Siempre pensé que la Rusa iba a vivir cien años, como su madre, que moriría el día de su cumpleaños. Mucho antes, el cuerpo de la Rusa explotó en un cáncer y firmó para que no la intervengan. Le dieron un mes de vida, lúcida, con pelo, en su casa, tomando whisky. El día del diagnóstico me agarró la mano y me dijo que ya tenía ganas de morir y que al final, no la voy a tener que matar como en Amour. Con la Rusa teníamos el contrato que, si ella perdía totalmente la cabeza, yo tenía el permiso de ahogarla con su almohada como en la película de Haneke que vimos en Cinemateca 18, y puede ser que, desde ahí, o antes, todas nuestras charlas siempre tendrán una referencia de alguna película que vimos juntos. Nunca pensé con claridad en cumplir la promesa y matar a mi abuela, no decirle a nadie, cargar con su muerte toda mi vida. Tal vez siempre supe que se iba a ir así.
La Rusa, así le decían por su mirada transparente y sus pelos verticales como llamados por un imán gigante desde el cielo como los directores rusos de los años 20, siempre quiso hacer cine, pero su vida criada entre más de diez hombres quiso a una mujer para criar hijos y ser un ejemplo de hogar. La Rusa nunca guardó rencor, siempre iba calma con su sinceridad bruta. Ese día, siempre agarrada de mi mano, me dirá que está viendo la película de sus últimos días, sentada en la última fila de Cinemateca 18 para poder ver todas las reacciones de las nucas presentes. Esa película que yo comenzaré a escribir bajo promesa. La Rusa cierra los ojos, escucha aplausos, ella no sube al escenario conmigo porque está muerta. Pienso en la película de sus últimos días empotrada eternamente en un sillón recordando su vida, en mi sensibilidad cada vez más incapaz.
Ese último mes de vida a la Rusa la visitó su vida entera; hermanos de Buenos Aires, sobrinos del otro lado del Atlántico, hijos exiliados, nietos ausentes, todos. Ella tomaba whisky y por las noches soñaba con todas las casas en las que había vivido. Cuando se levantaba le contaba a quien tenía al lado, con esa capacidad de contar que pocas veces vi, la casa en la que había estado y quienes estaban ahí. Una mañana me contó de su primer apartamento de viuda. Yo estaba, de mal humor, dedujo que sería a mis veinte años. La Rusa decía que, cuando llegara a su primera casa y se encontrara con dos de sus hermanos recientemente muertos, se iría.
La Rusa iba todas las semanas a Cinemateca 18. Vivía a dos cuadras, sola. En un apartamento en Cuareim con poca luz y olor a cuero. A mí no me llevó hasta los 15, flamantemente viuda.
Fuimos a la sala de Pocitos a ver Hierro 3, de Kim Ki-Duk. Esa tarde, gracias a Cinemateca, a Kim Ki-Duk y a la Rusa, decidí que quería hacer cine. Recuerdo hojear la revista con sus anotaciones y extraño el olor. Las películas que más me gustaba ver eran las que no le gustaban, las que podíamos discutir viendo pasar los whiskys y donde podría esforzarme en contradecirla. Luego llegó Cinemateca nueva y la Rusa se partió la cara contra uno de sus ventanales queriendo entrar. Luego colocarán unos stickers para marcar las puertas, tal vez por ella o tal vez por otras narices rotas. El olor era diferente, me miró con su mirada transparente, los cambios le cuestan y más a esa altura, no tiene paciencia para los cambios. Recuerdo los olores, están impregnados, la de Carnelli o la de 18; eran los mismos. Todo desaparece, los olores, el frío que ahora es calor, los sonidos del maní pelado de los viejos y viejas de siempre. La Rusa a veces iba a dormir la siesta, cuando no tenía comentarios sobre la película sabía que se había dormido pero le dará vergüenza aceptarlo. La Rusa tiene comentarios para todo, siempre. Esa tarde vimos una griega donde en un mundo distópico hay una pandemia de amnesia y el protagonista es sometido a un tratamiento de reinserción social por su pérdida de memoria. Para mi estaba claro, el protagonista no había perdido la memoria, quería salir de todos sus recuerdos desgraciados y reinsertarse en una vida diferente. Para ella, la había perdido. Días más tarde me llamará comentándome todos los artículos de la película donde nunca, ni el propio director, dicen que el protagonista finge su amnesia.
Sus últimos días yo iba a la Cinemateca nueva solo y pasaba por su casa a contarle lo que había visto; La Haine en fílmico (la odia), una película polaca donde un ucraniano radioactivo tiene poderes y es masajista en un barrio privado, una de Celina Murga y otra que ya no recuerdo. Esos días serán extraños y los recuerdos difusos, entender el desvanecimiento con tanta claridad es vertiginoso. Semanas antes del cáncer, en el marco de un festival, vio un corto mío en Cinemateca. A la salida me abrazó y no me dijo nada. Sabía que no le había gustado pero me lo dirá días después.
La Rusa dice que está por llegar a su primera casa y siente que sus hermanos van a estar ahí. Le pide a mi madre que llame a todos para el último brindis. Horas más tarde estaremos todos en su casa, toda la familia, familia grande, casa chica, más de veinte personas alrededor de la Rusa que pedía uno a uno que se acerque, y unas palabras al oído, y la persona largaba toda el agua guardada por años por los ojos y salía de ese sillón encorvada como queriendo estar bajo tierra.
A mí me tocó casi al final, la Rusa me mandó a hacer la película de ese momento y me dijo que si alguien no lloraba en su velorio, que lea unas palabras diciendo que las escribió ella. Esa noche la Rusa pedirá a sus seis hijos hombres y su única hija mujer que se queden todos a dormir en el living, todos en el suelo. Nos fuimos los demás esa noche en silencio, viendo la muerte moverse. Mi viejo lloró, fue la única vez en mi vida que lo vi llorar. A la mañana siguiente, la Rusa abrirá los ojos y dirá que es un papelón. Pide eutanasia, que nadie se puede enterar que nadie había muerto esa noche. Mi vieja, su única hija, cortará todas las visitas por los próximos días. Acordará con los hermanos que necesita estar más tranquila para poder irse cuando ella quiera.
A los tres días me llamará llorando, la Rusa había muerto y con ella mis primeras lágrimas por alguien muerto. No creo en la muerte, ni en la suerte, y soy cada vez más incapaz de sentir y en el velorio mis tíos y mi madre se sacan una foto con el cajón abierto, copas de champagne y Vivaldi de fondo. Todo lo que la Rusa había pedido.
Días más tarde cumplo años, siempre un día antes que el cumpleaños de La Rusa, siempre festejando juntos. Mi vieja me regalará la anualidad de Cinemateca y me dirá que me la dejó antes de irse. Sé que es mentira, la Rusa murió en la ruina. Ahora, cada vez que salgo de una película quiero hablar con ella pero no está. Cuando no hay nadie en el asiento contiguo a veces estiro la mano y la dejo ahí, reposando, y a veces, siento como me la rasca como lo hizo esos últimos días. La Rusa murió hace un tiempo, y solo la pienso cuando estoy en el cine.