Buenas. Muchas gracias María José y gracias a todes por venir. Estoy muy nervioso. Desde que aparecieron las tortas en lo de mi abuelo mi vida se ha vuelto un torbellino. Quiero comenzar celebrando especialmente la presencia de los familiares de María Rosa Gramón. La película está dedicada a ustedes, a los familiares. No estrenar acá jamás fue una opción, es un asunto de justicia poética. Cinemateca es algo muy importante para mí, como lo es la lucha por verdad, memoria y justicia. Esta película mezcla esos mundos. De hecho, comienza en una noche de mucha niebla, con el icónico mural de los santos directores observando el final de la Marcha del Silencio.
Antes de convertirse en un cinéfilo enamorado de Buster Keaton, antes de ser un crítico dedicado a la obra de Bresson, antes, incluso, de ser proyeccionista y boletero de Cinemateca, en Estadio Uno, la Asociación Cristiana, la Sala Vaz Ferreira; un poco más atrás de sus inicios como socio de Cinemateca, mi abuelo fue lo que algunos denominan “un profesional de la guerra fría”, es decir, un espía. Si bien no pude dar con la fecha exacta de su contratación por la Dirección Nacional de Investigación e Inteligencia, se sabe que ingresó a la plantilla de Cinemateca en el 72.
Hay un perfil inicial para ser cooptado como agente de inteligencia: la orfandad, la soledad, la soberbia oculta, la necesidad de dinero o de heroísmo. Mi abuelo, Vicente Agustín Cilintano Halty, daba con ese identikit a la perfección. Después viene la formación, la disciplina y el arte del camuflaje. Para insertarse en Cinemateca – un claro objetivo de la inteligencia militar – mi abuelo hizo un camino eficazmente retorcido. Comenzó afiliándose a la juventud comunista, en el 69, luego hizo un viaje al bloque socialista europeo para tomarse algunas fotografías y vestir el pasaporte. Su destino siguiente fue Panamá, dónde
con entusiasmo asistió a la Escuela de las Américas. Mi abuelo construyó su confiabilidad, y la siguió puliendo siempre. Se aseguró de que nadie pudiera dudar de él con detenciones por parte del régimen, con viajes a Cuba.
¿Se acuerdan de las linternas? ¿Aquel haz de luz que ayudaba a los espectadores que llegaban tarde? Bueno, mi abuelo empezó siendo eso, un haz de luz en la oscuridad, aunque, en definitiva, él era la oscuridad. Es terrible. Digo porque yo lo viví, a mí me iluminaron con esa linternita y jamás se me pasó por la cabeza que, en vez de estar ayudando a alguien a encontrar una butaca, lo que se estaba haciendo era vigilar y fichar personas. Acá en la peli van a poder ver esos haces de luz en las salas viejas, ahora, en el presente, y ya les adelanto que la rata que aparece estaba ahí, no la pusimos nosotros.
Al inicio mi abuelo fichaba las películas que se proyectaban, anotaba su origen, qué personas tenían tareas en cada función, quienes asistían como espectadores, si se formaban grupos, si alguien salía sospechosamente al baño durante la función, cosas de esas. Su tarea era moverse entre el enemigo.
El asunto, muy cinematográfico,por cierto, es que mi abuelo rápidamente padeció el dilema del espía: se enamoró de su objeto de vigilancia, en este caso, la Cinemateca y el mundo del cine. Comenzó aprendiendo del séptimo arte cómo los milicos aprendían sobre los comunistas, de forma fría y distante, para entender al enemigo, medirlo, catalogarlo, quitarle información. Pero algo se empezó a colar y, frame a frame, lo fue mutando. Las películas que veía lo interpelaban, no lograba clasificarlas, extraerles moralejas o mensajes concretos y cerrados; todo era más intrincado, relativo y atrapante. Además, la dedicación de los Martínez Carril, los Elbert, los Dassori, los Abbondanza, la pasión por el cine que ejercían, lo trastocó. Sus apuntes entonces se salen del método. Tengo los registros. Sus pensamientos se corren de la tarea de fichaje y se centran en las películas. Hay informes completos en los que anota diálogos de Bergman, o describe planos de Tarkovski. Aparecen menos nombres y más reflexiones, por momentos abstractas. Le pasó, en definitiva, lo mismo que nos pasó a nosotros cuando empezamos a venir acá. Cinemateca lo cambió, y empezó a ver todo diferente. Yo me acuerdo perfecto de la sensación al salir de Cinemateca 18 luego de ver La Luz Silenciosa, en el ciclo Viva la diferencia. Recuerdo la extrañeza. La ciudad naranja, iluminada por las luces magenta, su sonoridad. Todo me resultaba un poco más misterioso, y más hermoso. No había cambiado nada, había cambiado yo.
Entonces, el espía infiltrado, mi abuelo, empieza a desobedecer algunas órdenes y a actuar de forma autónoma. Deviene de alguna manera en agente doble, un infiltrado a la vez infiltrado, pivoteando entre Manuel Martínez Carril y Victor Castiglioni, de los aparatos de inteligencia. Y lo que hace es contrarrestar los ataques, las amenazas. Armar un escudo de protección para Cinemateca. Porque el régimen estuvo esperando cualquier excusa para cerrarla.
Piénsenlo, todo estaba dado para la clausura: pasaban películas del bloque socialista, Martínez Carril había escrito en El Popular, Elbert estaba suspendido como docente de secundaria, pasaban mensajes subliminales de resistencia que, evidentemente, no se le podían escapar a la Inteligencia, salvo que creamos la teoría de los milicos/gorilas/burros/ignorantes. No. Lo que sucedió es que mi abuelo armó una estrategia de contrainteligencia, y desplegó varias tácticas. Están los documentos, los guardó en una de las tortas. ¿Qué hizo exactamente? Se integró de a poco a la directiva de Cinemateca, y desde ahí impulsó relaciones con la embajada de Estados Unidos, con la excusa de pasar cine yanki. Además, escribió cartas con seudónimo en Marcha -denunciando que Cinemateca era colaboracionista- o en la Revista de Cine Cubano – acusándola de proimperialista-. Potenció, deliberadamente, el imaginario del cine de autor como un cine burgués.
Esos fueron, estoy seguro, los años más felices de su vida. Se ve clarito en su rostro, en las fotos con cineastas como Zanussi, Pilar Miró, los Taviani y en las que está con los directivos de Cinemateca. Acá, en esta institución, encontró fraternidad y sentido de pertenencia, quizás por primera y única vez. Fue su antídoto a una orfandad temprana. Después, las circunstancias lo devolvieron a la infamia.
Yo no creo que mi abuelo haya incorporado alguna admiración por la democracia o que haya relativizado su anticomunismo. Pero hay información que me hace dudar. En una de las tortas estaba la fotografía de Rosa Gramón, un claro signo -como mínimo-, de remordimiento. Los acontecimientos de algunas fechas invitan a especular: en el 76 mi abuelo se da cuenta que hay otros agentes infiltrados, que no es el único. Se empieza a sentir vigilado él mismo, comienza a cruzarse en las salas con la mirada del famoso Alencastro, un milico censor, bravo. Se da cuenta que está en riesgo y retoma las actividades de los primeros tiempos. Vuelve a registrar nombres e información importante.
Entre ellas, que Rosa Gramón salía seguido de la sala y se encerraba en el baño, dónde hacía circular información política con sindicalistas clandestinos. Poco tiempo después mi abuelo tiene un ataque cardíaco, bastante atípico considerando su joven edad. Coincide con la fecha en que secuestraron a Rosa Gramón.
Cuando vuelve la democracia, mi abuelo contrae una rara enfermedad autoinmune y potencia su alcoholismo. Muere en el 94, en circunstancias muy confusas; asesinado, creo yo.
Años más tarde, por una deuda enorme de UTE, nos enteramos con mi madre de que el viejo había dejado una propiedad en Melilla, y gracias a las leyes que protegen la herencia, quedaba para nosotros. Cuando vi su biblioteca, miles de libros, sentí por primera vez que había una conexión filial entre nosotros. Ahí estaban, además, las boleteras de socio de Cinemateca, y el cofre del tesoro: las tortas.
¿Las tortas? Son las latas, perdón. A veces se les dice tortas, porque tienen la forma de un bizcochuelo, digamos. Son las latas en las que se guardan las películas analógicas, en 35 mm o en 16mm. Mi abuelo había montado en secreto un archivo fílmico en una propiedad escondida. La deuda con UTE se debía a unos refrigeradores encendidos durante años, en los que estaban guardadas las tortas. Imagínense la emoción. Yo ya hacía cine, y de la nada me topo con libros sobre el séptimo arte, revistas de cine de todas partes del mundo, entre las que descubro un sinnúmero de críticas escritas por mi abuelo y rollos de películas enlatadas.
Pero la admiración cinematográfica dura poco. Muy pronto todo se hace noche y niebla, náusea, realmente. Entonces comienza lo que en mi terapia llamamos “los binomios del abuelo”. El mismo día que encontramos el archivo llamé a Cinemateca, hablé con María José y ellas fueron rápidamente a buscar las tortas. Cuando su emoción devino en seriedad, empecé a intuir algo putrefacto. Me acuerdo que olfatearon, a ver si había olor a vinagre.
Y ahí las latas empezaron a hablar, como los huesos de los desaparecidos. ¿Qué había? Una copia de Roma ciudad abierta, para empezar. Pero también varios cortometrajes uruguayos: Refusila, Me gustan los estudiantes, Liber Arce, Liberarce y varios títulos más. La comitiva de Cinemateca lo tenía muy claro: se trataba de películas que habían sido incautadas durante la dictadura o poco antes, cuando se allanó Marcha, la Cinemateca del Tercer Mundo, el Cine Universitario, cuando se detuvo a Martínez Carril transportando latas. Además, varias tortas estaban plagadas de documentos, entre ellos, la fotografía de Rosa Gramón.
Todo esto que les acabo de contar está en el comienzo de la película. No les quiero adelantar más. No sé si es posible disfrutarla, pero ojalá se queden con la misma sensación que yo, con la idea de que el valor del cine es inconmensurable, y que sin Cinemateca el plebiscito del 80 lo ganaban los milicos.
Eso es todo.
Los dejó con la película.