste que la sorpresa era que me ibas a hacer oír su voz.
-Jajaja! Te acordás de todo!
-Y luego, bastante atrevido de tu parte, me tomaste la mano para llevarme al lugar donde ocurriría ese acto místico…
-Me acuerdo de tu cara –tus caras- cuando llegamos a Cinemateca. ¿De verdad nunca habías ido?
-De verdad! Yo solo conocía los Cines comerciales e iba muy de vez en cuando.
-Te aferraste a mi brazo, vergonzosa mientras nos pusimos en la cola para entrar a ver la peli. Cuando el portero –mi amigo Martín-nos pidió las entradas y le dije si podías pasar como invitada, te subió un rojo fuerte…
-Y sí! No sabía que era tu amigo. Me acuerdo de su sonrisa cómplice y su gesto afirmativo. Me contaste que era como un salvador para cuando no podías pagar la cuota. Ya no aparecen tipos así. Ojalá que nunca cambie. Y, aparte, no me gusta pedir nada a nadie ni que pidan por mí.
-Desde esa noche lo supe, claramente. Sí, Martín es un sol de persona! Me acuerdo de que lo admiraba tremendamente. Aparte de ese gesto desinteresado de dejarme entrar muchísimas veces, también debía ser el portero más cinéfilo. Podía hablar con él antes de la peli y siempre me aportaba referencias que enriquecían lo que iba a ver. Además, por conocidos en común, tuvimos varios encuentros donde nuestra afinidad se hizo fuerte. Jaja, una vez, cuando vivía con Andrés y estaba solo en casa, sentí el timbre y salí a abrir. Era él, podrás creer. Pensé que se había equivocado de timbre y no. Como mi amigo no estaba, le dije si quería pasar a esperarlo, pues sabía que venía de muy lejos. Lo invité a tomar del vino que estaba por empezar y aceptó. Sé que charlamos de los autores que nos gustaban y de cine. La afinidad era increíble. Y lo mejor, allende los asuntos intelectuales, descubrimos que se creó un lazo entre nosotros fuerte. Si yo lo admiraba ya como el portero mejor preparado, mi admiración se volvió ternura y camaradería. Sí, teníamos tantas cosas en común en cuanto a la cosmovisión y el ser humano que fue, te repito, increíble. Cuando el amigo en común llegó, nos encontró riendo mientras recordábamos esa noche que te invité al cine… Pero te relajaste después…
-¿Y quién no? Al principio, me tenté y tuve que morderme la lengua para no reírme. Esa sala –la Dos- era tan peculiar. Pequeña, acogedora y con esas paredes forradas con estas cajas donde ponen los huevos… Y la película, hermosa: La voz de la luna. Nunca supe agradecerte bien por acercarme a ese mundo tan bello. Me asocié al otro día y recuerdo esperar los ciclos de Fellini, en un comienzo y después de montones de otros directores. Gracias otra vez!
¿Te sentís bien? EY…
Lo ayudó a sentarse, a pesar de sus quejas genuinas de dolor. Cuando le quiso enderezar el hombro, vio tirada la campera de cuero negra al lado de la Pantera aún rugiente. Y se desmayó…
No llegó a ver cuándo aquella frenó totalmente pues sus sentidos se apagaron primero al topar de lleno con su hombro en una piedra. A él le costó despertarse, incorporarse, quitarse el casco con todos sus nudillos en carne viva y con un dolor punzante en el hombro izquierdo. Por más que tratara, viendo aquí y allá, no lograba saber dónde estaba ni por qué estaba allí. Pasaba por un estado de desconocimiento en ese camino desértico. No lograba ver ni una casa cercana y ningún vehículo circulaba, ningún motor se oía. Como pudo se sacó la campera (la salvadora campera ya que de no ser por ella, ese hombro estaría en carne viva así como otras partes de su cuerpo. Se sentó desorientado y en ese acto se le resbaló el celular (un celular vetusto). Por suerte se había salvado. Miró en la agenda y reconoció el nombre de su hermano mayor. También el de su madre. Pero prefirió llamar al primero. Le contó como pudo que se había accidentado y que no sabía bien dónde estaba. Gracias al interrogatorio del otro tuvieron una idea más o menos precisa del lugar. Pero el accidentado seguía preguntándose qué hacía allí, con ese calor, roto y en vísperas de la Navidad. Como pudo armó un cigarro Cerrito veteado por manchas de sangre. Lo fumó sentado viendo la Pantera con la cabeza partida, el pecho aboyado y una de sus ruedas torcida. A simple vista, eso era todo bajo ese rabioso sol.
A los tres cuartos de hora llegó una camioneta policial donde cargaron la moto bastante desecha; y luego, casi enseguida, una vieja ambulancia que lo transportó a la ciudad de Vergara, a orillas del arroyo Parao. En la policlínica no pudieron más que darle unos calmantes y limpiarle la sangre de las heridas. Como el enfermero era conocido suyo, le confesó que había estado bebiendo en abundancia la noche anterior y que no había dormido, que le preocupaba que el oficial le había dicho que iban a hacerle una espirometría antes de que se fuera a atender al hospital de Treinta y Tres. Entonces aquel le confesó una posible solución, bah, dos: una era que se fuera por el fondo a tomar el ómnibus que pasaría en minutos nomás. La otra, si lo agarraban, era que en vez de soplar, simulara hacerlo pero en realidad, absorbiera el aire.
Cauteloso salió por el fondo y a pasos rápidos llegó para sacar pasaje para irse en unos breves 5 minutos. Aprovechó la ocasión para fumar un cigarro. En eso estando llegó la camioneta policial frenando frente a él. Lo intimaron a comprobar el alcohol en sangre. Siguió las recomendaciones de su antiguo amigo y cada vez el artefacto daba error. Viendo que el motor del ómnibus arrancaba les preguntó si lo iban a dejar ir que tenía que ver médicos de verdad en la ciudad. Algo desganados porque todo indicaba que venía de una noche de juerga, delatado por sus pupilas y sus ojeras, lo dejaron ir.
Ya en el ómnibus se aplastó en un sueño profundo.
Estaba en casa de la muchacha cuando despertó. Aquella le había puesto una bolsa de hielo en los hombros y vendaba las heridas de sus nudillos. Colgada de una percha estaba su eterna compañera de cuero negro.
-Pero de verdad, ¿te acordás de cuándo nos conocimos?
-Sí, fue acá, en Valizas, hace mil años. Te sumaste a mi caminata y te pusiste a hablar de lo efímero. Me dijiste que te ibas al otro día. Entonces te dibujé mi número de teléfono en la orilla del océano. Lo miraste un momento antes de que fuera borrado por las aguas. Te fuiste y me dijiste que me llamarías. Y luego me invitaste al cine.